31

En la pequeña oficina del funcionario Linker hacía tanto calor que Emily notó una gota de sudor deslizándose entre los omóplatos. Se pasó un pañuelo por la frente y volvió a mirar el reloj de pared. Llevaba más de media hora esperando al funcionario, que por lo visto se tomaba las cosas con calma. Inspiró hondo y soltó el aire entrecortadamente; con las prisas se había apretado demasiado el corsé y las ballenas se le clavaban en las costillas. Además de la dificultad para respirar, el corazón le latía tan rápido que parecía a punto de salírsele del pecho. No podía dejar de pensar en Nube Gris, esposado delante de toda la ciudad. Cerró los ojos y rezó por su amigo; aunque Sam le había prometido que lo ayudaría, no lograba imaginar cómo conseguirían salvarlo.

La puerta se abrió de repente y un hombre de escasa estatura, con una barriga prominente, entró con pasos cortos y rápidos. Llevaba unos pantalones gris paloma con un chaleco negro y una chaqueta de fino paño granate oscuro. El bombín de fieltro negro con el que iba tocado le confería el aspecto de un champiñón barrigón. Emily se puso en pie al momento y el hombre pareció reparar en su presencia.

—Oh… ¿En qué puedo ayudarla, señora? —indagó el hombre al tiempo que dejaba el bombín colgado del respaldo de una silla.

Los ojillos la recorrieron, desde el sombrerito que le coronaba la cabeza hasta las puntas de las botas que asomaban bajo la falda de piqué verde que Lorelei le había dejado en la habitación. Aunque primero la observó con curiosidad, en sus ojos no tardó en aparecer un brillo lascivo que delató el curso de sus pensamientos.

Emily se envaró.

—Buenos días, señor Linker. Soy la señora Coleman.

—¿La señora Coleman? En realidad esperaba encontrarme con su marido.

Se acercó a una mesita en un rincón, dándole la espalda a Emily, quien decidió ignorar la grosera actitud del funcionario.

—Mi marido no ha podido venir…

—Ya veo —musitó Linker mientras se servía una taza de café. Se dio la vuelta, removiendo el contenido de la taza, y se dirigió a su mesa. Sin dejar de mirarla se sentó y tomó un sorbo ruidoso—. Me temo que eso será un contratiempo, señora.

Emily se sentó y dejó su pequeño bolso sobre el regazo.

—No veo por qué. El ganado está aquí, tal y como acordaron mi marido y usted.

—Ya he visto el ganado, señora, y son unas piezas magníficas. Todo sea dicho. Pero me temo que… —Linker reunió las yemas de los dedos bajo el doble mentón y apretó los labios unos segundos—. Verá, señora —siguió con tanta condescendencia que Emily apretó los dientes—, no suelo hacer negocios con una mujer. Debe entender que el ganado está a nombre de su marido y…

—Usted se comprometió a pagar a mi marido… —intervino Emily.

—Dice bien: a su marido —la interrumpió a su vez el funcionario—, a su marido —repitió con una sonrisa que estremeció a Emily—. Ahí está el problema. A ver si me explico. Estoy seguro de que es usted una mujer respetuosa, una buena esposa temerosa de Dios, pero, por desgracia, hay mujeres que presumen de poder actuar en nombre de sus maridos. Otras ni siquiera se molestan en disimular que no están casadas. Como buen marido y padre de familia, es mi deber actuar conforme dicta la decencia. El lugar de una mujer está en su casa, cuidando de la familia. Los negocios son cosa de hombres, porque, como bien sabe usted, están más capacitados para ello, al igual que las mujeres han sido bendecidas con el don de la vida. Su deber es dar hijos y velar por su bienestar obedeciendo a la palabra de Dios y la de sus esposos, no comportarse como descarriadas que abandonan sus obligaciones.

