45

Apenas si había dormido. Compartir cama con Kirk era un suplicio y la adrenalina que seguía corriendo por sus venas, sumada a los latigazos que aún sentía en las costillas, le impidió descansar como su mente ansiaba. El incendio de la casa de Lorelei los obligó a alojarse en la pensión de la viuda O’Clear, una mujer de aspecto severo que los recibió con los brazos abiertos en cuanto Wyatt le explicó los acontecimientos de la noche. Al ser tantos y haber pocas habitaciones libres, tuvieron que acomodarse como pudieron. Para pesar de Sam, Emily se quedó con su hijo y él tuvo que compartir habitación y cama con el viejo. Por eso mismo llevaba levantado desde el alba, sentado en los escalones del porche.

Al pensar en Emily todavía le temblaban las manos. Había estado a punto de perderla y no sentía el menor remordimiento por haber matado a Douglas. ¿De qué se sorprendía? Era un asesino a sueldo, llevaba años viviendo de ese modo. Eso significaba que, más que nunca, debía plantearse el marcharse en cuanto se asegurara de que Emily estaba a salvo en el rancho.

Aquel pensamiento le partía el corazón; dejar a Emily le nublaba la mente, porque su lado más egoísta le gritaba que no renunciara a ella. Pero estaba Gregory. Siempre el mismo nombre interponiéndose entre ellos.

No se dio cuenta de que la calle donde se encontraba la pensión O’Clear cobraba vida. En cuanto despuntó el sol, las carretas empezaron a circular traqueteando hacia sus destinos. No prestó atención a los niños que pasaban gritando ni a los jinetes que levantaban polvo al recorrer la vía. Tan sumido se hallaba en sus tribulaciones que no prestaba atención a cuanto le rodeaba. Sin embargo se puso en guardia con la mano derecha sobre la culata del Colt cuando unas pulcras botas se plantaron en su campo de visión.

—Cálmate, Sam. Creo que ya hemos tenido suficiente tiroteo con el de anoche.

Al oír la voz tranquila de Wyatt se relajó y siguió sentado con la vista de nuevo perdida.

—¿Qué haces aquí? —quiso saber sin mucho interés.

Sin esperar una invitación, Wyatt se sentó a su lado al tiempo que se quitaba el sombrero y lo dejaba apoyado sobre una rodilla doblada.

—¿Qué hacemos con el cadáver del tipo de anoche?

—Enterradlo en el cementerio de Boots Hill. Al fin y al cabo ha muerto con las botas puestas.

—Lo preguntaba por si conocíais a algún familiar al que avisar.

—Eso pregúntaselo a Kirk.

Ambos guardaron silencio unos minutos sin mirarse, hasta que el marshall carraspeó.

—¿Ya se ha levantado la señora Coleman?

Sam le lanzó una mirada de soslayo.

—¿Por qué quieres saberlo?

Wyatt se habría reído ante la suspicacia de Sam, si no fuera porque su amigo no parecía ser consciente de su fuerte instinto de protección en cuanto se trataba de la señora Coleman. Algo encomiable si ella no hubiese sido una mujer casada.

—Tiene que contarme qué sucedió cuando Douglas se la llevó y cómo logró escapar. Es por su propio bien: el juez es cada vez más quisquilloso con los tiroteos. Quiere declaraciones juradas de los implicados. Anoche estaba cansada y aturdida, de modo que lo dejé para hoy.

Sam volvió a clavar la mirada en el vacío.

—Pues no sé si se ha levantado. Tendrás que preguntárselo a la señora O’Clear; anoche vigiló las habitaciones como una loba a sus cachorros. Todo muy correcto.

Wyatt alzó las cejas, pero guardó silencio. Ahora empezaba a entender el mal humor de Sam. Habría preferido compartir habitación con la pequeña y dulce señora Coleman, pero la viuda O’Clear, siempre tan preocupada por las formas, no habría permitido que una pareja que no estuviese casada compartiera una cama.

