El circo instaló su carpa roja y blanca fuera de Dodge City y esa misma tarde los vecinos de la ciudad, incluso los más escépticos, se vieron atraídos por las jaulas de animales salvajes, como un jaguar de ojos dorados o un león que meneaba la cola con aire indolente mientras miraba fijamente a los curiosos. Pero lo que causó sensación fue el gorila negro como la noche con el lomo plateado, cuyos ojos azabaches parecían escrutar los rostros de las personas que rodeaban su jaula con la misma curiosidad y asombro que un humano.
En una pequeña carpa, los niños podían admirar animales que nunca más verían, como monos diminutos que los cuidadores llamaban titíes. También había lemures de una remota isla llamada Madagascar, que causaron el gozo de los niños con su pelaje a rayas, parecido al de los presos de una cárcel. En un rincón, un pequeño poni falabella mordisqueaba heno y se dejaba acariciar, indiferente ante la admiración que despertaba.
Cody iba de una jaula a otra, con la boca tan abierta como sus ojos llenos de pasmo y admiración. Sam y Emily le seguían, disfrutando tanto como el niño de las rarezas que el circo había llevado a la ciudad. El personal de la compañía se paseaba entre los curiosos y explicaba a los niños cómo se llamaba cada animal y cuáles de ellos intervendrían en el espectáculo.
Pese a la presencia de tantos animales exóticos, lo que más llamó la atención de Sam fueron cuatro corceles blancos como la nieve que pastaban apartados de los demás. Él, que había crecido rodeado de equinos, supo admirar la delicada belleza de los caballos andaluces, con sus largas crines y las colas majestuosas, cuya soberbia estampa le recordó la belleza indómita de Demonio. Sintió una punzada de nostalgia al pensar en la vida que había perdido muchos años atrás. Si hubiese tenido una única oportunidad de soñar, se habría llevado a Emily y Cody a un estado soleado como Virginia o Kentucky y los tres se habrían instalado en un rancho no muy grande, donde criarían los mejores caballos de carreras. Los ricos industriales de las grandes ciudades se encaprichaban de esos caballos tan orgullosos y pagaban sumas indecentes para conseguir su último juguete. Así podría enseñar a Cody lo que era cuidar de un potrillo hasta convertirlo en un formidable animal, leal a su amo y orgulloso como cualquier príncipe. Pero eso era soñar y él llevaba más de una década sin dejarse llevar por los anhelos.
A su lado sintió la presencia de Emily. Le cogió la mano sin mirarlo mientras contemplaba fijamente los cuatro caballos níveos.
—Son preciosos, parecen salidos de un cuento de hadas —susurró ella—. Nunca había visto cuatro animales tan perfectos. ¿De qué raza son? Parecen diferentes a los mustangs de aquí.
—Son los antepasados de nuestros caballos. Estos cuatro son andaluces. Proceden de España, en Europa. Los primeros que vi pertenecían a Rafael Ortiz, un español afincado cerca de la frontera de México con Tejas. Los criaba en su hacienda. Mi padre le compró una pareja, el macho era gris moteado y la yegua era tan blanca como estos.
—Pues tiene razón —dijo una voz femenina detrás de ellos, con un acento oriundo de la lejana Irlanda.
La desconocida se acercó y su aspecto provocó un jadeo de asombro en Emily, porque llevaba unos pantalones ajustados de ante color crema y una blusa satinada que se pegaba a su torso como una segunda piel. La mujer, que se golpeaba con una fusta unas botas de caña alta que le llegaban hasta las rodillas, era muy llamativa, con una belleza tan inusual como descarada, de grandes ojos verdes, cabello pelirrojo y una boca generosa que, al sonreír, mostraba unos dientes blancos. La única nota discordante en esa boca perfecta era un colmillo que se superponía al incisivo, pero ese defecto no hacía más que añadir encanto a la mujer. Cuando llegó junto a ellos clavó la mirada en los animales. Estos parecieron percibir su presencia, porque dejaron de pastar y se acercaron a ella cabeceando y relinchando suavemente. Ella los arrulló como si se tratara de niños y les dio un puñado de avena que esperaba junto a la cerca.
—Son cuatro magníficos caballos andaluces que me traje de Europa. Son mi familia y los quiero tanto como si fueran mis hijos. —Sin dejar de acariciarlos, dirigió su mirada hacia Sam y el brillo de sus ojos dejó claro que sabían apreciar lo que estaban viendo—. ¿Y cómo sabe tanto un vaquero de caballos europeos?
—Mi padre criaba caballos y tuvo una pareja de andaluces.
La mujer asintió, tan sorprendida como satisfecha.
