36

Fuera de la oficina, todavía atribulada por dejar a su amigo en la celda, Emily se acercó a su yegua. Buscó a su alrededor la alta figura de Sam, pero no lo halló por ninguna parte. Se centró en acariciar el cuello del animal, que empezó a darle suaves empujones buscando alguna golosina. Ella sonrió y se sacó del bolsillo un trozo de pan. Con delicadeza, el caballo se lo llevó a la boca y empezó a masticar. Ensimismada en sus pensamientos, no oyó los pasos que se acercaban hasta que notó una presencia a sus espaldas.

—¿Una visita al asesino?

Emily, ofuscada al reconocer la voz de Douglas, se dio la vuelta lentamente para encararse con él.

—Nube Gris no es un asesino —espetó fríamente.

El hombre emitió una risa desagradable que crispó a Emily. De buena gana lo habría abofeteado para borrarle de la cara esa expresión socarrona.

—Creí que habías abandonado la ciudad después de recibir lo que te debía.

—Pues sí, estaba a punto de irme cuando vi que el indio se dirigía a la cárcel, esposado y escoltado por el marshall y sus hombres. Como comprenderás, no podía perderme semejante espectáculo.

La rabia burbujeaba en las venas de Emily. Douglas nunca le había gustado, pero tenerle delante de ella tan pagado de sí mismo la desquiciaba. Deseaba perderlo de vista cuanto antes.

—Si estás esperando para ver cómo lo condenan, estás perdiendo el tiempo.

Douglas se acercó un poco más, hasta invadir el espacio de Emily. Disfrutaba aprovechándose de su estatura. Quería intimidarla, verla agachar la cabeza, como había hecho en el pasado.

—Has elegido mal a tus amigos. Un indio y un pistolero no son lo que necesitas. Yo cuidaría de ti. —Cuando ella dio un paso atrás, él cogió la punta de la trenza, que descansaba sobre el hombro—. ¿No creerás que Sam se quedará a tu lado? Te dejará plantada en cuanto le surja algo mejor. ¿Entonces qué harás? Sabes que una mujer no puede llevar un rancho y esa estúpida idea de sembrar trigo no te creará más que problemas en cuanto Crawford se entere.

Emily le arrebató la trenza de la manaza. La repugnaba que la tocara, aunque solo fuera la punta de la trenza.

—No necesito tus consejos.

Se acercó otra vez, arrinconándola contra el flanco del caballo.

—Has dejado que ese estúpido indio te meta una sarta de estupideces en la cabeza y el pistolero te ha hecho creer que puedes con todo. Admítelo, Emily, sabes que necesitas a alguien como yo. Eres una mujer débil, siempre lo has sido.

Emily llegó al límite de su paciencia y le propinó un empujón, aunque no logró moverle ni un milímetro, lo que provocó una nueva carcajada del vaquero.

—¿Lo ves? Tú sola eres incapaz de protegerte, y lo mismo ocurrirá cuando Sam se largue, porque el indio acabará colgado de una soga. ¿Qué te quedará entonces? Un niño y un cojo. Piensa un poco, Crawford se te echará encima. Ten presente que no olvidará que tu indio mató a su sobrino.

A pesar de la furia, Emily se vio fugazmente asaltada por la duda. No tenían aún la prueba de la inocencia de Nube Gris y sabía con certeza que Sam se marcharía. Pese a ello, no permitió que sus temores salieran a la luz. Antes se cortaría la lengua que admitir sus temores frente a Douglas.

—Déjame. No te necesito y, aunque fueras el último hombre de la tierra, nunca recurriría a ti.

—¿Va todo bien?

Al oír la voz de Sam, Emily soltó un suspiro de alivio. Miró a los ojos del vaquero y sin pestañear se dirigió a Sam:

—Todo está bien. Douglas se estaba despidiendo.

El aludido apretó los puños y se dio la vuelta despacio hasta quedar cara a cara con Sam. Como siempre, el pistolero parecía tranquilo, aunque mantenía las manos cerca de las culatas, listo para desenfundar. Provocarlo abiertamente era un suicidio, porque todo en él advertía del peligro que suponía. Douglas se obligó a sonreír, aunque aquel gesto le retorció las entrañas de puro odio. Truman le estaba robando a Emily y esa realidad lo carcomía.

—Creo que me quedaré hasta que ahorquen al indio.

Los ojos fríos de Sam se entornaron ligeramente.

—Estás muy seguro de ello.

—Es culpable, ¿no? ¿Qué se puede esperar de un indio?

Sam dio un paso adelante y durante unos segundos estudió el rostro crispado de Emily. Douglas la había acosado, abusando de su estatura para acorralarla, y solo por eso se moría por romperle la nariz. El deseo era tal que le hormigueaban las manos. Se obligó a relajarse, al menos de momento.

—No vuelvas a acercarte a Emily —ordenó a Douglas sin pestañear.

Asustada, Emily se clavó las uñas en las palmas de las manos, porque el vaquero estaba apurando la paciencia de Sam y este se mostraba cada vez más hermético, como si presintiera un peligro en su oponente.