Le echó un discreto vistazo. Sam mostraba señales de no haber dormido mucho. Aún llevaba la ropa arrugada y manchada de la noche anterior. Lo único que se veía limpio eran las manos y la cara, por lo demás parecía haberse acostado en la cuneta de un camino. Los surcos que bajaban de las aletas de la nariz hasta las comisuras de la boca se habían acentuado por el cansancio y la tensión. Las ojeras y las arrugas que rodeaban los ojos delataban la falta de sueño. En general no podía decirse que presentara muy buen aspecto.

Podía entender la tensión de Sam. Su afán por proteger a Emily lo sometía a una tensión constante entre el deseo de seguir a su lado y la conveniencia de marcharse. Pero los dos eran conscientes de lo que significaba permanecer junto a ella. Tarde o temprano el marido perdido volvería y se desencadenaría un drama. Wyatt no necesitaba pensar mucho en lo que sucedería si ese tal Gregory regresaba y tocaba un solo pelo a Emily.

Soltó el aire lentamente y se atrevió a preguntar lo que le rondaba la cabeza.

—¿Vas a regresar al rancho con Emily?

Sam tardó unos minutos en contestar.

—Sí. Tengo que asegurarme de que su vecino Crawford no le causa problemas.

—Podrías meterte en líos.

—Lo sé, pero necesito estar seguro.

Wyatt se atusó el bigote, pensativo.

—Podría escribir al marshall del condado de Ellsworth y exponerle el problema de Emily con su vecino. Bastaría con una visita de la autoridad local y un aviso de que cualquier incidente en el rancho de la señora Coleman sería investigado para frenar las intenciones del vecino.

Sam asintió lentamente.

—Eso estaría bien —convino lacónicamente.

Wyatt perdió la paciencia y se puso en pie.

—No vuelvas al rancho con ella. Si te preocupa el viaje, puedo ordenar a uno de mis hombres que la escolte hasta que llegue a su casa. ¿Qué pasaría si al llegar el marido ya estuviese esperándola? Y aunque no fuera así, piensa en los rumores. Incluso en una zona aislada, los chismes vuelan, y Emily no necesita que sus vecinos la marginen. Ha llegado el momento de despedirte de ella. Ya has hecho suficiente por Emily y su hijo. Sigue tu camino.

Sam lo miró a los ojos sin pestañear.

—¿A qué viene tanto interés en que me vaya cuanto antes?

Wyatt se echó hacia delante acortando la distancia que los separaba.

—Porque sé lo que sientes por ella. Salta a la vista. Mírame a los ojos y júrame que no matarías al marido si volviera al rancho.

Sam no contestó; no quería soltar una mentira que de todas formas Wyatt no se habría tragado. Lo conocía, sabía cómo funcionaba su mente.

—¿Lo ves? No puedes quedarte mucho más a su lado. Cuanto más tardes en marcharte, más daño le harás. A ella y al niño.

Sam volvió a asentir, derrotado pero consciente de que Wyatt tenía razón.

—¿Escribirás al marshall del condado de Ellsworth? —Esperó el asentimiento de su compañero—. ¿Y un hombre los escoltará hasta el rancho?

Wyatt asintió de nuevo con los labios apretados.

—Está bien —capituló Truman—. Me marcharé esta misma noche, en cuanto todos se hayan acostado.

Se metió una mano en el bolsillo y sacó un saquito de cuero atado con un cordón desgastado. El marshall se sorprendió del peso cuando lo cogió.

—Cuando me haya ido de la ciudad, dale esto a Emily.

—Lo siento —murmuró Wyatt.

—No tanto como yo —replicó Sam sin mirarlo, y echó a andar.

—¿Adónde vas?

—A emborracharme.

Faltaba poco para que el alba despuntara en el horizonte. El firmamento aún lucía el aterciopelado tono índigo que precede el amanecer y las estrellas se apagaban una a una como si el aliento del norte soplara unas velas. La luz entraba por la ventana de la habitación, cuyos postigos permanecían abiertos a los ruidos de la noche, el susurro del viento, el croar de las ranas en las charcas y el canto de los grillos. Sentada junto a la ventana que daba al patio trasero, Emily pasó la noche en vela. En la cama Cody se había dormido nada más salir del baño templado que la señora O’Clear había preparado para los dos en la habitación que ocupaban. Y allí seguía, dormido como un ángel, ajeno al vuelco que sus vidas habían dado en pocas horas.

