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Aplastamos nuestras narices contra la cristalera. Al principio no vemos nada. Barridos por la explosión, dos o tres mil globos nos ocultan el Almacén. Sólo cuando ascienden de nuevo, lentamente, hacia la luz, nos desvelan lo que yo habría preferido no ver.

—Mierda —murmura Lehmann.

El pánico de los clientes es total. Todos buscan una salida. Los más fuertes pisotean a los más débiles. Algunos corren directamente sobre los mostradores, levantando salpicaduras de calcetines y braguitas. Aquí y allá, un vendedor o un vigilante de planta intentan canalizar el pánico. Un tipo alto, con chaqueta de color violeta, está atravesado en un escaparate de cosméticos. Abro la puerta de cristal de la Oficina de Reclamaciones. Es como si hubiera abierto una ventana en medio de un tifón. El Almacén es sólo un aullido. A mi lado, un altavoz intenta devolver la calma. Si no estuviéramos a punto de morir de otra cosa, la voz de Miss Hamilton sería para morirse de risa, un vaporizador en pleno huracán. Abajo, es la guerra. Arriba, los globos han recuperado su transparencia. Toda esa escena de terror está bañada por una luz rosada de extraordinaria dulzura. Lehmann se ha reunido conmigo y me berrea al oído:

—Pero ¿de dónde viene? ¿Dónde ha sido el zambombazo?

Hay cierto resabio de agitación indochina en su voz de soldado veterano. No sé dónde ha sido el zambombazo. Un amasijo de cuerpos erizado de brazos y piernas obstruye la escalera mecánica. Los clientes están subiendo de cuatro en cuatro por la escalera para bajar, pero retroceden empujados por la oleada que llega de arriba. En un santiamén todo el mundo llega al pie de la escalera y choca contra el tapón humano. Todo se retuerce y aúlla.

—¡Mierda! —grita Lehmann—, mierda, mierda, mierda…

Se precipita hacia las escaleras abriéndose paso a codazos, se lanza sobre el interruptor e inmoviliza aquel trasto.

A la puerta del fotomatón, Théo contempla a la luz los cuatro ejemplares de su jeta. Parece satisfecho. Me tiende una de sus fotografías:

—Toma —dice—, para el álbum del Pequeño.

Y luego, sobreviene la calma. Sobreviene la calma porque, a fin de cuentas, no ocurre nada. Algo ha estallado en alguna parte y nada más. De modo que sobreviene la calma. Y pronto es posible oír a la suave Hamilton recomendando a nuestra amable clientela que abandone tranquilamente el Almacén y rogando a nuestros empleados que vuelvan a sus departamentos. Es exactamente lo que ocurre. La muchedumbre se dirige a la salida. Deja a sus espaldas un descampado lleno de bolsos, zapatos, paquetes multicolores y niños abandonados. Temo ver un centenar de cadáveres. Pero no. Aquí y allá algunos empleados se inclinan sobre clientes medio descalabrados, que se levantan por fin y se dirigen a las salidas cojeando.

Se ha reservado una pequeña puerta lateral a la policía. Por allí hace su entrada, pues, la pasma. Se dirigen directamente al departamento de juguetes. ¡El departamento de juguetes! Pienso de inmediato en la pequeña dependienta ardilla y en el vejestorio de Théo. Bajo a saltos la escalera mecánica inmovilizada, con un presentimiento que, como todos los presentimientos, resulta ser un falso presentimiento. El cadáver es el de un hombre de unos sesenta años que debió de ser panzudo a juzgar por lo que su panza ha diseminado a su alrededor. La bomba le ha partido casi en dos. Vomitando con la mayor discreción posible, vete a saber por qué, pienso en Louna. En Louna, en Laurent y en el niño. Me ha llamado ya tres veces: «Un consejo, Ben, tu opinión». ¿Y qué puedo aconsejarte yo, querida mía? ¿Pero me has mirado?

Pensamientos salvajes mientras las mantas caen sobre el diseminado cliente.

—Fea cosa, ¿verdad?

El pequeño poli me gratifica con una sonrisa amable. En el estado en que me hallo, es mejor que nada. Un poco por gratitud le respondo, sin compromiso por mi parte:

—Bastante, sí.

Mueve la cabeza y dice:

—¡Pues los suicidas del metro son peor!

(Siempre es un consuelo…)

—Picadillo por todas partes, los dedos atrapados en los ejes… Y lo digo porque, como soy el más pequeño de la brigada, siempre me tocan a mí.

No es un pasma… es un bombero. Un bombero azul marino con ribete rojo. Realmente bajito. Un casco mayor que él rutila en su cinturón.

—Pero lo realmente insoportable, créame, son los quemados de la carretera. Aquel olor… no puedes quitártelo de encima. ¡Lo llevas en el pelo durante quince días!

Ya no hay globos en el firmamento del departamento de juguetes. Todos han sido barridos por la explosión y están arriba, pegados a la claraboya. Alguien se lleva a mi pequeña ardilla que solloza. El bombero señala el cuerpo cubierto:

—¿Se ha fijado? ¡Llevaba la bragueta abierta!

(No. No me había fijado, no).

Por fortuna, los altavoces nos separan al amable bombero y a mí. (Salvado por la campana, por decirlo de algún modo). Los empleados son invitados a abandonar, también, el Almacén. Pero no París. Por las necesidades de la investigación. Feliz Navidad.

A un extremo del departamento de juguetes, cojo una pelota multicolor y me la meto en el bolsillo. Es una de esas pelotas translúcidas que botan y botan indefinidamente. También yo tengo que hacer regalos. En el siguiente departamento, la envuelvo en un papel estrellado. Dejo mi traje de servicio en el vestuario y salgo. Fuera, la muchedumbre reunida espera a ver saltar todo el Almacén. El frío glacial me comunica que estaba muriéndome de calor. Puesta que la muchedumbre está fuera, espero que haya dejado el metro para mí…

Pero también está en el metro.