33

La búsqueda de Joshua fue un cúmulo de esperanzas frustradas. Al atardecer, Emily pensaba que había sido una ingenua al imaginar que descubrirían la verdad. Joshua parecía haberse esfumado de la ciudad. No tenía caballo en condiciones ni dinero para pagar un billete de tren, lo que hacía difícil que se hubiese marchado. Entonces, ¿dónde se había metido?

La imagen de Nube Gris encerrado entre cuatro paredes la atormentaba. Era consciente de que su amigo se sentiría como un animal acorralado en una trampa, incapaz de demostrar su inocencia, a merced de lo que los demás pudieran hacer por él. Entendía su afán por proteger a Edna de las habladurías, pero con su actitud no hacía más que herir a la muchacha, que apenas salía de su habitación y se negaba a comer.

Cody y Kirk fueron a por los perros y los dejaron atados con un cabo largo en el jardín trasero de Lorelei. A su regreso, se sentaron a la mesa de la cocina sin abrir la boca. El sentimiento de incertidumbre los acorralaba a todos. La comida fue silenciosa y todos se separaron con las caras largas. Emily dejó a Cody con Lorelei y las chicas para poder recorrer las calles de Dodge City, desoyendo las advertencias de Sam. Al final este acabó cediendo, no sin antes obligarla a ir armada.

Parada frente al enésimo saloon, Emily se vio frenada por la mano grande y firme de Sam.

—En este no entres conmigo.

—¿Por qué? —inquirió, cansada y frustrada.

La sujetó por los hombros sin dejar de mirarla a los ojos. Descubrió que los tenía apagados y su piel, habitualmente tersa, se veía tirante por el cansancio. Si no hubiese sido tan tozuda, la habría dejado con Lorelei, pero Emily se negó y salió como un vendaval, haciendo oídos sordos a cualquier argumento.

—El Dakota Saloon es de lo peor que hay.

Se sentía enojada e inútil, pero entendía la preocupación de Sam. En un día había visto más de lo que ni siquiera habría imaginado en toda una vida en el rancho. En algunos saloons el ambiente no resultó más escandaloso que en cualquier otro local de una ciudad, pero en otros fue testigo de las pésimas condiciones en las que las mujeres se prostituían. Dio un paso adelante y dejó que la frente se apoyara contra el pecho de Sam; de no ser por él, no habría sabido ni por dónde empezar.

—Está bien, me quedaré en la puerta.

Los labios de Sam esbozaron una sonrisa contra el pelo de Emily. Odiaba verla tan tensa, preocupada por el futuro de su amigo, y entendía su desesperación, pero le enorgullecía ver que su pequeña guerrera no cedía ante el cansancio y el fracaso.

—Ten a mano el arma —le aconsejó—, e intenta pasar desapercibida.

Emily alzó el rostro. Si no hubiesen estado en plena calle, se habría colgado de su cuello y le habría pedido que la besara, pero no estaban solos y necesitaban encontrar a Joshua cuanto antes. Esa misma tarde Wyatt les había avisado de que el juez llegaría en dos días.

—Me haré muy pequeña.

Sam se rio a pesar suyo y la besó en la frente.

—Ya eres pequeña, apenas si me llegas a los hombros.

Emily le clavó el índice en el pecho.

—Una vez, cuando Nube Gris y yo éramos pequeños, él me dijo: «Donde no llego yo, llega la punta de mi lanza».

Sam volvió a reírse por lo bajo.

—Vaya dos.

Emily lo siguió hasta las puertas batientes y se quedó pegada a la pared. Comprobó con alivio que nadie le prestaba atención y pudo examinar la estancia. Las tablas del suelo no habían sido fregadas en años y la mugre le daba un aspecto repulsivo. El aire estaba viciado con el olor a sudor, alcohol y tabaco. La única luz que entraba en el local provenía de la ventana que daba a la calle, el cristal estaba tan sucio que era como si hubiera una cortina. Las pocas mesas ocupadas estaban diseminadas a lo largo de las tres paredes y en la cuarta estaba la barra, sobre cuya superficie de latón abollado se apoyaban dos borrachos que a duras penas lograban sostenerse. Detrás un camarero limpiaba un vaso con un paño pringoso, a juego con el delantal, tan cubierto de manchas que era imposible adivinar el color original. A continuación unas escaleras subían a la primera planta y daban a una galería con una sucesión de puertas. Tres mujeres entretenían a un grupo de hombres al fondo del local. Dos de ellas se reían de manera escandalosa y los provocaban con gestos groseros. La tercera se veía tan asustada como un gamo entre lobos. Miraba a Sam con la clara intención de acercarse a él, y a Emily no le extrañaba, porque comparado con los allí presentes parecía un dandi.

