Desde la cama Edna contemplaba el suave ondular del visillo de la ventana abierta. Se fijó en el cuadrado de luz plateada que se derramaba sobre el suelo de madera, preguntándose dónde estaría su amiga. Se dio la vuelta en la cama, dando la espalda a la ventana. Los pensamientos sombríos que la invadían le impedían encontrar una postura cómoda. Desde que Sam y los demás salieron en busca de Emily se sentía acalorada e inquieta. La alegría de saber que Nube Gris estaba a salvo había desaparecido.
Se sintió egoísta al pensar que si algo le sucedía a Emily su futuro junto a Nube Gris peligraba. En el rancho él tenía una vida segura, pero fuera de sus límites los demás no veían en él más que a un indio. Con todo estaba dispuesta a seguirle a donde fuera. Le sorprendía la intensidad de sus propios sentimientos por él. Jamás habría imaginado que un hombre podía llegar a convertirse en su única meta en la vida. En esos momentos entendía por qué muchas mujeres habían echado a perder su reputación por hombres sin escrúpulos. Si esas víctimas de sus sentimientos se habían enamorado como ella, no habían tenido más opción que seguir un camino resbaladizo. Por suerte, Nube Gris era un hombre leal y honrado que la amaba tanto como ella a él. Se sabía afortunada, aunque en circunstancias inciertas, porque podían amarse abiertamente. Sin embargo Emily no tenía elección. Estaba casada, ligada a un hombre violento que regresaría en cualquier momento.
Oyó el crujido de una tabla del suelo frente a su puerta, que se abrió lentamente. Se incorporó, un tanto nerviosa.
—¿Edna?
La voz de Cody le llegó temblorosa. La joven se apresuró a levantarse de la cama y fue hasta donde el niño esperaba. Parecía más vulnerable que nunca, abrigado únicamente con la camisa de dormir y con el pelo alborotado.
—¿Qué pasa? —le susurró arrodillándose.
—No puedo dormir. Estoy asustado. No dejo de pensar que mamá está en peligro. ¿Y si no vuelve?
La voz se le quebró y rompió a llorar. Edna lo envolvió en un abrazo cálido. No le mintió, no le dijo lo que el niño habría agradecido, porque no quería darle falsas esperanzas. Lo cierto era que ella misma estaba cada vez más preocupada. Cada hora que pasaba aumentaba la desazón de la incertidumbre.
—Ven conmigo, dormiremos juntos.
—No puedo dormir —barbotó el niño.
—Pues descansaremos juntos. ¿Te parece bien?
Cody se dejó llevar hasta la cama. Edna lo arropó con las sábanas.
—¿Quieres que te suba un vaso de leche templada? Eso te calmará un poco.
Cody asintió de nuevo.
—Pero no tardes.
—Será un momento.
Se envolvió en un chal de lana y se calzó las zapatillas. Con una última mirada a Cody y una débil sonrisa salió al pasillo. Bajó corriendo las escaleras y en la cocina encendió la mecha de la lámpara de petróleo. Enseguida una tenue luz dorada inundó la estancia. Sacó una jarra de leche de la fresquera y echó un poco en un cazo. Avivó las ascuas aún calientes y abrió un poco el tiro con impaciencia. Quería regresar cuanto antes a su habitación para que Cody no se quedara demasiado tiempo solo. Vertió la leche templada en una taza y añadió una cucharadita de miel.
Subió las escaleras con cuidado, sosteniendo con una mano la taza y en la otra el quinqué. Una vez en la puerta recompuso el rostro y se esforzó en sonreír mientras empujaba con la cadera para entrar.
—Ya está. Aquí tienes la leche.
No tuvo tiempo de entender lo que estaba sucediendo. Un brazo le rodeó el cuello con fuerza y la taza salió disparada, así como la lámpara. En la cama, Cody la miraba muy pálido, con la barbilla temblorosa.
—No te muevas… —le susurró una voz áspera—. Y no grites si no quieres ver cómo se desparraman los sesos de Cody sobre la pared.
