38

Al día siguiente Nube Gris respiraba profundamente frente a la casa de Lorelei. A su lado Edna lucía una sonrisa radiante. Tras la confesión de Joshua, el marshall Earp no dudó en poner en libertad al hasta entonces sospechoso y emitió una orden de busca y captura para dar caza a Douglas. Por desgracia, este parecía haberse esfumado.

—¡Qué bien huele la libertad! —gritó el indio alzando los brazos. Acto seguido abrazó a Edna y empezó a girar sosteniéndola en el aire, arrancando un grito de alegría a la joven.

En el porche Joshua los observaba con el ceño fruncido. Se mantenía al margen, sin saber si debía alegrarse por su hermana o por el contrario dejarse llevar por el impulso de alejarla del indio. Por más que intentara convencerse de que sus prejuicios estaban equivocados, no aceptaba que Nube Gris pudiera hacer feliz a Edna. ¿Qué pasaría cuando la sociedad diera la espalda a la pareja? No eran muchos los que aceptaban las uniones mixtas y los hijos que tuviesen serían siempre tachados de mestizos, aunque heredaran los ojos azules o el pelo rubio de la madre.

Su hermana le había dejado claro que se marcharía con Emily y se casaría con Nube Gris. Ahora Joshua estaba en una encrucijada, debatiéndose entre seguir a su hermana para velar por ella o emprender su propio camino. Edna era su única familia, a excepción de una tía a la que apenas conocía. Si se marchaba, ambos quedarían solos. La necesidad de cuidar de su hermana le indicaba que debía quedarse a su lado, pero ¿a qué precio? Se sobresaltó cuando notó la mano de Sam sobre el hombro.

—Alegra esa cara. Has hecho lo correcto.

—No me quedaré tranquilo hasta saber que Douglas está entre barrotes. Podría estar vigilando, escondido en algún lugar no muy lejos de aquí. Es un hombre peligroso, he visto su vena asesina. No vaciló en clavar el cuchillo en el vientre de ese hombre y creo que me habría matado si no hubiese ideado el plan de acusar a Nube Gris. Creo que lo habría hecho tarde o temprano…

Sam asintió en silencio, porque no encontraba argumentos que tranquilizaran su propia inquietud. Mientras Douglas permaneciera en libertad, sería una amenaza para Emily y su hijo. No había errado al desconfiar de él y las sospechas acerca de su interés por Emily se habían confirmadas. Llevaba un día intentando imaginar qué podía estar pensando un hombre acorralado; no permanecería en la ciudad, donde los hombres de Wyatt le buscaban. Se alejaría lo suficiente para estar seguro, pero sin perder de vista la salida de Dodge City. De regreso al rancho, habría muchas oportunidades de salir de la sombra y vengarse.

Buscó a su alrededor hasta encontrarse con la mirada sonriente de Emily. A su lado Cody jugaba con los perros, que saltaban y ladraban, contribuyendo a la alegría por el regreso de Nube Gris. Ella estaría en peligro, mientras fuera el principal objetivo de Douglas. En un viaje habría momentos en los que no podría tenerla vigilada, y después en el rancho, Douglas también podría esconderse esperando una oportunidad para llevársela, herirla o matarla. Aquel pensamiento le heló la sangre en las venas.

—¿Vas a regresar con ellos al rancho? —quiso saber Joshua.

—Sí, y me quedaré hasta que pase el peligro. ¿Y tú?

Joshua metió las manos en los bolsillos de sus pantalones sin saber qué contestar. Su deber era acompañar a su hermana hasta que el peligro hubiese desaparecido, pero en ese caso siempre tendría un motivo para quedarse, porque la muerte de sus padres le había enseñado que la vida podía dar un vuelco en cualquier momento.

—No lo sé. Había pensado irme a casa de mi tía y tratar de buscar trabajo allí, en alguna oficina. Sé leer, escribir y llevar las cuentas y se me da bien enseñar. Podría ser maestro en una escuela.

—No te gusta el campo.

—No, no soy un hombre de campo.

Sam estuvo a punto de admitir que él sí era un hombre de campo, le gustaba vivir según las pautas de la naturaleza, marcadas por las estaciones, el día y la noche, las lluvias y la sequía. Se mordió la lengua. No se permitiría albergar un sueño imposible.

—Te queda poco para decidirte, nos marchamos dentro de dos días.

Dejó al chico cavilando su decisión y se reunió con Emily. Quería abrazarla delante de todo el mundo, quería dejar su impronta en ella para que cualquier hombre que se acercara supiera que él era el afortunado, pero se controló.