Con el rabillo del ojo vio que Sam pedía una copa y hablaba con el camarero, pero no podía dejar de espiar al grupo ruidoso. Uno de los hombres tiró del brazo de la joven asustada cuando esta se alejaba y la obligó a sentarse sobre su regazo. La chica intentó imitar el comportamiento de sus compañeras, pero el miedo se lo impedía. Emily se moría por acercarse a ese bruto, que estaba manoseando impúdicamente a la joven en contra de su voluntad, y arrancársela de los brazos. Horrorizada, vio que el vaquero agarraba el escote del vestido y, de un tirón, le desgarraba la tela hasta la cintura, dejando a la vista unos pechos pequeños y blancos.

Todos los presentes se rieron, incluso las mujeres, burlándose de los intentos de la joven por taparse con las manos. Incluso algunos aconsejaron al bruto que enseñara a la chica quién mandaba allí. El aludido derribó de un manotazo todo lo que había sobre la mesa, al tiempo que sujetaba a su presa con el otro brazo para impedirle escapar. Los lloriqueos de la mujer se convirtieron en gritos de terror y fueron en aumento cuando la arrojó sobre la superficie de madera despejada. Los demás dieron un paso atrás sin dejar de mirar, incluso los que ocupaban otras mesas dejaron sus cartas o sus copas y vitorearon al hombre. Nadie parecía compadecerse de la víctima.

Emily tragó con dificultad. Sin pensarlo, llevó una mano a la culata de su arma, que de repente le pesaba mucho más que antes de entrar. No podía quedarse allí sin hacer nada, porque lo que había temido en un principio se estaba convirtiendo en realidad. Un desalmado iba a violar a una mujer delante de al menos quince personas, sin que nadie hiciera nada por impedirlo. Desesperada buscó a Sam, pero descubrió que ya no estaba junto a la barra. ¿Dónde se había metido? Sus ojos volvieron a la escena espeluznante y recordó cómo se había sentido cuando el hombre de Crawford la acorraló en el bosque, camino de Dodge City. Un escalofrío de repulsión le recorrió la espalda. Dio un paso adelante y luego otro más, incapaz de detenerse. Se sentía hipnotizada por la escena; la mano temblaba sobre la culata de su revólver y el miedo se mezclaba con la ira dejándole un sabor metálico en la boca. En ese momento se percató de que estaba mordiéndose el labio inferior hasta hacerlo sangrar.

Todo fue tan rápido que Emily no llegó a entender lo que había sucedido hasta que vio que la joven salía corriendo y pasaba delante de ella sujetándose los jirones de tela, con el rostro desencajado por el miedo. Emily la sujetó por un brazo.

—Espera.

La joven se debatió, pero Emily la sostuvo con más firmeza.

—No puedes salir así. —Se quitó la chaqueta de paño y se la echó sobre los hombros—. ¿Tienes adónde ir?

La joven asintió y salió del saloon con el rostro bañado en lágrimas. Detrás de ellas se había desatado el infierno. Emily vio que Sam se había enfrentado al hombre que había intentado violar a la joven. Si la anterior escena la había dejado congelada de rabia e indignación, lo que veía en ese momento la paralizó de miedo. Sam estaba luchando con un tipo enorme que pesaría unos veinte kilos más que él. A pesar de la diferencia de peso, el bruto se movía con torpeza, ya fuera por el alcohol ingerido o porque frente a Sam, que demostraba una agilidad sorprendente teniendo en cuenta su estatura, parecía lento.

Como una manada de animales carroñeros, los demás incentivaban a su amigo a que diera una lección a Sam por entrometerse. Emily apartó la mirada, buscando al camarero, pero este contemplaba la escena con una sonrisa maliciosa en los labios, casi ocultos por un espeso bigote. Volvió a prestar atención a los dos hombres que peleaban con los puños y estuvo a punto de gritar, aunque sospechaba que nadie le prestaría atención.

Recorrió el lugar en busca de ayuda y advirtió que uno de los amigos del bruto desenfundaba lentamente su arma. No se lo pensó dos veces, se acercó a él hasta situarse a sus espaldas y le clavó el cañón del revólver en los riñones.

—Deja el arma sobre la mesa —le ordenó, sorprendida de constatar que no le temblaba la voz pese a que en su interior le castañeaban todos los huesos—. Despacio, sin movimientos bruscos.

El hombre obedeció y Emily se adueñó del arma con la otra mano.

—Bien, ahora ponte de espalda a la pared.

Sam seguía luchando. Por suerte su contrincante no parecía tener tanto aguante como él, porque jadeaba escupiendo sangre por la boca y la nariz mientras Sam seguía golpeándolo sin compasión. La escena prosiguió hasta que el bruto cayó de rodillas, circunstancia que Sam aprovechó para rematarlo propinándole un golpe en la mandíbula que lo mandó al suelo. Sin perder un segundo, Truman se arrodilló y metió en la boca ensangrentada la punta del cañón de su arma.