Emily apretó los puños, asqueada por el tono engañosamente dulzón de Linker. No obstante permaneció a la espera, rezando para que todo el asunto acabara cuanto antes. El miedo empezaba a hacer mella en ella; si el funcionario se retractaba, Emily estaría en la ruina y perdería el rancho.

—No he venido a espaldas de mi marido —explicó ella, procurando controlar el tono de su voz—. Si me encuentro aquí es porque él me lo ordenó. No podía traer el ganado personalmente por un asunto de suma importancia. De no haber sido por ese imprevisto —mintió—, el señor Coleman estaría hoy sentado en mi lugar.

Los ojillos de Linker se entornaron sin perder de vista las manos de Emily, que en ese momento estaba sacando la carta que él mismo les había mandado meses atrás.

—Aquí está todo estipulado, señor Linker. Hemos respetado las condiciones y traído el ganado en la fecha acordada. Mi esposo espera que la transacción se haga como quedó estipulado cuando estuvo aquí, en Dodge City, hace algo más de ocho meses.

Linker no movió un dedo ni se molestó en coger la misiva. No necesitaba leerla: él mismo se la había dictado a su secretario, así que recordaba cada línea y sabía que la carta era un contrato vinculante, tan válido como si la hubiese firmado un juez. Pero podía inclinar la balanza a su favor si la señora Coleman era tan inocente como parecía.

—Claro, claro… Recuerdo perfectamente al señor Coleman y reconozco que se han respetado todas las cláusulas, pero el pago tendría que ir a nombre de su marido. Es usted consciente de ello, ¿verdad?

El corazón de Emily se aceleró. Si el negocio se saldaba con un pagaré para entregar en el banco, nunca podría tocar un centavo sin Gregory y estaría de nuevo en la ruina. Respiró profundamente, al menos todo lo que el corsé le permitió, y contó hasta cinco.

—En la carta no se hablaba de ningún pagaré, señor Linker. Le agradecería que efectuara el pago en metálico.

El funcionario se recostó en su silla, relamiéndose y sonriendo como una comadreja cebada. La señora Coleman parecía incómoda y se la veía tan tensa como la cuerda de un arco. Justo como le convenía a él. Lo que consiguiera regatear iría a parar a su bolsillo sin que nadie se enterara.

—Es mucho dinero y mi deber es velar por los fondos que el gobierno destina a la compra del ganado para alimentar a los indios, esas pobres almas perdidas. Por lo tanto entenderá usted que es mi deber ajustar el precio…

Emily procuró sonreír sin que se le agrietaran los labios de la rabia que bullía en su interior. Unas semanas antes se habría achicado hasta desaparecer frente al señor Linker, pero esa mujer amedrentada ya no existía. En su lugar había surgido una nueva Emily, que en ese momento hervía de indignación ante la afectada condescendencia del funcionario.

—Señor, creí que los empleados del gobierno eran hombres de palabra.

Una marea roja de indignación inundó las mejillas regordetas de Linker, quien frunció los labios en una muestra de desagrado frente a las palabras de su visita.

—Por supuesto que sí.

—Entonces no creo que tengamos que hablar del precio de mi ganado, puesto que usted ya acordó con mi marido una cuantía que es, en el mejor de los casos, inferior a lo que nos darían en cualquier otra ciudad. Sabe tan bien como yo que en Abilene pagarían sin regatear lo que usted me niega, o incluso más. Si no está satisfecho con lo que le ofrezco, me temo que no podremos cerrar el trato. No tengo prisa por vender —mintió descaradamente. Se puso en pie y se alisó la falda, procurando disimular el temblor de sus manos—. Puedo esperar a otro comprador. Mi partida de ganado ha sido de las primeras en llegar esta primavera, las reses están fuertes y sanas, así que no me resultará muy difícil venderlas.

Linker fue palideciendo por minutos. El ganado debía llegar a las reservas en menos de una semana, y en tan poco tiempo no conseguiría reunir una partida de reses tan importante y de tan buena calidad, lo suficientemente fuertes para aguantar el viaje en tren hasta Oklahoma.

