28

En el salón decorado con ricos brocados y visillos de encaje únicamente se oían el crepitar de la chimenea y el suave siseo de la lámpara. Sam no podía apartar la mirada de la mujer que lo atormentaba desde el mismo momento en que la conoció. Sentada muy erguida por el corsé, sospechaba Sam, Emily parecía una preciosa mariposa azul y sus ojos chispeaban a la suave luz de la única lámpara de aceite que todavía brillaba a su lado. El calor y el vino de la cena le ruborizaban las mejillas.

Todos se habían marchado, algunos a la cama, como Cody, extenuado al poco de acabar la cena, que devoró, para satisfacción de Lorelei. Los demás se habían ido despidiendo para marcharse en diferentes direcciones, y allí estaban ellos dos, a solas. Sam se moría por tomarla en sus brazos y besarla. Quería quitarle las horquillas que le sujetaban el moño para ver cómo el cabello castaño se derramaba sobre los hombros tan blancos. La deseaba como jamás había deseado a una mujer, era un fuego constante que lo abrumaba día y noche, porque ni siquiera cuando dormía descansaba. La veía en sus sueños yendo a él, entregándose libre de toda atadura.

Se puso en pie, inquieto, y se acercó a la chimenea para añadir un leño.

—No deberías echarlo —le aconsejó la voz suave de Emily—. Ya es tarde y mañana tenemos que estar listos a primera hora para encontrarnos con Linker.

Emily admiró la ancha espalda, la camisa blanca que se tensaba sobre los músculos, el chaleco que realzaba la estrechez de la cintura y las caderas enfundadas en unos pantalones negros. Soltó un suspiro melancólico, porque una vez solos había imaginado que Sam la besaría, pero en cambio se conformó con sentarse frente a ella y mirarla. Ni siquiera un bonito vestido la hacía deseable y, a pesar de la declaración de Sam la noche anterior, sospechaba que no quería de ella más que unos besos. ¿Habría sido tan torpe al devolverle las caricias que no anhelaba nada más? No lo entendía, porque ella se estremecía pensando en todo lo que Lorelei le había contado durante el baño.

Lorelei le había hablado de besos y caricias que nunca habría sospechado entre un hombre y una mujer. Imaginarse a Sam haciendo esas cosas la turbaba tanto como sus besos. Esa intimidad le era tan ajena como la ternura en su matrimonio. ¿Sería capaz de arriesgarse y despojarse de la timidez? Le quedaba poco tiempo, un bien escaso y sagrado que no quería desperdiciar en aras de una moral hipócrita. Amaba a Sam y deseaba ser suya, aunque solo fuera por unos pocos días. Después viviría de recuerdos, y cuantos más fueran, más tendría para rememorar por las noches. Sabía que su vida no sería más que una pantomima sin él; comería, trabajaría y dormiría, incluso sonreiría, pero no sentiría nada más que el vacío que él le dejaría. Se marchitaría como una flor en otoño, y después vendría el invierno, interminable y sin esperanzas.

Se puso en pie cuando Sam le tendió una mano. Permanecieron mirándose a los ojos, perdidos en los anhelos que crepitaban en torno a ellos.

—¿Te he dicho que esta noche estás preciosa?

—No —contestó arrebolada tanto por las palabras como por el tono ronco y bajo de Sam.

—Cuando te he visto bajar las escaleras, me has recordado una mariposa que vi una vez en las Montañas Rocosas. Era de un azul intenso y, pese a sus delicadas alas, logró vencer la fuerza del viento, porque salió volando hasta desaparecer de mi vista.

Emily sonrió y le acarició la mejilla recubierta de barba morena.

—Un pistolero que pierde el tiempo mirando una mariposa alzar el vuelo. Cuando te vi por primera vez, nunca habría imaginado algo así.

Sam esbozó una mueca irónica.

—No se lo digas a nadie o dejarán de respetarme —le pidió al tiempo que le cogía la mano y le besaba la palma.

—Nadie se atrevería a menospreciarte. Tus ojos dicen mucho de ti, imponen respeto. —Se le escapó una risita a pesar del estremecimiento que la recorría de los pies a la cabeza—. Aunque he visto cosas de ti que, sospecho, han visto pocas personas —añadió, recordando cómo había estrellado los platos contra el suelo en la cocina del rancho.

Le pasó la mano por el lugar donde le rompió el plato y la caricia se hizo más íntima al enredar los dedos en el sedoso cabello oscuro.

—Emily —susurró él como en un ruego—, no me toques. No sé si esta noche podría controlarme.

—¿Por qué quieres controlarte? No te tengo miedo y te deseo…

Sam negó con la cabeza sin apartar la mirada de Emily.

—Cuanto más intimemos, más difícil será la despedida.

Ella dejó caer las manos, mortificada y herida porque él la rechazaba, a pesar de que le había expresado en voz alta sus deseos.

—Deja de protegerme, Sam —empezó, sintiéndose repentinamente cansada—. Deja de tratarme como si me fuera a romper. Sé lo que significa perder a alguien y no me vendré abajo cuando te marches de mi lado. Ya que no me escuchas y te empeñas en alejarte de mí, dame al menos recuerdos. Hazme saber cómo se siente una mujer deseada.