Desde que dejaron los cimientos calcinados de la casa de Lorelei y hasta que por fin pudieron descansar, las horas fueron un frenesí de idas y venidas. Emily ayudó en todo lo que pudo a la señora O’Clear preparando baños para todos, y al médico, ya fuera limpiando la herida de Joshua, cosiendo la brecha de Nube Gris o vendando las costillas magulladas de Sam. No tuvo oportunidad de hablar con este a solas. No encontró el momento de relatarle las confesiones de Douglas, porque Cody, todavía asustado por todo lo sucedido, se pegó a ella sin darle un instante de tregua.

Después, la señora O’Clear asignó las habitaciones y las horas se le hicieron largas y solitarias. Emily habría deseado estar a solas con Sam y hablar de su futuro. Aunque Gregory ya no representaba una amenaza y pese a estar segura de los sentimientos de Sam, la atormentaban las dudas acerca de si un hombre acostumbrado a vagar sin ataduras sería capaz de atarse a una familia y, por ende, arruinada. Con la casa de Lorelei había ardido también el dinero del ganado, y con él las últimas esperanzas de Emily de salvar su rancho. No tendría más remedio que vender la propiedad a Crawford o al mejor postor para saldar sus deudas. Después de tantos esfuerzos, de tanto luchar, no le quedaba más que lo que llevaba puesto.

Pese a ello, si Sam decidía permanecer a su lado el futuro no se le antojaba oscuro y amenazador. Si por el contrario él optaba por seguir con su camino, entonces las perspectivas se le antojaban desesperantes. Junto a Sam se sentía con fuerzas para enfrentarse a una nueva vida. Sin él… no le quedaba más que soledad.

También tenía que pensar en todos los demás. No eran únicamente su hijo y ella; se sentía responsable de Kirk, de Nube Gris, de Edna, Joshua y, desde la noche anterior, de Lorelei y sus chicas. No podía desentenderse sin más después de haber causado la pérdida del hogar de Lorelei. Si ellos no se hubiesen alojado en su casa, la mujer seguiría teniendo un techo que la cobijara.

Cansada de cavilar, apoyó la frente contra el frío cristal. Necesitaba averiguar si Sam formaba parte de su vida. A su lado se había despertado de un largo sueño en el que había estado escondiéndose durante gran parte de su vida.

Lentamente, como dedos de luz, los rayos de sol fueron acariciando la tierra, que se despertaba perezosa. A pesar de no haber dormido, Emily necesitaba tomar la iniciativa, salir de aquella habitación y buscar a Sam. Se puso en pie sin hacer ruido. Echó agua en el aguamanil de porcelana y se lavó la cara. Pese a haberse bañado, el pelo seguía oliéndole a humo, sin hablar de la ropa. Todos los esfuerzos de la viuda O’Clear fueron en vano y Emily tuvo que conformarse con adecentar su vestido como buenamente pudo. Se peinó frente al espejo con dedos torpes y se hizo un moño apretado que se sujetó con unas pocas horquillas, rezando para que aguantaran.

Salió al pasillo y pasó de puntillas por delante de las demás habitaciones, pero, al llegar frente a la de Lorelei, oyó susurros. Si mal no recordaba, la mujer compartía habitación con Mickaela. Indecisa, se detuvo aguzando el oído, sin saber muy bien cómo la recibirían. Decidió que cuanto antes lo averiguara antes podría ir a hablar con Sam. Llamó con unos golpecitos a la puerta, que se abrió al momento. Mickaela apareció en el umbral vestida con el camisón de batista blanca.

—¿Puedo entrar? —quiso saber Emily con una sonrisa vacilante.

—Claro, pasa. Daphne y Jessy también están aquí con nosotras.