—¿Vais a asistir al espectáculo?
—Sí…
La mujer señaló un punto detrás de ella.
—¿Ese niño no iba con vosotros? No conviene que ande solo por aquí.
Emily se dio la vuelta al instante y vio que Cody se acercaba al elefante e intercambiaba unas palabras con el cuidador. Advirtió con horror que su hijo alargaba la mano para tocar la rugosa trompa, soltó un gritito de espanto y salió corriendo.
—Tu mujer no debe tener miedo de Saba, es bueno como un cordero. Además, Nikolay no dejaría que un niño se acercara a un animal peligroso.
Sam no la sacó de su error, porque le gustó que pensara que Emily era su mujer y Cody su hijo. El cuidador hablaba con los dos y tranquilizaba a la madre. El pequeño, mucho más atrevido, estiró la mano para acariciar la piel parda y apergaminada. Nadie ni nada borraría de su memoria esa tarde, y él tampoco la olvidaría. Admiró el pelo castaño de Emily iluminado por el sol de la tarde y sus ojos radiantes y traviesos mientras contemplaba a Cody, quien se reía por las cosquillas que le hacía el elefante con la trompa.
—Tienes una bonita familia —opinó la mujer, y se alejó despidiéndose de él con un gesto de la mano.
Una bonita familia… Era todo lo que quería.
Antes de dar un paso para reunirse con ellos, una voz lo frenó. Al darse la vuelta descubrió que Wyatt se acercaba a él con pasos tranquilos, aunque sus ojos vigilaban la muchedumbre sin perder un detalle. Cuando el marshall estuvo a su lado se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo.
—Esto no hará más que darme quebraderos de cabeza —masculló Wyatt—. Que me zurren si en algún momento llegué a pensar que el tren traería semejante disparate a Dodge City. Con un asesino suelto que parece haber desaparecido, no necesitaba un circo. Esta noche habrá animación y trabajo extra para mis chicos.
—¿No se sabe nada de Douglas?
—Nada. Mis hombres han estado patrullando las calles, pero es como si se lo hubiera tragado la tierra. ¿Cuándo os vais?
Sam esbozó una sonrisa ladeada.
—Tienes prisa por vernos desaparecer.
—Ya ves. En cuanto apareciste, mataron a un hombre. No tengo nada contra ti, Sam, pero la muerte parece seguir tus pasos.
Sam frunció el ceño.
—Douglas es peligroso y me temo que nos acechará por el camino cuando regresemos al rancho. Va a por Emily…
Wyatt echó una ojeada a Sam.
—Esa mujer es algo más que tu jefa, ¿no es así?
—Eso no es asunto tuyo.
—De acuerdo, lo he entendido. Pero, si no me equivoco, es una mujer casada. No te metas en más problemas. Es lo último que necesitas.
—Agradezco tu interés.
—De nada, para eso están los amigos. Si no nos vemos antes de tu partida, te deseo un buen viaje.
Wyatt se alejó, dejando a Sam meditabundo. Hizo de tripas corazón y se reunió con Emily y Cody, procurando disimular su preocupación tras una máscara.
No muy lejos, perdido entre el gentío, un hombre los observaba sin pestañear. El odio le impedía ser sensato y alejarse de Dodge City. Mientras no consiguiera su propósito, no perdería de vista a Emily. Habría sido más prudente adelantarse y esperarlos en el rancho, pero temía que ella cambiara de planes. ¿Y si decidía irse con ese Sam? Entonces la perdería. Y eso era impensable, porque, llegado el caso, prefería verla muerta antes que cederla a otro hombre.
Se fijó en el niño, que había perdido interés por el elefante y en ese momento corría hacia un cercado para admirar lo que parecían caballos atigrados en blanco y negro. Se quedó pensativo unos segundos. Emily haría lo que fuera por su hijo.
El espectáculo no defraudó a nadie. Con el colorido vestuario, las acrobacias más atrevidas y los animales desplegando sus habilidades, todo el público se dejó encandilar por la magia. Todos menos Sam, que prefería perderse en la mirada de Emily. Ella lo descubría todo con el candor de una niña, reía y aplaudía con cada pirueta, ahogaba gritos con las acrobacias y sonreía con aire soñador.
Al acabar el espectáculo, se formó un tapón en la salida de la carpa. Cody, excitado por todo lo que había visto, se impacientó y empezó a gesticular buscando un hueco por donde escabullirse. Quería volver a ver a los animales, sobre todo al elefante.
—No te alejes —le pidió Emily un tanto nerviosa, incapaz de mantenerlo quieto.
