46

En el Long Branch Saloon el pianista tocaba una melodía que casaba con los sombríos pensamientos de Sam. El pistolero iba ya por su quinto vaso de whisky y cada trago le quemaba el estómago como ácido, pero al menos le embotaba los sentidos. Solo le quedaban unas pocas horas en Dodge City y le tentaba la posibilidad de marcharse en silencio. No soportaba la idea de dejar atrás a Emily, ver en sus ojos la decepción por el abandono. Le resultaba insufrible alejarse de allí sabiendo que la dejaría en un mar de agonía, llorando, y no estaba seguro de tener el coraje de marcharse llegado el momento si ella lo llamaba, si echaba a correr tras él pidiéndole que se quedara.

Una despedida era un lujo que no podía permitirse; cortar de raíz sería mucho más sensato, sin promesas, sin esperanzas insensatas que alimentarían el corazón hasta agriarse con el paso del tiempo. Era mejor irse en silencio, como llevaba años haciendo. Ignoraba cómo lograría vivir sin ella en el futuro. El mero pensamiento de seguir adelante sin su presencia, sin oír su voz de ángel susurrándole palabras de amor al oído, le helaba la sangre.

No le quedaba más remedio que emprender su camino.

Sonrió al recordar a la mujer asustada que vio por primera vez en el almacén de los Schmidt, una cervatilla temblorosa que permaneció erguida a pesar de los comentarios malintencionados de Gertrud. Desde entonces la pequeña gatita había aprendido a sacar las uñas. Aquel día Emily se le había metido en el pensamiento y bajo la piel hasta convertirse en parte de su persona. Con ella había aprendido a amar de nuevo, se había atrevido a soñar y sentir. Durante unas semanas volvió a bajar la guardia y no se arrepentía de ello, aunque al marcharse dejara parte de su alma en aquel rancho perdido en Kansas. Su corazón seguiría latiendo allí, junto a Emily y Cody, y mientras le quedara un soplo de vida, los llevaría con él.

El aliento se le entrecortó y la vista se le nubló tras un sospechoso velo húmedo a la vez que su determinación se resquebrajaba. Sin ella no sería más que un envoltorio vacío, sin voluntad propia. Junto con Emily dejaría atrás el resto de humanidad que le quedaba, el que la guerra y la muerte de los suyos habían obligado a permanecer en la sombra.

Se llenó una vez más el vaso y lo vació de un trago, sin prestar atención al camarero, que lo observaba de reojo. El local estaba casi vacío, no había más que tres mesas ocupadas por unos hombres tan solitarios como él. A esas horas solo los perdedores sin familia podían estar bebiendo en lugar de acudir a sus trabajos o atender a sus esposas e hijos.

Las puertas batientes se abrieron de golpe y unos pasos se fueron acercando a la barra. Sam no prestó atención, demasiado concentrado en ahogar su congoja en alcohol. El rostro perplejo del camarero despertó su curiosidad. Se movió con cuidado, procurando no perder el equilibrio, y cuando finalmente se volvió poco le faltó para dar con sus huesos en el suelo. Allí estaba Emily, mirándolo con el ceño fruncido y los brazos en jarras. Aunque era tan bajita que la barra le llegaba al pecho, su expresión hizo que el camarero retrocediera un paso.

—Señora —empezó el hombre—, este no es un sitio para una mujer decente…

Por toda respuesta, una mano pequeña y blanca se alzó en un gesto admonitorio con el dedo índice en alto. Fue efectivo, porque el camarero se encogió de hombros y siguió a lo suyo. Solo entonces Emily cogió uno de los vasos secos y se sirvió de la botella de Sam. No pronunció palabra, de hecho todo el local estaba en silencio; el pianista, al igual que los otros hombres, la miraba a la espera de la escena que prometía el rostro crispado de la pequeña mujer de aspecto extraño que acababa de entrar. Sam se pasó una mano por la cabeza y soltó un suspiro.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Emily no se molestó en contestar y se bebió el líquido dorado de un trago. Ahogó un jadeo y tosió, pero se mantuvo firme y, para sorpresa de todos, lanzó el vaso por encima del hombro. No se inmutó cuando se estrelló contra el suelo. Se limpió los labios con el dorso de la mano y, acto seguido, se sirvió otro. Antes de bebérselo, Sam carraspeó.

