34

Un beso en la comisura de los labios la despertó a primera hora de la mañana. Emily abrió los parpados lentamente con una sonrisa. Lo primero que vio fue el rostro de Sam muy cerca del suyo. Para su sorpresa ya estaba vestido y afeitado. Se sintió como una descarada perezosa, todavía en la cama desnuda bajo la sábana. Pero no le sorprendía que Sam ejerciera ese efecto en ella, porque si la primera noche había sido apasionada, la segunda que pasaron juntos fue toda una revelación. Jamás habría imaginado que el acto íntimo entre un hombre y una mujer pudiera tener tantas vertientes, como la risa, el abandono más absoluto, la provocación sin pudor o la entrega sin condición. No habían dormido más de cinco horas entre caricias y confesiones susurradas a oscuras, pero en ese momento no se sentía agotada. Por el contrario, una energía desconocida bullía en su interior.

Un suave aroma a café le llegó hasta la nariz. Envolvió los brazos en torno al cuello de Sam y le susurró al oído:

—Te doy mi cuerpo si me subes una taza de café.

La respuesta fue la risa profunda de Sam, que la abrazó aprisionándola con la sábana.

—Creo que tu oferta me llega tarde, pero como soy un buen hombre… —alargó una mano y acercó una taza humeante a la nariz de Emily—, aquí te traigo café y esto… —Volvió a extender el brazo hacia la mesilla y cogió un panecillo relleno de nata. Se lo colocó bajo la nariz y se rio al ver que Emily se relamía—. Me he jugado el pellejo por robar esto. Mickaela es muy peligrosa con un cuchillo en la mano.

Ella se lo arrebató y le dio un enorme bocado, sin importarle que se le mancharan los labios de nata. Masticó con fruición y emitió un gemido de placer que arrancó un gruñido a Sam. Dejó de masticar, con los carrillos abultados por el bocado, y arqueó las cejas en una muda pregunta.

—No hagas esos ruiditos en la cama —la informó Sam.

Las cejas de Emily subieron unos milímetros más y reanudó su festín. Al beber un trago de café, fuerte y muy dulce, un nuevo gemido se le escapó. Era decadente comer en la cama, desnuda, con el hombre al que amaba devorándola con los ojos.

Ese segundo gemido pudo con la contención de Sam, quien le quitó de las manos la taza y el resto del bollo, desoyendo las protestas, y se le echó encima para besarla con deleite. Hizo desaparecer el filo de nata que delineaba los labios y finalmente su lengua la provocó hasta que los gemidos de satisfacción inundaron la habitación. Cuando volvieron a respirar con normalidad, Sam alzó el rostro, que había escondido en el hueco del cuello de Emily, y la contempló embelesado. Ella tenía aún los ojos cerrados y esbozaba una sonrisa misteriosa, como si poseyera toda la sabiduría de una mujer enamorada.

¿Qué haría sin ella cuando se marchara? Volvería a ser una piedra rodando por los caminos y jamás recuperaría su identidad, porque dejaría junto a Emily su corazón y su alma. ¿Podría vivir sintiéndose tan vacío? Por culpa de ese malnacido de Gregory no le quedaría más remedio que hacerlo. Desde hacía dos días barajaba la posibilidad de recorrer Oregón y buscarlo. Un único disparo acabaría con la barrera que se interponía entre Emily y él. Entonces podrían casarse y vivir felices. No, nunca serían del todo felices si la muerte de Gregory manchaba con sangre su unión. ¿Cómo miraría a los ojos a Cody sabiendo que había matado a su padre, por muy ruin que fuera este?

La besó en la punta de la nariz, derritiéndose de amor por ella. Tanto la quería que sus huesos se convertían en gelatina cuando la abrazaba, cuando hacían el amor, cuando la veía florecer como mujer. Y no solo la amaba, también la admiraba, porque aunque Emily no se percatara de su cambio, ya no quedaba nada de la mujer asustadiza a la que había conocido en el almacén de los Schmidt. Por fin Emily era lo que debería haber sido toda la vida: fuerte y valiente, como un pequeño guerrero con un corazón de oro.