La puerta de la oficina del marshall se abrió y Wyatt apareció con una aparente tranquilidad que su mirada rebatía.

—¿Algún problema, Truman?

—Ninguno —aseguró Sam sin perder de vista a Douglas.

El instinto aconsejó a este alejarse cuanto antes de allí. Atacar de frente nunca había sido su fuerte. Solo tenía que esperar una oportunidad y conseguiría lo que quería. Se despidió con un gesto supuestamente desenfadado y se alejó con una última mirada a Emily.

Ella se negó a encogerse ante los ojos furibundos y se acercó a Sam.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí, muy bien.

Sam le colocó un mechón de cabello detrás de la oreja. Se había retrasado en la armería porque el dependiente no encontraba la munición que necesitaba, y tuvo que esperar a que llegara el dueño para conseguir lo que había ido a comprar. No debería haberla dejado sola, Emily era un blanco fácil para cualquier hombre y Douglas representaba el mayor peligro. No tenía pruebas, pero lo cierto era que el vaquero la miraba de una forma que le inspiraba desconfianza.

—¿Has podido ver a Nube Gris? —preguntó al tiempo que ataba un paquete envuelto en papel de estraza a la silla de montar de Emily.

—Sí, y está muy abatido. Sam, tenemos que sacarlo de ahí.

La ayudó a subir a su caballo y lanzó una mirada a Wyatt, que los observaba con interés.

—Ya nos veremos.

El marshall se despidió con un gesto de la mano y los siguió con la mirada hasta que la pareja se perdió de vista. Por la complicidad que acababa de ver, la señora Truman no era únicamente una jefa; la actitud de Sam delataba un fuerte instinto de protección hacia la mujer. Wyatt negó con la cabeza y se metió en la oficina preguntándose si el pistolero sabía lo que se hacía.

Aguardaron a Jessy más de lo esperado y Emily empezó a pensar que la joven no se presentaría. La desesperación se adueñó de ella, el recuerdo de Nube Gris en la celda la atormentaba. Su amigo no aguantaría mucho tiempo encerrado entre cuatro paredes, necesitaba los espacios abiertos tanto como el aire que respiraba. En ese lugar viciado se vendría abajo, si no le ahorcaban antes.

Cuando Sam le propinó un suave codazo, dio un respingo y aguzó la vista en el sombrío callejón. La delgada figura de Jessy se acercaba envuelta en un chal de lana parduzca. El aspecto de la joven era tan demacrado como Emily la recordaba.

—He averiguado dónde vive Delilah y su vecina me ha dicho que desde ayer no ha salido —expuso la joven sin molestarse en saludar. No añadió nada más y echó a andar, dando por sentado que ellos la seguirían.

Y así lo hicieron. Emily se aferraba a las riendas de su yegua, tan nerviosa que le temblaban las rodillas. Todas sus esperanzas estaban puestas en Joshua; el chico había mentido y, aunque no conseguía adivinar por qué lo había hecho, estaba segura de que, si daban con él, podrían convencerlo de que confesara el motivo de la mentira.

Salieron de la ciudad, hasta un grupo de casas construidas con ladrillos de adobe, cuyos tejados de toscos tablones de madera apenas ofrecían protección contra la lluvia o el viento. El aspecto era deprimente, sin un atisbo de verdor. Un patético huerto dejaba a la vista unas marchitas patateras. La tierra estaba tan seca que a cada paso se levantaba una nubecilla de polvo que se colaba por la nariz. Una anciana, sentada sobre una desvencijada silla, los observó con los ojillos entrecerrados y el ceño fruncido. Sus manos artríticas dejaron de desollar un conejo que colgaba flácido entre sus piernas. Cuando entendió adónde se dirigían, dejó en un cesto el cuerpo escuálido de lo que sería su comida y se puso en pie.

—Os advierto de que a estas horas Delilah no suele recibir a las visitas con los brazos abiertos. —La anciana soltó una risotada—. Para ella es demasiado temprano. La muy perra me debe el alquiler y voy a quedarme aquí. Esta vez no se hará la loca sin abrirme la puerta.

Sam hizo caso omiso y aporreó la puerta, que amenazaba con venirse abajo. En el interior no se oyó nada. Sam volvió a golpear la madera, cuya pintura resquebrajada le daba un aspecto de piel escamosa. De repente la hoja se abrió dejando a la vista a una mujer escasamente cubierta por una bata descolorida. Lo que habría sido un moño alto le colgaba a un lado de la cabeza y al abrir la boca dejó a la vista unos dientes torcidos. Al avistar a Sam, los ojos enrojecidos y legañosos se le abrieron de repente y una sonrisa remplazó la mueca de disgusto por haber sido molestada.

—¿Qué puedo hacer por ti, cariño? —preguntó con zalamería empalagosa.

—Busco a un chico, un joven de aproximadamente veinte años, rubio, con los ojos azules. Habla con acento del Este. Ayer alguien le vio cuando se marchaba con usted del Dakota Saloon.

La mujer arqueó las cejas y sus ojos suspicaces estudiaron al desconocido al comprender que no la buscaba a ella.

—No sé de quién me estás hablando.

