Le costó abrir los párpados y entender que alguien estaba llamando a la puerta. Se sentó, desorientada. No reconocía el dormitorio y, asombrada, se vio desnuda hasta la cintura, justo hasta donde la sábana escondía el resto de su cuerpo. Sin previo aviso la puerta se abrió y asomó la cabeza de un hombre moreno a quien Emily no reconoció. Ella emitió un grito de indignación y agarró lo primero que su mano alcanzó para tirarlo al descarado que la espiaba con una sonrisa petulante en el rostro. La figurita se estrelló a pocos centímetros de la cabeza del hombre, que alzó las cejas, sorprendido.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Reconoció la voz baja y grave de barítono: era Sam, con el pelo corto y bien afeitado. En realidad era la primera vez que le veía el rostro, habitualmente cubierto por la barba espesa y el pelo largo. El pecho de Emily se contrajo al contemplar al hombre que habría sido si la vida no le hubiese robado todo lo que amaba. Y los recuerdos de la noche compartida la envolvieron en un velo cálido que la ruborizó. Con todo, sin darle la menor importancia al hecho de estar medio desnuda, le tendió los brazos. Necesitaba sentirlo de nuevo, tanto como necesitaba respirar.
—¿Estás segura? —inquirió Sam, desconfiando de la sonrisa de Emily—. No es que me hayas brindado el mejor recibimiento de mi vida.
—No te había reconocido —adujo ella, riéndose—. Es la primera vez que te veo sin barba.
Sam entró, cerró la puerta a sus espaldas y se sentó a su lado. De inmediato los brazos de Emily lo envolvieron en un abrazo que lo dejó sin aire.
—Señora Coleman, eres una mujer difícil de entender. —Pese a las palabras, Sam le devolvió el abrazo—. Y tengo que añadir a la lista que eres una desvergonzada.
Las manos de Sam fueron bajo la sábana y le acariciaron las caderas. Se maravilló de lo sedosa que le parecía Emily, allí donde la acariciara.
—Bésame… —pidió ella—, tal vez no me gusten tus besos sin barba.
Sam ladeó la cabeza, disfrutando del cuerpo que se le había echado encima.
—Y además, indecisa. Tendré que esmerarme para convencerte de que soy perfecto para ti. Con barba o sin ella.
La risa de Emily se vio sofocada por los labios de Sam, que al besarla con apremio le recordó las caricias que habían compartido durante buena parte de la noche. Mientras sus lenguas se provocaban, las manos pequeñas y curiosas le enmarcaban el rostro como alas de mariposa. Pasada una eternidad, se separaron unos centímetros y Emily se dedicó a estudiar el rostro de Sam. Quería memorizar cada detalle. Con el índice trazó la curva recia de la mandíbula, siguiendo la cicatriz que iba desde la barbilla hasta el lóbulo de la oreja. Después bajó por la nariz y dio un golpecito suave en la ligera protuberancia del puente. Finalmente dibujó el contorno de los labios sorprendentemente delicados en un rostro tan masculino.
—Cuéntame dónde te hiciste cada marca del rostro.
Sam se acomodó y la sentó sobre su regazo excitado, no obstante contestó a su ruego intentando no dejarse llevar por la urgencia de hacerla suya una vez más.
—La cicatriz de la mandíbula fue en la guerra. —No insistió en ese recuerdo y siguió con algo más feliz—. Y me rompí la nariz a los diecinueve años, al caerme de un caballo que supuestamente debía adiestrar. Era una bestia indomable y mi padre iba a venderlo, cansado de perder el tiempo. Pero yo no quise tirar la toalla, de modo que lo saqué al cercado, procurando evitar sus dientes y sus coces. Otro peón y yo lo ensillamos.
—Y nada más montarlo, te tiró —intuyó Emily, feliz de compartir un recuerdo de Sam que nada tuviese que ver con la guerra ni con la soledad que siguió a su regreso.