Se echó a un lado para dejarla pasar. Emily se sentía cohibida y apenas si tuvo valor para mirar a la cara a Lorelei, que permanecía en su cama, recostada contra el respaldo de madera.

—Si sigues mirándome de esa manera —empezó Lorelei—, voy a pensar que te pasa algo en los ojos.

—¿Cómo te miro?

—Como un cordero camino del matadero.

Lorelei palmeó la cama justo a su lado indicándole que se sentara. A los pies Daphne se peinaba con los dedos y cerca de la ventana Mickaela contemplaba la calle junto a Jessy. Emily se sentó sin atreverse a mirar a ninguna a la cara. Las cuatro llevaban puestos los camisones con los que lograron escapar de la casa. Como ella, era lo único que les quedaba.

—Lo siento —murmuró—. Lo habéis perdido todo.

Daphne se encogió de hombros.

—No es la primera vez que salimos corriendo con lo puesto, ¿verdad, Mickaela?

—Sí… Recuerdo que una vez, en Búfalo, salimos tan rápido del saloon cuando apareció la banda de los hermanos Wayne que solo vieron el polvo que levantaron nuestras botas.

Jessy esbozó una sonrisa ladeada.

—Yo sí que salí corriendo del Dakota Saloon en cuanto pude escapar de ese bruto.

Daphne y Lorelei se echaron a reír, pero Emily no participó de la alegría.

—Si no nos hubieras acogido en tu casa, hoy no te encontrarías aquí.

Por toda respuesta Lorelei soltó un bufido.

—No te preocupes tanto por eso. Tengo otra casa en Virginia Occidental. Es modesta, pero tiene un techo y cuatro paredes. Si quieres hacer algo por mí, lleva esto a la tienda de los hermanos Saton y dile al viejo Lumis que te dé a cambio cuatro vestidos, unos sombreritos a juego, unos guantes y cuatro pares de zapatos para nosotras.

Mientras hablaba se sacó por la cabeza un cordón con un camafeo engastado en filigranas de oro y lo dejó caer en la mano de Emily.

—Y que añada un par de pantalones, una camisa y unas botas para tu hijo y otro vestido para Edna. —Emily empezó a negar, pero Lorelei chasqueó la lengua—. No me he quedado en la ruina. Por suerte, mi difunto marido me dejó una buena renta además de la casa, de modo que no estoy desvalida. Solo necesito ropa para ir al banco y arreglarlo todo para marcharnos cuanto antes de aquí. Una nueva vida nos espera en Virginia. Quiero plantar melocotones y hacer mermelada, como una mujer decente.

Los ojos de Emily se llenaron de lágrimas.

—Eres la mujer más generosa que conozco —dijo entrecortadamente.

La mano de Lorelei le acarició el brazo con suavidad.

—¿Y tú qué harás? Tu dinero estaba en mi casa…

Dejó las palabras en el aire, pero Emily sabía lo que quería preguntar. Ya no tenía la posibilidad de salvar su rancho y lo peor era que no sabía qué haría Sam. Él siempre había dicho que la acompañaría en el regreso, pero después… Ese después siempre había quedado en suspenso por la sombra de Gregory. Intentó buscar en su interior el desasosiego que semanas atrás le habría producido la pérdida del hogar donde había nacido, pero no encontró nada. Durante años se había aferrado a esas tierras como la única ancla en su vida, algo sólido que le recordaba quién era. Y por esa necesidad había aguantado todas las vejaciones de Gregory, por el temor a salir al mundo y arriesgarse a emprender una nueva vida con la única compañía de su hijo. Se sintió atenazada por la vergüenza, porque en ese momento para ella el rancho de su padre no era más que polvo.

Por primera vez se sintió totalmente desvinculada del lugar que la había visto crecer. En realidad no guardaba muy buenos recuerdos: una infancia solitaria y un matrimonio infeliz. Durante ese viaje hasta Dodge City había perdido el miedo a lo desconocido y descubierto que podía valerse por sí misma. Y ello no se debía únicamente al apoyo de Sam; desde que salió del su rancho, a lo largo de esos días durmiendo a la intemperie, se había sentido libre y dispuesta a luchar por su felicidad.