Jessy se colocó detrás de Emily y agachó la cabeza.

—Está mintiendo —susurró—. La vi salir con un chico como el que describe tu hombre.

Pero fue la anciana la que se adelantó hasta colocarse junto a Sam, sin molestarse en disimular su interés por fisgonear.

—Ayer llegaste con un chico que se parecía mucho al que ha descrito este señor.

Delilah la fulminó con la mirada al tiempo que se cerraba el escote de la bata, aquejada de repente por un acceso de pudor.

—Aquí dentro no hay nadie, estoy sola.

La anciana soltó un bufido.

—¿Ya lo has desplumado?

—Eso no es asunto tuyo, vieja metomentodo.

—Pues claro que es asunto mío. Quiero saber si lo has desplumado porque me debes una semana de alquiler.

Sam echó un vistazo al interior oscuro. Los postigos de madera apenas dejaban entrar luz y el ambiente estaba tan cargado de alcohol que con solo encender una cerilla la cabaña habría saltado por los aires. Escudriñó sin prestar atención a las dos mujeres que se lanzaban insultos. Sus ojos recorrieron la estancia hasta donde le permitía Delilah y con eso le bastó para distinguir un pie que colgaba de la cama deshecha. Sorteó el cuerpo que bloqueaba la entrada, apartando las manos que intentaban sujetarlo. No le costó mucho, porque la anciana también entró y empezó a hurgar en lo que debería haber sido un hogar para cocinar.

—No has limpiado esto desde que te alquilé la casa —rezongó la anciana—. Hay tanta mugre que ni las ratas se quedarían aquí.

Sin saber muy bien hacia quién dirigir su indignación, Delilah finalmente se centró en la vieja casera, que se encontraba demasiado cerca de la tabla medio suelta del suelo donde escondía su dinero, lo único que podía sacarla del infierno de Dodge City.

Sam no tardó en salir de dudas: el joven que dormía en un estado de inconsciencia no era otro que Joshua. Boca arriba sobre una cama que apestaba a whisky barato y otras cosas que no quería identificar, el joven resoplaba vestido únicamente con unos calzones. Sam buscó la ropa, sin querer tocar nada más de la estancia. Registró los bolsillos y, como era de esperar, los encontró vacíos. Se acercó a la cama y, decidido a salir de allí cuanto antes, obligó a Joshua a sentarse y se lo echó al hombro. El olor agrio a sudor, alcohol y orina lo golpeó como un mazazo en cuanto lo alzó. Apretó los labios y salió desoyendo los gritos de indignación de Delilah, quien se desgañitaba asegurando que el chico le debía la noche que había pasado en su casa.

—Ahí te dejo su ropa. Véndela, seguro que te dará para saldar la deuda —señaló Sam, negándose a mirar a Delilah, cuya bata se había abierto y dejaba a la vista un cuerpo flácido y paliducho.

Nada más salir tomó aire hasta que el olor nauseabundo se disipó y se encaminó hacia donde Emily y Jessy aguardaban. Con la ayuda de las dos mujeres, colocó a Joshua sobre Rufián y se subió detrás para sostenerlo. A sus espaldas, la anciana y Delilah se peleaban por la chaqueta de Joshua.

—Vámonos de aquí cuanto antes.

Emily echó un vistazo al rostro de Joshua. Tenía la piel cerúlea y unas profundas ojeras violáceas le circundaban los ojos cerrados. El joven gimió, incapaz de mantenerse erguido o de evitar que la cabeza se le balanceara. Los sentimientos de Emily eran un marasmo de contradicciones. Por un lado se apiadaba del estado de Joshua, por otro el resentimiento y la ira pugnaban por salir y ardía en deseos de abofetear ese rostro flácido.

—Yo ya he cumplido —musitó Jessy mientras se envolvía un poco más en su chal raído—. Me voy…

Emily reaccionó al momento y la sujetó por la muñeca, que le pareció tan frágil como la de una niña.

—¿Tienes trabajo?

La chica negó lentamente. Sus ojos parecían inexpresivos, aunque espiaban disimuladamente a Delilah mientras esta intentaba evitar que la vieja se llevara también los pantalones y las botas del joven. Tarde o temprano la mujer se percataría de su presencia y acabaría descargando su furia sobre ella.

—¿Conoces a Lorelei Brigg? Tiene una casa en la zona norte de la ciudad y necesita a una joven que la ayude con las tareas del hogar. Tendrías cama y comida, el sueldo es negociable. No tendrías que volver a…, a… —Las palabras se atascaron en la garganta de Emily—. Bueno, dormirías sola y nadie te molestaría.

Jessy, pareció sopesar las palabras de Emily al tiempo que se mordía el labio inferior, como si le costara creer que no hubiese trampa en la oferta de trabajo que le estaban planteando. Sam se impacientó.

—Jessy, no hay timos. Puedes venir con nosotros y hablar con Lorelei. Te aseguro que, en cuanto la conozcas, comprenderás que en ningún lugar podrías estar más segura que en su casa.

Emily sonrió a la joven y se subió con agilidad a su montura. Acto seguido le tendió una mano.

—Ven conmigo, mi yegua puede con las dos.