—Tenemos que ir a la oficina de Wyatt —le recordó Emily—. Quiero volver al rancho con algún documento oficial que explique la muerte del sobrino de Crawford. No le daré una excusa para que nos inculpe por lo que ha hecho Douglas.

Sam asintió.

—Te acompaño.

Emily se dio la vuelta y llamó a Cody. Este se acercó al momento, jadeando como los perros que le seguían.

Los tres echaron a andar por la acerca techada de la calle. El pequeño se colocó entre los dos y se agarró a sus manos. Aquel gesto no pasó desapercibido a Sam. Casi parecían una familia dando un paseo; casi, porque él sabía que nunca serían suyos. Ese recuerdo le provocó un pinchazo profundo en el pecho, más doloroso que cualquier herida. Todo acabaría mucho antes de lo que él desearía. Intercambió una mirada afligida con Emily y, sin palabras, se dijeron cuánto les costaba llegar al final de su viaje. Los dos eran conscientes de la inminencia de la despedida.

—¡Mirad allí!

Ajeno al desconsuelo de la pareja, Cody señaló un desfile de caballos engalanados con elegantes y vistosos penachos de plumas blancas y arreos tachonados de pedrería que refulgían al sol. Los jinetes, vestidos con tanto oropel como sus monturas, saludaban a los vecinos de Dodge City, que se paraban, atónitos, para admirar el espectáculo. Entre el gentío aparecieron unos hombres ataviados con trajes de colores chillones y la tez pintada de blanco, con los ojos exageradamente maquillados y una boca sonriente que les llegaba de oreja a oreja. Detrás de los caballos, una joven hacía saltar unos perritos en torno a ella a la vez que uno, pequeño y blanco como la leche, zigzagueaba entre sus piernas, atrevidamente descubiertas hasta las pantorrillas, a cada paso que daba. A continuación un murmullo de admiración e inquietud se elevó en la calle abarrotada de curiosos: un enorme paquidermo avanzaba lentamente, llevando sobre la cabeza a otra joven ligera de ropa, que saludaba a todos los presentes con una mano en alto. Junto al animal, un hombre vestido de negro de los pies a la cabeza sostenía una larga vara rematada con un pincho, con la que guiaba al elefante si este se desviaba un centímetro de su recorrido.

Asombrado por el espectáculo, Cody se puso de puntillas para no perderse ni un solo detalle.

—¿Quiénes son? —preguntó tirando de la mano de Sam.

—Un circo. No son muy frecuentes en el Oeste, pero en la Costa Este los hay muy grandes, con espectáculos que han atraído a los más diestros acróbatas del país.

—¿Tú has visto alguno de esos circos? —quiso saber Cody, con la mirada colmada de ilusión.

—Sí, una vez vi el circo Bailey. Me impresionó el espectáculo en el que salía la lámpara incandescente. Es como una burbuja de cristal que genera luz como por arte de magia.

Los ojos de Cody bien podrían haber sido una de esas lámparas incandescentes que Sam había visto en aquel circo un año antes. Brillaban tanto que podrían haber iluminado una noche oscura. Uno de los payasos pasó junto a ellos y, con una reverencia exagerada, entregó una flor a Emily.

—Esta noche, señora, los esperamos a todos en el circo de los hermanos Fontana. La primera sesión empezará a las seis y la segunda a las ocho…

Y se alejó brincando entre la multitud, que lo contemplaba con curiosidad y una sonrisa en los labios.

Cody apenas si cabía en sí de gozo mientras saltaba sobre las puntas de los pies para echar otro vistazo al payaso.

—Mamá, mamá… ¿Iremos a ver el circo?

Emily se disponía a contestar a su hijo que era un despilfarro cuando Sam se le adelantó.

—Claro, podemos ir a las seis.

—Sam —empezó ella—, no podemos…

—Cody no tendrá muchas oportunidades de ver un espectáculo tan sorprendente. Me quedan unos cuantos dólares para las entradas.

—No puedo permitir que te gastes el poco dinero que tienes en algo tan fútil —protestó Emily.

—Pues a mí no se me ocurre una utilización mejor —argumentó Sam—. Y no admitiré más objeciones.

Después de contener la respiración mientras oía las protestas de su madre, Cody rompió a reír.

—¡Gracias, Sam!

Echaron a andar, dejando atrás el desfile del circo.

—Sigo pensando que es una locura malgastar el dinero de esa manera —rezongó Emily. Pese a sus palabras, ella también sonreía como su hijo.

Sam se felicitó de poder regalarles un recuerdo que ni ella ni el pequeño olvidarían nunca.