—Tendré que volver para poner el rancho en venta y saldar mis deudas…

—¿Y después? —insistió Lorelei—. ¿Te quedarás a esperar a que tu marido regrese?

—No. Mi marido no regresará. Douglas me confesó que lo había matado. —Soltó una risita nerviosa—. Durante meses he vivido con miedo, temiendo el regreso de Gregory, sin saber que estaba muerto. Y para más vergüenza, el hombre que lo mató vivía bajo mi propio techo. Me temo que no tengo muy buen ojo para juzgar a las personas.

—¿Sam lo sabe? —preguntó Mickaela.

—No, todavía no he podido hablar a solas con él. Ni siquiera sé en qué habitación ha pasado la noche.

—No creo que haya dormido mucho, porque esta madrugada lo he visto sentado en los escalones del porche —informó Daphne.

—Has de decírselo cuanto antes —le aconsejó Lorelei—. Tiene que saberlo. De modo que levanta el trasero de mi cama y corre a buscarlo y, en cuanto hayáis arreglado vuestras cosas, ve a la tienda de los hermanos Saton.

Mientras recorría el pasillo, Emily habría jurado oír la voz de Sam en el porche, pero cuando salió a toda prisa, estuvo a punto de chocar con Wyatt, quien en ese momento se disponía a entrar en la pensión de la señora O’Clear. Contrariada, reprimió el deseo de empujarlo y salir en busca de Sam. No podía estar muy lejos.

—Buenos días, marshall —lo saludó de mala gana.

—Buenos días, señora Coleman. Justamente quería hablar con usted. Necesito que me relate lo que sucedió ayer, desde el momento en que desapareció del circo hasta que apareció en casa de Lorelei.

El mero hecho de pensar en Douglas le revolvía las entrañas. La noche anterior apenas había tenido tiempo de recordar lo sucedido, porque enseguida llegó el médico para atender a los heridos. Ella se dedicó a ayudarlo y dejó para más adelante el momento de recapacitar sobre las palabras de Douglas. Le urgía hablar con Sam, porque todos ellos se encontraban en una encrucijada y en ese momento más que nunca necesitaba saber si sus sentimientos eran tan profundos como los de ella.

—¿Ahora? —preguntó decepcionada.

—Cuanto antes lo haga, antes podrá volver a su hogar.

Vencida, se dejó caer sobre un escalón, curiosamente donde Sam había estado sentado unos minutos antes.

—Está bien…

Relató todo lo sucedido: cómo Douglas la había arrinconado cerca del circo y le había asestado un golpe que la dejó inconsciente. Después repitió las divagaciones del vaquero acerca de cómo planeaba escapar de Dodge City y su intención de matar a Edna para vengarse de Joshua, que a su entender lo había traicionado al contar la verdad. Siguió hablando y el marshall la escuchó sin interrumpirla. Cuando acabó, Emily se pasó una mano por la nuca, que sentía rígida.

—Señora Coleman, ¿podría repetirme lo que Douglas dijo de su marido?

Emily le lanzó una mirada airada.

—Ya lo ha oído: Douglas mató a mi marido hace más de seis meses. Lo enterró y esperó a que pasara un tiempo de duelo para cortejarme y casarse conmigo. Quería mi rancho, mis tierras, todo…

Wyatt se atusó el poblado bigote.

—Señora Coleman, ¿por qué no le ha comentado nada de todo esto a Sam?

—Porque mi hijo estuvo pegado a mis faldas y no podía hablar de todo eso delante de él. Bastante ha visto y oído para un niño su edad. Contaré a Cody la verdad, pero antes tendré que esperar a que se le haya pasado el miedo por todo lo sucedido.

Wyatt asintió y tendió una mano para ayudarla a ponerse en pie.

—En ese caso, señora Coleman, debo decirle que debería buscar a Sam…, y hablar con él cuanto antes.