Tal vez a su lado él también habría llegado a ser un buen hombre, digno de compartir toda una vida con ella. Pero no lo era, la prueba era ese deseo de buscar a Gregory y matarlo. Lo más sensato era marcharse en cuanto se asegurara de que Crawford no le creaba problemas. Después… Después se moriría un poco cada día que pasara lejos de ella.

—¿En qué piensas? —preguntó Emily, acariciándole la mejilla.

—En ti y en lo mucho que te quiero. En lo orgulloso que estoy de ti.

Las mejillas de Emily se ruborizaron de satisfacción, pero el recuerdo de que pronto lo perdería ensombreció su felicidad. No rogaría, ya no. No servía de nada, sabía que Sam había tomado su decisión. Tal vez con el tiempo recapacitara y cambiara de opinión con respecto a su intención de irse del rancho. Lo único que le quedaba era volverle loco de amor hasta que olvidara sus intenciones. De modo que no pidió nada, sencillamente sonrió y le devolvió el beso en la punta de la nariz.

—Por tu culpa voy a convertirme en una mujer presumida.

Sam le pasó un dedo por una ceja y bajó hasta el lóbulo, que acarició entre el índice y el pulgar, disfrutando de la delicadeza de su pálida piel.

—No, tú no harías algo tan estúpido, eres demasiado lista para eso.

Sus ojos se encontraron hablando en silencio de todo lo que no se decían. La voz de Cody, que bajaba a trompicones por las escaleras, los sacó de su contemplación.

—Será mejor que te vistas —dijo Sam—. Lorelei ya ha preparado una cesta para Nube Gris.

La burbuja de felicidad estalló al instante. Emily se sentó y se peinó con los dedos.

—¿Crees que Jessy nos dirá algo?

Sam se subió los pantalones y se metió los faldones de la camisa.

—No perdemos nada por ir a su encuentro, pero es mejor que no nos hagamos muchas ilusiones. Incluso si nos dice dónde vive esa tal Delilah, podría estar equivocada y tratarse de otro chico.

—Entonces tendríamos que seguir buscando, y no disponemos de tanto tiempo. Mañana llega el juez y no creo que tarde mucho en dictar sentencia.

Emily se estremeció. Se puso en pie y fue al aguamanil, donde echó agua sin importarle que estuviese fría. Se lavó el rostro sin reparar en su desnudez, pues con Sam se sentía libre de todo pudor. Sin embargo se sobresaltó cuando recibió una palmada en el trasero.

—Una desvergonzada, eso es lo que eres —sentenció Sam con un brillo pícaro en los ojos pálidos—. Vístete o acabarás otra vez en la cama.

Salió echando una mirada por encima del hombro. Emily le tiró la toalla, pero esta se estrelló contra la puerta, que ya se cerraba a espaldas de Sam.

En la cocina, Cody estaba engullendo un bollo relleno de nata tras otro sin apenas respirar. Cuando vio a su madre, el rostro se le puso serio y se limpió las comisuras de los labios con la manga de la camisa.

—Mamá, hoy encontraréis a Joshua, ¿verdad? Nube Gris volverá a casa, ¿verdad?

Emily esbozó una sonrisa que no le llegó a los ojos. Se sentó junto a su hijo, le limpió con una servilleta los restos de nata y lo abrazó.

—Eso espero —afirmó, rezando para que fuera cierto. No quería hacer promesas que no se cumplirían si no encontraban a Joshua.

Edna apareció en el umbral. Los párpados hinchados delataban que había pasado la noche llorando. Se sentó en silencio y se sirvió una taza de café. Era lo único que ingería y, si seguía así, enfermaría.