—No has contestado a mi pregunta.

Emily no se molestó en replicar y bebió de nuevo. Esta vez ni siquiera tosió, sino que mantuvo el tipo con un leve parpadeo antes de volver a arrojar el vaso por encima del hombro. El camarero fue a protestar, pero una mirada fulminante de ella lo silenció.

Sam no sabía si reír o echársela al hombro y sacarla de allí para darle una buena azotaina en el trasero.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —Para su pesar, se dio cuenta de que arrastraba las palabras.

—Estoy haciendo lo que me enseñaste en el rancho, ¿recuerdas? Cuando me dijiste que mi problema era que no sabía enfadarme. Pues ahora estoy muy enfadada. He recorrido todos los saloons de Dodge City y me duelen los pies.

El camarero, viendo que Emily llevaba la intención de coger otro vaso, se apresuró a apartarlos precipitadamente. Ella se apoderó del de Sam, que estaba lleno. Lo vació con garbo y lo lanzó con más fuerza que los dos anteriores. Ya iban tres, y Sam pensaba que no estaba tan borracho como para sufrir alucinaciones. Vio que Emily se sacaba algo del bolsillo de la falda chamuscada y lo lanzó sobre la barra de latón. Reconoció la bolsa que le había dado a Wyatt y ahogó una maldición.

—Creo que esto es tuyo —señaló Emily con los ojos brillantes de indignación.

—Emily… —dijo Sam en tono de advertencia, pero ella lo ignoró.

—¿Quién te crees que soy? ¿Crees que puedes desaparecer sin más, dejándome esto en pago por los servicios prestados como si fuera una mujerzuela? Porque, en ese caso, puedo subirme a ese escenario y enseñar los calzones. Seguro que podría sacar algo de calderilla para mantener a mi hijo…

—¿De qué estás hablando? —gritó Sam—. ¿De qué estás hablando al decir que subirías a ese escenario? ¿Es que te has vuelto loca?

—Pues sí, me he vuelto loca —contestó ella dando una patada al suelo—. Loca de rabia al ver que estás dispuesto a abandonarme. ¡Y no te atrevas a hablarme como si fuera idiota! Pensabas marcharte sin despedirte siquiera, ¿no? Sam, creí que la cobarde era yo por haber aguantado a un marido abyecto, pero ahora veo que me superas.

Sam soltó un suspiro de cansancio.

—Wyatt te ha dicho que pensaba irme.

—Sí. Y el muy bastardo se ha atrevido a decir que era por mi bien. ¿Quién narices se cree para inmiscuirse en mi vida? Y tú —exclamó con vehemencia—, tú estás dispuesto a largarte sin decir nada. ¿No nos merecemos al menos una despedida? ¡No! El gran Sam prefiere desaparecer como un gallina por la puerta de atrás.

—Emily…, tu marido… —empezó Sam. Un fuerte dolor de cabeza le estaba atenazando las sienes.

—¡Ja! Mi marido. Bien, como no me has dado tiempo a revelarte las últimas noticias, te informo de que Douglas confesó ayer haber matado a Gregory hace más de seis meses. Mi marido no me abandonó, aunque creo que era su intención, pero no le dio tiempo a hacerlo porque otro loco quería mis tierras y decidió zanjar el tema matando a Gregory. ¿Qué te parece? Y ahora me entero de que el hombre que amo, el que me hizo creer que él también me amaba, está listo para escabullirse sin una palabra de despedida. Decididamente, tengo que mejorar mi gusto en cuanto a hombres se refiere.

Sam parpadeó varias veces intentando poner orden en sus pensamientos, porque las palabras de Emily eran como un furioso enjambre de avispas en su embotada cabeza.

—¿Puedes repetir lo que acabas de decirme?

—Claro. Te estoy diciendo que Douglas mató a Gregory hace más de seis meses. —Emily soltó una risa carente de alegría—. Seis meses, ¿te lo puedes creer? Y yo temblando al pensar que un día Gregory volvería y el infierno regresaría con él. Ahora he perdido mi rancho, pero soy una viuda que podrá dormir tranquila. Y para completar mi felicidad, me entero de que te vas. ¿Acaso todo lo que me dijiste era mentira? —Su voz se fue apagando hasta acabar en un susurro—. No quiero lo que contiene esa bolsa, es tuyo. No lo quiero. Lo que deseo es estar contigo.