—¿Cómo te sientes? —siseó Sam—. ¿Te sientes violado? —El hombre negó con la cabeza, emitiendo barboteos ahogados con los ojos desorbitados—. Tal vez debería metértelo por otro sitio para que entiendas lo que siente una mujer cuando un cerdo como tú intenta abusar de ella.

Emily apenas reconocía la voz de Sam, fría y afilada como un estilete, y su rostro parecía tallado en piedra, rígido por la tensión y la ira. Aquella faceta del hombre al que amaba era tan ajena al que le había hecho el amor la noche anterior que temió por el tipo que yacía en el suelo. Los ojos de Sam no dejaban lugar a duda acerca de lo que deseaba hacer. Ella tragó lentamente y fue a dar un paso hacia delante cuando de pronto advirtió que alguien apuntaba a Sam. No lo pensó, ni siquiera ajustó el tiro, sencillamente apretó el gatillo. La detonación estalló en el local como un trueno, tras el que se produjo el más absoluto silencio. Detrás de Sam, un hombre se sostenía un brazo. Entre los dedos la sangre se deslizaba hasta la muñeca.

—Si alguien quiere sacar su arma, que lo haga ahora —dijo ella con un hilo de voz.

Todos retrocedieron negando con la cabeza. Pese al miedo que le emponzoñaba la sangre, sintió repulsión por todos los allí presentes. Eran unos cobardes que no habían vacilado en convertirse en cómplices del hombre que yacía en el suelo, pero a la mínima amenaza se echaban atrás como alimañas asustadas. Un grito de rabia pugnaba por salir de sus labios apretados. Los odiaba a todos por ser lo que eran y esa emoción tan ajena a ella le hizo alzar un poco más el revólver.

—Dais asco —masculló entre dientes—. Ni los perros son tan rastreros como vosotros.

En el suelo, Sam agarró la pechera manchada de sudor y sangre del bruto y se lo acercó un poco.

—Ya no tienes tantas ganas de divertirte, ¿eh? —preguntó Sam, sin retirar el Colt de la boca contraída de su contrincante vencido—. La próxima vez que te acerques a una mujer, recuerda cómo te sientes ahora. Y sobra decir que si vuelvo a verte abusando de una mujer, no te daré tiempo a cambiar de actitud. Te meteré una bala entre ceja y ceja.

La respuesta fue un asentimiento que hizo que los dientes castañearan contra el metal. Sam lo soltó de repente como si le quemara las manos. Se puso en pie y los demás retrocedieron un paso. Estudió los rostros con lentitud hasta que llegó al herido que se sostenía el brazo.

—Buena puntería —dijo tranquilamente.

—Apuntaba la mano —replicó Emily con un deje de histeria en la voz.

Sam sonrió y el gesto pareció una amenaza para todos.

—Ya veis, mi dama tiene tan mala puntería que bien podría sacaros un ojo sin darse cuenta. —Echó una mirada divertida a Emily—. Y encima lleva dos armas, lo que significa que es doblemente peligrosa.

La sujetó por un codo.

—Vámonos, no creo que averigüemos nada aquí.

El camarero fue el único que se atrevió a ponerse delante.

—¿Y quién va a pagar las sillas rotas?

Sam señaló al hombre que seguía tirado en el suelo.

—Él.

Salieron sin perder a ninguno de vista. Una vez fuera, echó a andar vigilando sus espaldas. Doblaron en la primera esquina, y Sam abrazó a Emily con fuerza.

—¿Estás bien?

Ella, con los brazos a lo largo del cuerpo y los revólveres colgados de las manos, asintió contra su pecho. Temblaba sin control. Él también temblaba al pensar que podrían haberla herido.

—He tenido mucho miedo —farfulló Emily, apretándose contra el cuerpo firme de Sam.

—Pero has sido muy valiente. Has superado el momento de ^pánico.^

La obligó a mirarlo y la besó con suavidad en los labios. Un siseo los obligó a darse la vuelta. La joven del saloon los miraba desde la otra esquina del callejón. Pareció dudar, finalmente fue acercándose a ellos con aire vacilante. Cuando estuvo a unos dos metros se quedó quieta sin perderlos de vista. Sam cogió uno de los revólveres de Emily.

—Gracias —murmuró la chica.

—¿Te encuentras bien? —quiso saber Sam, que seguía sujetando con fuerza la mano de Emily.

—Sí… Antes le he oído preguntar por un chico…

Emily asintió. La joven, que apenas tendría dieciocho años, tragó y se arrebujó en la chaqueta.

—Esta mañana un chico rubio de ojos claros ha estado en el Dakota. Era un poco más alto que yo y vestía al estilo de los granjeros. Hablaba con acento del Este. Cuando he bajado ya estaba medio borracho y decía no sé qué de haber traicionado a su hermana por vender una vaca y una mula y haberse gastado casi todo el dinero en whisky.