—Esta mañana iré a la cárcel a llevar comida a Nube Gris —informó Emily a la joven—. ¿Quieres que le transmita algún mensaje?

Edna se encogió de hombros, agotada por el llanto y el desánimo.

—Intenta convencerle de que me deje visitarle —susurró sin mirarla. Bebió un trago y se le escapó un nuevo sollozo—. Lo siento, pero no puedo parar. No dejo de pensar que podrían…, podrían…

Emily no la dejó seguir, sobre todo pensando en Cody. La cogió de los hombros y la sacudió.

—¡No! No quiero que hables así, ¿me oyes? Haremos todo lo que esté en nuestras manos para sacarlo de ahí, ¿entendido?

Edna asintió sorbiendo por la nariz y, avergonzada, echó una mirada al niño, que las observaba con la barbilla temblorosa.

—Claro que sí —aseguró la joven en un triste intento de animar al pequeño—. Muy pronto iremos los tres a pescar, ¿verdad, Cody? Ya no me da asco poner las lombrices en los anzuelos. Pescaremos las truchas más grandes que jamás se han pescado en este estado.

Cody asintió, no muy convencido por el discurso de Edna. Se guardó las dudas para sí mismo y pensó que acudiría a Kirk, que no le hablaba como si fuera un niño. El anciano siempre le explicaba las cosas y esa vez le diría sin tapujos si Nube Gris se salvaría.

Lorelei entró con los brazos cargados de ropa para lavar y la dejó caer en el suelo embaldosado de la cocina con un suspiro de fastidio.

—Odio hacer la colada, pero ayer la hizo Daphne y anteayer fue Mickaela. Así que hoy me toca a mí.

Emily se avergonzó, porque desde que habían llegado, no había ayudado mucho en las tareas de la casa.

—Si quieres, me ocuparé yo de eso en cuanto vuelva de hablar con Jessy.

Lorelei frunció el ceño. La noche anterior Emily le había contado lo sucedido en el Dakota.

—¿Crees que esa chica quiere cambiar de vida? —preguntó a Emily.

Esta asintió con vehemencia al recordar el rostro asustado de la chica.

—Por lo que entendí, no lleva mucho trabajando en ese saloon, tal vez menos de un mes —añadió esperanzada al ver el gesto especulativo de Lorelei.

Sam entró con las cartucheras ya colgando de las caderas y sosteniendo en la mano el arma de Emily.

—Ya tengo los caballos ensillados.

Lorelei chasqueó la lengua.

—Bien, pues aquí tenéis la cesta para Nube Gris. Si veis a esa chica, decidle que si no le asusta el trabajo, aquí tiene un sitio donde quedarse. Dejadle bien claro que en esta casa nadie sirve a nadie, que tendrá que hacer la colada, barrer y fregar, cocinar y arrancar las malas hierbas del jardín. Habrá de ganarse cada bocado que se lleve a la boca, pero tendrá una cama limpia, un sueldo decente y nadie que la moleste.

La mujer acabó su discurso con los brazos en jarras y una expresión falsamente severa en el rostro. Las comisuras de sus labios la delataban, porque Emily sabía hasta qué punto Lorelei se compadeció de Jessy cuando le contó su experiencia en el Dakota Saloon.

Se puso en pie y la abrazó.

—Gracias…

Lorelei le devolvió el abrazo unos segundos y enseguida se deshizo de Emily con aspavientos.

—Ya está bien de tanta sensiblería. Bueno, pues te tomo la palabra y te dejo la mitad de la colada, así me dará tiempo a zurcir unos calcetines. De paso, quiero que compréis manteca de cerdo y harina de maíz en el almacén. También necesito un buen trozo de panceta para el desayuno de mañana. Dile a Ralph que es para mí, de manera que nada de triquiñuelas con la báscula.

Cuando salieron, Sam negó con la cabeza al tiempo que decía:

—Esta Lorelei nunca admitirá que tiene el corazón más grande que existe en Kansas.