—Si me hubiese tirado una sola vez, habría sido una victoria, pero la verdad es que perdí la cuenta de las veces que mordí el polvo. Mi padre se cansó y me ordenó que lo metiera de nuevo en la cuadra. Al día siguiente lo llevaría a un tipo que organizaba rodeos.
Emily escondió el rostro contra el cuello de Sam inhalando su aroma, en el que se advertía un ligero toque a lavanda, y sonrió.
—¿Y qué pasó?
Sam se rio por lo bajo.
—¿Te he dicho ya que soy un poco terco?
—No me había dado cuenta —musitó Emily con ironía.
—Pues hice lo que debía hacer: desobedecer a mi padre y seguir intentando domar a ese demonio. Era precioso, un purasangre rojizo, tan oscuro que su color cambiaba según la luz que le daba, pasaba del rojo fuego al negro.
Emily percibió la nostalgia en la voz de Sam. Cerró los ojos, reprimiendo las lágrimas por el pasado que nunca regresaría, por toda la familia que Sam había perdido, por el futuro desolador que les aguardaba.
—¿Y qué pasó? —preguntó en un susurro.
—Me tiró de nuevo y caí sobre la cerca. El batacazo fue de los que hacen historia. La sangre me salía borbotones de la nariz y apenas podía abrir los ojos. Decidí que ya era suficiente, le grité que se fuera al infierno y me dispuse a alejarme.
—¿Y lo dejaste?
Sam volvió a reír suavemente al tiempo que acariciaba el pelo de Emily.
—El muy condenado me siguió y me mordió el trasero.
Ella se rio también.
—No quería que te fueras.
—Claro, y a partir de entonces fui el único que pudo montarlo. Mi padre me dijo que solo un loco como yo podía tener un caballo tan especial. Me lo regaló y lo llamé Demonio.
—¿Y qué fue de él?
El silencio se instaló como un velo espeso en la habitación iluminada por la luz de la mañana. Emily se estremeció al intuir que Sam retrocedía en el tiempo. Aunque su cuerpo estaba con ella, su mente se hallaba en algún lugar del pasado.
—Lo mataron en la batalla de Gettysburg.
Emily cerró los ojos. Recordaba a su padre leyendo los periódicos que relataban lo sangrienta que fue esa batalla, donde miles de hombres perdieron la vida. Se irguió y le sujetó el rostro con las manos.
—No pienses en el pasado. Ahora estamos tú y yo, aquí.
Sam esbozó una sonrisa que no llegó a los ojos.
—Sí, ahora solo importa el presente. Y ahora que caigo, no he desayunado y me apetece nata con frambuesas.
—¿Qué?
Con un movimiento rápido la tuvo bajo su cuerpo, ella desnuda y él enteramente vestido.
—Sus pechos, señora, son ambrosía de nata y frambuesa.
Y sin una palabra más se esmeró en besarle los pechos con glotonería. Emily se rio y enterró los dedos en el pelo castaño. En pocos minutos la ropa de Sam salió volando por la habitación y la provocó hasta que ella le rogó que dejara de atormentarla. Él alzó la cabeza de entre sus muslos con una sonrisa pícara.
—Sus deseos son órdenes, señora.
Una vez más Emily supo lo que era rozar el cielo. Sam la colmaba de felicidad. Adoraba sentir su cuerpo grande y firme sobre el suyo, el roce de su piel, el jadeo entrecortado que se escapaba de sus besos.
Cuando el fuego se extinguió entre ellos, Sam permaneció vencido sobre ella, intentando recobrar el aliento. No tuvo tiempo de cubrirse cuando la puerta se abrió repentinamente.
—Madre mía… —susurró la voz de Lorelei.
La pareja se tapó de inmediato con la sábana, todavía acalorados por el encuentro apasionado.