—Pero, mamá, mañana el circo se marchará de la ciudad y no volveré a ver a todos esos animales —se quejó el niño, haciendo un puchero.
—Hay mucha gente y podrías perderte —argumentó ella.
—Yo sé volver solo a casa de Lorelei —farfulló Cody, frustrado al ver que su madre le aferraba la muñeca.
Sam se colocó justo delante y fue abriendo paso con sus anchos hombros, haciendo de escudo frente a los que se interponían. La algarabía de gritos y risas hacía imposible mantener una conversación. Cogió la mano de Emily y esta apretó la de Cody. Toda esa gente empezaba a ponerla nerviosa. Sam lo entendió y se esforzó por salir cuanto antes.
En el interior de la carpa el aire estaba cargado por el olor de los animales, a sudor, a colonia barata y al aceite de las lámparas que colgaban de los postes de madera. Hubo unos cuantos empujones que la zarandearon. En un segundo Emily se dio cuenta de que ya no sostenía la mano de Cody y frunció el ceño, inquieta. Llamó a Sam para que no avanzara tan rápido. Echó un vistazo atrás, pero no le sirvió de nada: las cabezas de los demás le impedían ver a Cody. Llamó varias veces al pequeño, aunque fue en vano. No podía estar muy lejos, tal vez unos pasos atrás. Pero alguien podía empujarlo y tirarlo al suelo. El miedo empezó a hacer mella en ella.
Una vez fuera, la gente se fue esparciendo y por fin pudo tomar aire.
—Sam, he perdido a Cody.
Él buscó a su alrededor.
—No puede estar muy lejos.
Sin embargo el niño no aparecía y Emily estaba cada vez más inquieta.
—Creo que deberíamos buscarlo donde está el elefante. Antes ha dicho que quería verlo una última vez.
Sam se mostró indeciso. Lo más sensato era ir con ella, pero Cody podía estar aún dentro y, si salía y no los veía, se asustaría. Además, ganarían tiempo si uno se quedaba en la entrada al tiempo que el otro lo buscaba por la zona de los animales. Miró a su alrededor. Allí había mucha gente, muchos hombres que no dudarían en molestar a una mujer sola, mientras que junto a las jaulas se veían familias, mucho más tranquilas.
—Ve tú a ver si lo encuentras —le propuso a Emily—. Yo me quedaré aquí por si no ha salido aún.
Ella se alejó entre el gentío. Sam esperó sin perder de vista a todos los que salían. Vio a un niño que lloraba, pero cuando fue a él enseguida descubrió que no se trataba de Cody y, por suerte, una mujer se reunió con el pequeño para consolarlo. ¿Dónde estaba Cody? Buscó impaciente, escrutando el rostro de los más pequeños. La luz empezaba a menguar y cada vez le resultaba más difícil distinguir con claridad las caras. Cody seguía sin aparecer.
—¡Sam!
Truman se volvió al oír el grito. Cody corría hacia él, seguido de una mujer que sonreía. Era la domadora de caballos. Cuando el pequeño estuvo a menos de un metro, se lanzó a sus brazos. Sam no lo dudó: lo estrechó con fuerza y sintió el temblor de aquel cuerpecito.
—Me han empujado —balbucía Cody contra su cuello—, y me he soltado de la mano de mamá. Me he asustado mucho porque no os veía y creía que me iba a quedar solo. La gente no me dejaba pasar…
Hablaba atropelladamente, ciñendo los brazos en torno al cuello de Sam. Este lo abrazó más estrechamente, sin dejar de mirar a la mujer.
—Me lo he encontrado llorando ahí dentro. Lo he apartado de la entrada para evitarle unos cuantos empujones y lo he sacado por la salida de los artistas. Está bien, solo un poco asustado.
—Le agradezco que haya cuidado de Cody.
—De nada, ha sido un placer. Cuando le ha visto, se ha derrumbado, pero dentro se ha portado como todo un valiente.
Una vez más la mujer se alejó con un gesto de la mano perdiéndose entre las sombras cada vez más alargadas.
—¿Dónde está mamá? —quiso saber Cody, más tranquilo.
—Pensamos que podrías haber ido a ver el elefante, de modo que yo me he quedado aquí y ella ha ido a buscarte.
—¿Vamos a buscarla? —pidió con un puchero.
—Sí, ahora mismo.
La sonrisa del niño le llegó al alma y se la devolvió con creces. Ese pequeño era el fiel retrato de Emily y, cada vez que lo miraba, veía a la niña que tuvo que ser ella, un esbozo del pasado de la mujer que amaba. Le besó la frente y lo dejó en el suelo.
—Vamos, vaquero.