Sam se enderezó y miró a su alrededor. Los hombres tuvieron la decencia de fingir un gran interés en sus jarras de cervezas. Emily era una viuda. Era viuda. Viuda. La palabra resonaba como el tañido de una campana lejana y el dolor que lo había acompañado desde que la conoció se fue evaporando como la niebla al sol.

—¿Gregory está muerto? —repitió él lentamente.

Emily asintió en silencio con los labios apretados.

—No lo sabía —siguió Sam, sintiéndose como un estúpido.

—Claro que no lo sabías, y de hecho ni siquiera te habrías enterado si Wyatt no me hubiese hablado de vuestra conversación. ¿Por qué los hombres de mi vida siempre deciden lo que es mejor para mí sin contar con mi opinión? ¿Acaso pensáis que no puedo tomar mis propias decisiones?

La mente nublada de Sam se estaba despejando a marchas forzadas. El futuro, que le había parecido un largo camino solitario, se estaba convirtiendo en una promesa que jamás habría soñado con convertir en una realidad. Ya nada se interponía entre él y Emily. Dio un paso adelante.

—Emily, me iba a marchar porque era lo mejor para todos. ¿Y si Gregory hubiese estado en el rancho esperándote? Ayer disparé a Douglas, de lo cual no me arrepiento, y habría acabado con tu marido con mis propias manos. No quería ser el hombre que matara al padre de tu hijo… No podía saber que estaba muerto.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Emily con los ojos anegados en lágrimas—. Ya no me queda nada; he perdido el rancho, pero me da igual. No quiero vivir allí, solo tengo recuerdos dolorosos de ese lugar. Quiero irme de Kansas y dedicarme a criar caballos. Quiero que mi hijo se sienta seguro, quiero una vida tranquila, quiero a mi lado a un hombre que me ame… Te quiero a ti.

Sam dio otro paso y le acarició la mejilla.

—Y me tienes a tus pies. Emily Coleman, eres todo lo que deseo, todo lo que amo en esta vida…

Emily soltó un sollozo y rompió a llorar en sus brazos.

—No vuelvas a pensar que estaría mejor lejos de ti —farfulló ella—. Nunca… nunca…

Sam le alzó el rostro y la besó con delicadeza.

—Nunca más, porque sin ti dejaría de ser un hombre honrado. Tú eres mi ancla, eres la razón que necesitaba para vivir. Te amo con toda mi alma, Emily.

Emily se puso de puntillas y le obligó a agachar la cabeza. Se besaron con la promesa de todo lo que deseaban compartir, con la esperanza de pasar la vida juntos. Los vítores de los hombres les hicieron tomar conciencia de que estaban en un saloon. Sam se apartó y la besó en la frente.

—Emily, ¿quieres casarte conmigo?

—Sí… —susurró ella, roja como una amapola, repentinamente cohibida por haber montado semejante escena delante de todos esos desconocidos.

—¡La casa invita a una ronda! —anunció el camarero—. Pero, ¡ojo!, sin romper los vasos.

Sam pasó un brazo por la cintura de Emily y con la otra mano recogió el sombrero y el saquito de cuero de encima de la barra.

—Gracias, pero tendréis que disculparnos. Mi futura esposa y yo tenemos que anunciar a nuestro pequeño que pronto habrá boda.

Emily sonrió de pura dicha al ver que Sam pensaba en Cody. Salieron dejando atrás los vítores de los demás. En la calle, él la miró de reojo.

—¿Has dicho que quieres criar caballos?

—Sí, como tu padre. Con el oro que contiene tu bolsa y lo que me quede después de saldar mis deudas, creo que podemos empezar con un par de caballos de raza. Unos andaluces, como los que vimos en el circo. ¿Qué te parece Virginia Occidental?

Sam se rio con ganas echando la cabeza atrás.

—Contigo, mi pequeña guerrera, hasta el fin del mundo.