Se puso en pie, encrespado por la actitud de Emily y acorralado por el giro de la conversación. Trató de serenarse.

—Señora, no digo que no esté interesado en su ganado. Creo que deberíamos sentarnos y hablar. Estoy seguro de que encontraremos un acuerdo que nos satisfaga a ambos. De hecho, debo recordarle que la carta es un acuerdo vinculante, es decir, un contrato en toda regla si las dos partes cumplen con su cometido…

—Y mi ganado cumple todos los requisitos exigidos —le recordó ella—. Solo queda zanjar el asunto del pago.

Recelosa, Emily estudió el rostro congestionado del funcionario, que había empezado a sudar copiosamente. El silencio se alargó hasta que ella sonrió, aunque por dentro se estuviese descomponiendo de miedo. Jugó su última carta.

—En fin, veo que no está interesado…

—Señora Coleman, ya ve por qué es un error negociar con una mujer, ustedes no entienden los giros de una negociación. Ya le he recordado que la carta es un acuerdo tan válido como un contrato y ningún juez le daría la razón. De modo que acabemos con esto.

Con pasos airados, fue a la pared de su derecha y con gestos bruscos descolgó un cuadro. Tras él, empotrada en la pared, apareció una caja fuerte recia y de aspecto inviolable. Los pequeños dedos hicieron girar las ruedecitas a un lado, después al otro, y finalmente se oyó que la puerta se abría. El funcionario sacó una bolsa de cuero que tiró sobre la mesa bruscamente.

—Aquí tiene su dinero, señora Coleman. Puede contarlo, si quiere —añadió con una altivez que se contradecía con el sudor que le perlaba la frente—. Su ganado pasa a ser propiedad del gobierno.

Con manos temblorosas, Emily cogió la bolsa. Pesaba mucho más de lo que había imaginado. Por fin tenía en sus manos el dinero que salvaría su rancho, y sin embargo no sentía la felicidad esperada. Nube Gris estaba encarcelado, Sam se marcharía de su lado y ella viviría con la amenaza del regreso de Gregory. Ese dinero salvaría el rancho, pero no su felicidad. Con todo, algo positivo se derivaba de todo aquello: acababa de luchar su primera batalla, sin la ayuda de nadie, sin el apoyo de Sam, y había salido victoriosa. Tal vez esa nueva mujer en la que se había convertido consiguiera encontrar la manera de retener al amor de su vida.

Al salir a la calle seguida de Kirk, Emily inhaló aire. Lo primero era llevar el dinero a casa de Lorelei para que lo escondiera en un lugar seguro, y después ayudaría a Sam a poner patas arriba la ciudad para sacar a Nube Gris de la cárcel. Más adelante pensaría en cómo convencer a Sam para que se quedase con ella.

Al final de la calle vio lo que más deseaba en la vida: Sam caminando a su encuentro. Admiró sus largas zancadas y el balanceo de las caderas acentuado por el peso de las cartucheras. Era tan alto que sacaba una cabeza a casi todos los hombres con los que se cruzaba, y todos se apartaban de su camino, intuyendo el peligro que emanaba de su persona. Pero ella sabía hasta qué punto podía ser tierno, sus caricias se lo demostraron durante toda la noche que habían pasado juntos.

—¿Va todo bien? —le preguntó en cuanto la alcanzó.

—Lo tengo, hasta el último centavo.

Detrás Kirk chasqueó la lengua.

—Cuando vi entrar a Linker, pensé que era lo más parecido a una rata cebada.

—Sí —convino Emily sonriendo—, pero las ratas tiemblan cuando se encuentran con una gata.

Sam arqueó las cejas, divertido.

—¿Una gata?

Emily se colgó de su brazo. Necesitaba tocarlo, sentir su fuerza.

—Sí, una gata que gracias a las enseñanzas de un peligroso puma ha aprendido a sacar las uñas.

La risita de Kirk se oyó detrás de ellos.