Entonces Edna vio el arma que asomaba junto a su cabeza y se le heló la sangre. Era Douglas. Había conseguido entrar en la habitación sin que nadie se diera cuenta, sin que Lorelei y las demás mujeres se enteraran, cada una en su habitación, seguramente dormidas. Pero el pánico que se adueñó de ella se convirtió en un terror que la paralizó cuando percibió el olor a humo que desprendía el suelo. En pocos segundos empezó a arder.
En el establo Emily se debatía con sus ataduras. Le ardían los cortes que ella misma se había infligido al intentar cortar las cuerdas con un trozo de cristal. Ya no necesitaba disimular, estaba sola y el miedo la impelía a darse prisa. Douglas había salido en dirección a la casa de Lorelei con intención de matar a Edna. Estaba loco, cegado por una realidad que solo existía en su cabeza. Soltó un gemido de exasperación al tirar con fuerza. Poco le importaba el dolor; la angustia por lo que Douglas pudiera hacer la insensibilizaba. Tampoco notaba la humedad de la sangre que le corría por las manos. Tenía que salir de allí, eso era lo único que importaba. Temía por la vida de Edna, y por su hijo.
Gritó de pura frustración y tironeó de nuevo con más ahínco hasta que por fin notó que podía liberar una mano. Ello le bastó para maniobrar. Apenas notaba las puntas de los dedos, tan entumecidos que le costó sobremanera soltar las ataduras de los tobillos. Cuando se vio libre, se puso en pie, pero las rodillas le fallaron. A duras penas logró sostenerse apoyándose en el poste donde se había recostado al principio, cuando Douglas todavía estaba allí. Un estremecimiento de debilidad le recorrió todo el cuerpo.
—Dios mío, dame fuerza —susurró con voz temblorosa—. Tengo que ir… Tengo que salvar a mi hijo…, Dios mío…, te lo ruego…
Cuidadosamente adelantó un pie y luego el otro. El hormigueo le arrancó un jadeo de dolor. «Solo unos pasos más», se alentó en silencio. Cuando ya alcanzaba las puertas temió encontrárselas cerradas, pero al empujarlas estas cedieron y se vio en un prado. No tenía ni idea de dónde se encontraba, aunque emprendió el camino con la seguridad de que las luces de Dodge City la guiarían. Primero anduvo con dificultad, pero después, cuando fue cobrando fuerzas, echó a correr a tal velocidad que sus pies apenas rozaban el suelo.
En cuanto alcanzó las calles de la ciudad no le costó mucho orientarse. Mantuvo el ritmo, a pesar de que le faltaba el aire y del pinchazo que sentía en el costado. Su meta estaba a escasas esquinas de donde se encontraba. Tropezó con un borracho que intentó frenarla y abrazarla. La desesperación le dio fuerzas. Lo derribó cuan largo era y pasó por encima de un salto, agarrando con los puños apretados la falda para que no la entorpeciera al correr.
A lo lejos distinguió la silueta de la casa de Lorelei. Apuró sus últimas fuerzas y aceleró.
—¡Emily!
El grito la desestabilizó y cayó de bruces en el suelo. Notó que la tierra le arañaba las rodillas, pese a la falda, y que en las manos se le clavaban las piedrecillas del camino.
—¡Emily! —repitió una voz masculina que le resultó familiar.
Desde el suelo miró por encima del hombro. Apenas podía respirar.
—Nube Gris…
El joven indio y Joshua, que lo acompañaba, echaron a correr hacia ella. Ambos la ayudaron a sentarse.
—¿Dónde has estado? —preguntó el indio.
—Edna —dijo Emily con un hilo de voz—. Douglas…
Joshua dejó de limpiarle las heridas de las manos con el pañuelo que se había sacado del bolsillo y, súbitamente pálido, la miró a los ojos.
—¿Qué pasa con Edna?
—Douglas…, la casa… Cody… Edna…, peligro.
Cada palabra le suponía un terrible esfuerzo. Señaló con un dedo tembloroso la casa de Lorelei y los dos hombres miraron hacia donde indicaba Emily.
—Corred…
Sin una palabra más la pusieron en pie y echaron a correr. Ella intentó seguirles el paso, pero su resistencia empezaba a menguar. Se mordió el interior de la mejilla con fuerza. No desfallecería tan cerca, su hijo la necesitaba.