El corazón de Emily empezó a palpitar como un pajarillo azorado. Si Joshua había vendido los animales que se llevaron de la granja, podría haberse comprado un billete de tren y esa misma tarde podría haberse marchado en el convoy que se llevó el ganado. Y en ese caso no podrían demostrar que estaba mintiendo con respecto a su acusación hacia Nube Gris.

—¿Sabes adónde ha ido?

La chica asintió.

—Delilah se ha pegado al chico, le parecía un encanto porque la trataba como si fuera una dama.

Sam y Emily se miraron en silencio. Tal vez todavía hubiese alguna esperanza.

—¿Estaba esa Delilah en el saloon ahora? —quiso saber Sam.

—No, no ha vuelto desde que se ha marchado con el chico. Vive en una pequeña casa de ladrillos de adobe en las afueras. No he ido nunca, pero podría averiguar dónde está.

Emily dio un paso adelante muy despacio, como si temiera asustarla.

—¿Por qué te tomas la molestia de ayudarnos?

Después de lo que había visto ese día, ya no confiaba ciegamente en los demás, aunque la chica parecía tan frágil que se le encogía el corazón solo con mirarla.

La joven sorbió por la nariz e hizo un gesto con la cabeza.

—¿Le parece poco lo que ha hecho su hombre ahí dentro? Nadie se preocupa de lo que le ocurra a una fulana como yo. —Su tono de voz revelaba tanta amargura que Emily sintió una punzada de compasión por la joven—. Mañana por la mañana les diré si he encontrado la casa de Delilah. Me imagino que jugará con el chico hasta que se canse y lo largará sin un centavo en los bolsillos. Tendrá suerte si le deja con los calzones. No es la primera vez que tima a un joven palurdo del campo.

Emily se resistía a dejarla irse; era demasiado joven para vagar sola, ya estaba oscureciendo y las calles se harían más peligrosas.

—¿Tienes un sitio donde pasar la noche?

—Sí, el chino de la lavandería me deja dormir en un cuarto detrás de su local cuando no trabajo.

—¿Y él qué gana a cambio? —preguntó Sam con voz acerada.

La joven se encogió de hombros.

—Lo mismo que todos, pero al menos es bueno y me da de comer. Incluso puedo bañarme de vez en cuando, allí siempre hace calor por los calderos donde hierve la ropa.

Emily no lo dudó, se sacó del bolsillo los pocos dólares que tenía y se los tendió.

—Consigue algo para cubrirte y creo que te alcanzará para comprarte comida, al menos para esta noche. Mañana nos encontraremos aquí mismo, ¿te parece bien?

La joven asintió, aferrando el dinero con el puño cerrado. Parpadeó intentando alejar las lágrimas que le emborronaban la vista.

—Gracias. Ojalá hubiese más gente como ustedes dos.

—¿No tienes a nadie? —preguntó Emily con tristeza.

—Vivía con mi abuela, pero murió de tisis hace unos meses. El casero me echó de la casa el mes pasado y… Bueno…, ya saben adónde fui a parar, pero creo que nunca podré acostumbrarme.

Hizo ademán de devolver la chaqueta a Emily, pero esta negó con la cabeza, incapaz de hablar. Unas semanas antes se consideraba desdichada, pero al ver el cuerpo delgado de la joven entendió que todo podía empeorar.

—¿Cómo te llamas?

—Jessy Cochran.

La vieron alejarse hasta desaparecer entre las sombras. Parecía un espectro más de la noche que empezaba a cernirse sobre ellos. Emily se estremeció y escondió el rostro contra el brazo de Sam.

—Dios mío, está sola, sin dinero y sin nadie. Volverá a prostituirse.

Sam la abrazó contra su cuerpo e inhaló con fuerza.

—No puedes salvar a todas las almas perdidas.

—Pero no es justo. Yo podría ser como esa chica. Cuando se ven solas, no tienen muchas oportunidades de salir adelante. Condenan a las mujeres a venderse, pero pocas personas las ayudan cuando se ven desvalidas. Demasiados hombres solo nos ven como madres o esposas, las que no entran en esas dos categorías no valen nada.

Sam la besó en la frente.

—Deja de atormentarte. Mañana cuando volvamos a encontrarnos con ella le daremos algo para que pueda subsistir un tiempo.

—¿Y después?

Él no contestó. Desde luego, en Dodge City no había mucho trabajo para una mujer sola que quisiera ser respetada. Podría hablar con Wyatt, aunque ya sospechaba qué le contestaría. Más valía que acudiera a otra persona.

—Esta noche hablaremos con Lorelei, tal vez ella sepa cómo ayudar a la chica.