—Por Dios, Lorelei… —gruñó Sam—, no entres como si fuera…
—¿Mi casa? —concluyó la mujer, que apenas podía esconder la diversión—. Bueno, ya que os encuentro juntos… Kirk acaba de volver de los cercados. Se ha encontrado con Linker. Emily, te espera esta mañana en su oficina. Creo que tiene que irse a Oklahoma antes de lo previsto.
—¡Lo había olvidado!
Las cejas de Lorelei se arquearon y su mirada fue de Sam a Emily con admiración.
—Sabía que eres el tipo de hombre que hace que una mujer olvide hasta su nombre. Por cierto, Emily, las chicas nos vamos a comprar unas cosas y nos llevamos a Edna y Cody.
—¡Mi hijo!
Lorelei soltó una carcajada y entró con los brazos cargados de encajes y piqué verde agua. Lo puso todo sobre la silla junto a la ventana, sorteando las prendas diseminadas por el suelo. Se fijó en las piezas de cerámica rota.
—¿Cómo has adivinado que esa figurita no me gustaba? Me la regaló la hermana de Patrick, una mojigata que siempre me ha mirado por encima del hombro. —Hizo un gesto vago con la mano como si apartara una mosca molesta—. Tu hijo ha desayunado como un rey y está listo para venirse con nosotras. Le he dicho que estabas cansada y necesitabas dormir. De modo que tranquila, no está abandonado a su suerte, ni piensa que te has olvidado de él. De hecho diría que empieza a gustarle estar rodeado de mujeres que le miman. —Señaló la ropa que acababa de dejar—. Creo que ese vestido te sentará bien; no puedes presentarte ante Linker de cualquier manera. Si él ve que vas elegantemente vestida, pensará que te sobra el dinero y no intentará aprovecharse de ello.
Con una sonrisa deslumbrante fue a la puerta y la cerró sin hacer ruido al salir.
Las mejillas de Emily no podían estar más coloradas. Tapada por la sábana hasta la barbilla, miraba el techo con el ceño fruncido. Se sentía liviana como el aire, capaz de flotar de felicidad.
—Me he convertido en una descarada.
Sam rompió a reír y la abrazó.
Se zambulló en el abrazo, inhalando el olor de Sam, regalándose el sueño engañoso de ser suya. Los labios de Emily esbozaron una sonrisa renuente, pero enseguida el gesto desapareció.
—He de pedirte una cosa. —Se volvió para quedar encima de Sam. Los ojos claros brillaban con aire travieso, casi infantil. Quiso quedarse con ese momento eternamente grabado en su memoria, como un regalo guardado para una ocasión especial o para cuando el futuro se hiciera demasiado angustioso—. Por favor, cuando te marches del rancho, quiero que vengas aquí, unos días, unas pocas semanas…
Sam le colocó un mechón de cabello tras la oreja. Ya no había risas en sus ojos. La realidad siempre lo sobrecogía como un puñetazo.
—¿Es importante para ti?
—Sí —aseguró tomando su mano, y le besó la palma—. Necesito saber que durante un tiempo no estarás solo. Yo tendré a Cody y estaré con Nube Gris y Kirk. No soportaría saber que andas solo, sin nadie que te cuide. Lorelei es perfecta para…
—No necesito una madre —afirmó Sam con una media sonrisa carente de alegría.
—Por favor… —rogó Emily, apretando la mano que sostenía contra su mejilla.
Sam claudicó y la besó en la punta de la nariz. Después ahuecó la mano en la curva de la delicada mandíbula.
—Está bien, me vendré aquí y me quedaré un tiempo.
De repente oyeron que en el piso de abajo alguien alzaba la voz. Sam frunció el ceño.
—Creo que debería ir a ver qué sucede.
—Mientras tanto yo me asearé. Bajaré en cuanto esté lista.
—¿Necesitas ayuda con los botones?
El brillo en la mirada de Sam la sonrojó al recordar la noche anterior.
—Si se da el caso ya te lo haré saber…