Con una nueva mirada a la casa pensó que algo no iba bien, que la visión se le estaba nublando. El resplandor que salía de la primera planta no podía ser real. Lentamente la verdad fue penetrando su mente y el estómago le dio un vuelco. En una de las habitaciones el fulgor de un incendio se intensificaba a cada segundo.
—¡No! —gritó.
Al ver que Joshua y Nube Gris aceleraban comprendió que ellos también acababan de deducir lo que estaba ocurriendo.
Percibió un movimiento. Sin dejar de correr volvió la cabeza y descubrió una silueta que salía de entre los árboles del huerto. Sus ojos se abrieron de espanto al ver el brillo de un arma. Douglas amordazaba con una mano a Edna apretándola contra su cuerpo, mientras con la otra apuntaba hacia los dos hombres que corrían hacia la casa. Un grito desgarrador escapó de sus labios.
—¡NUBE!
El indio se dio la vuelta sin aminorar la carrera.
Todo sucedió muy rápido. Emily oyó una detonación que restalló en la noche como un latigazo. Aturdida, vio que el indio caía al suelo, arrastrando a Joshua con él.
—¡Emily! ¡Corre a por Cody! —gritó Edna debatiéndose—. ¡NUBE! ¡JOSHUA!
La mente de Emily solo tuvo pensamientos para su hijo. Desgarrada de angustia, pasó de largo y se metió en la casa, donde se encontró con Lorelei, Daphne, Mickaela y Jessy en camisón. Las cuatro mujeres bajaban las escaleras atropelladamente.
—¿Dónde está Cody? —preguntó Emily con la voz agudizada por el miedo.
—No le encontramos, no está en su habitación. Dios mío, Emily. Hemos visto que Douglas se llevaba a Edna…
Lorelei rompió a llorar.
—¡CODY! ¡¿DÓNDE ESTÁS?! —gritó Emily desesperada, buscando a su alrededor.
—¡MAMÁ!
El grito fue seguido por un acceso de tos.
—¡Dios santo…! —susurró Daphne mirando hacia arriba—. Cody está en la habitación de Edna y el fuego bloquea la puerta.
Sin dudarlo, Emily arrancó un pesado cortinaje y se envolvió con él. Subió las escaleras de dos en dos, desoyendo las advertencias de las mujeres. En la puerta de la habitación de Edna el calor era sofocante. Las llamas lamían el suelo avanzando irremediablemente hacia la cama.
—¡Cody, estoy aquí! No te asustes, te sacaré ahora mismo. Sal de la cama y ve hacia la ventana. Y tápate la boca, no respires el humo.
A través de las llamas distinguió el rostro desencajado de su hijo. Temió que el miedo lo paralizara, pero por suerte el niño siguió sus indicaciones y se arrastró hacia la ventana. Al menos allí respiraría mejor, porque el humo empezaba a ser peligroso. Inspiró profundamente y entró en la habitación, pegándose todo lo que pudo a la pared. No quedaba mucho espacio para pasar. Enseguida notó que el rostro se le cubría de sudor y el aire se hacía cada vez más denso.
—No te asustes, mi vida. Saldremos de aquí…
Estaba a dos metros de Cody, solo dos metros. Si lograba alcanzarlo, intentarían salir por la ventana. A esa altura podían romperse una pierna, pero era eso o morir asfixiados o devorados por las llamas. Se tapó la cabeza y la boca con la cortina. El calor era insoportable, apenas conseguía respirar…
Cada centímetro que avanzaba, procurando que el fuego no prendiera su falda, se le antojaba un esfuerzo inhumano. Intentó tragar, pero se le había cerrado la garganta, ya fuera por el miedo, el humo o el nudo de lágrimas que se esforzaba en reprimir. Un poco más, solo unos pocos pasos más. Cuando llegó junto a su hijo lo abrazó con fuerza.
—¿Estás bien?
Cody asintió temblando contra su pecho, aferrado a ella con todas sus fuerzas.
—Tenemos que bajar por la ventana…
—Está muy alto.
—Lo conseguiremos, confía en mí.
Cody la miró con los ojos anegados en lágrimas y asintió.