En cuanto Sam vio que el brillo de sus ojos se amortiguaba, comprendió que la había ofendido y se maldijo en silencio. Quería protegerla, en eso Emily llevaba razón, pero con ello la hería. No sabía cómo actuar. La acercó a su cuerpo y se maravilló de la delicadeza de sus rasgos. Su belleza era serena, le brindaba paz y a la vez lo convertía en un hombre sediento de sus besos. Quería averiguar cómo era sentir esas pequeñas manos recorriendo su cuerpo, oírla suspirar a su oído, darle todo el amor que le ahogaba.

—Emily, hace mucho que no sé cuidar de otra persona. Contigo voy como un ciego. Quiero lo mejor para ti y yo no lo soy.

—¡Eres todo lo que quiero! —lo interrumpió con vehemencia—. Te empeñas en protegerme, pero ¿qué pasaría si Gregory volviera? Podría caer en sus manos, podría volver a pegarnos… —añadió con la voz quebrada.

Estaba usando algo que la avergonzaba, apelando al sentido de protección de Sam en un último intento de convencerlo para que se quedara.

—Ya he pensado en ello. —Sam la sujetó por la cintura—. Ahora que sé que Lorelei está aquí, me mantendré en contacto con ella, y si un día me necesitas, si Gregory vuelve y trata de haceros daños, si Crawford intenta perjudicarte, solo tendrás que hacérmelo saber a través de Lorelei. Aunque tenga que cruzar el país de punta a punta, aunque reviente un caballo tras otro, estaré a tu lado mucho antes de lo que imaginas.

Emily parpadeó intentando alejar las lágrimas que le enturbiaban la vista y convertían el rostro de Sam en un borrón. No pudo soportarlo más. Él había pensado en todo, de modo que le sería imposible hacerle cambiar de opinión.

—No es justo —susurró entrecortadamente, a punto de perder el poco amor propio que le quedaba—. No es justo conocerte, amarte y perderte antes de haber sido feliz contigo. Todos los que amo se van de mi lado, y el único que quiero que se mantenga lejos de mí nos separa irremediablemente. Ahora más que nunca odio a mi marido.

Sam la abrazó con fuerza, apretando la cabeza de Emily justo donde le latía el corazón de manera errática. Él también odiaba a ese hombre al que no conocía. Sería muy sencillo quedarse con Emily y matar a Gregory, borrando de la faz de la tierra a un malnacido que no se merecía a su mujer ni a su hijo.

—Emily —susurró contra su coronilla—, no llores, me rompes el alma.

Permanecieron abrazados en silencio, dándose un triste consuelo, hasta que los sollozos de la mujer se convirtieron en leves estremecimientos. Sam le sujetó la barbilla con una mano, obligándola a alzar el rostro. Le secó las lágrimas con mimo, deseando borrarlas, así como la tristeza de sus ojos castaños.

—Te quiero, Emily…

—Me quieres, pero me dejarás.

Lentamente se acercó a ella, con el corazón en un puño, y la besó. Los labios de Emily sabían a sal y eran suaves, tan tiernos como pétalos de rosa. Se los acarició con los suyos, entremezclando sus alientos. Tanta ternura le enloquecía, porque era consciente de estar perdiendo el control sobre su deseo. Gruñó con rabia y profundizó el beso, envolviéndola en una bruma de necesidad que los quemaba a ambos. No les quedaba mucho tiempo, y este se le escurría de los dedos como el agua y el viento. El abrazo se hizo desesperado, teñido de frustración por ambas partes.

Se separó de ella con la respiración agitada. Si no se alejaba, la devoraría allí mismo. En silencio salieron del salón y subieron las escaleras, hombro con hombro, a la luz de la lámpara de aceite que Sam sostenía. Cuando llegaron a la puerta de la habitación de Emily, los dos vibraban de necesidad apenas controlada.

—Necesito que me ayudes —le pidió ella sin mirarlo.

—Emily… —Su voz volvió a sonar como un ruego.

—No puedo desabrocharme sola el vestido. Todas las chicas se han ido ya a la cama.

Sam soltó un profundo suspiro de resignación. Sin decir nada, entró y se dirigió a la mesilla que había cerca de la cama como un convicto caminando hacia su celda. Ella lo siguió unos pasos atrás y parpadeó cuando la llama de la lámpara se estiró hasta iluminar la estancia con un halo dorado. Sin decir nada, sin una mirada, le dio la espalda.

Sam no pudo resistirse. Una por una, le fue quitando las horquillas del pelo y la espesa melena se fue deslizando hasta la cintura. Era como satén entre sus dedos y olía a lavanda. Inhaló profundamente. Nunca olvidaría la esencia de Emily, allí donde fuera a parar, la lavanda siempre le recordaría a una mujer valiente, digna de ser amada, la única que le había robado el corazón.

Le apartó el cabello con cuidado, dejando que cayera sobre un hombro, y empezó a desabrochar los diminutos botones forrados. Fue un proceso lento y laborioso; lento porque los botones estaban muy juntos y sus dedos apenas encontraban sitio para moverse; laborioso porque sudaba como un condenado a la horca. Cada centímetro de piel que se iba desvelando lo atraía como la miel, y en ese momento estaba hambriento de Emily. Desde donde estaba veía la nuca esbelta y frágil. Le recordó la vez que habló con Cody y el pequeño le preguntó por sus intenciones para con su madre; ese día vio la nuca del niño iluminada por un débil rayo de sol, pero si bien en ese momento había sentido una profunda ternura, la nuca de Emily azuzaba su deseo. Se moría por deslizar los labios por esa suave piel que nunca veía el sol, tan blanca que parecía traslúcida. Su voluntad se resquebrajó cuando ella soltó un suspiro entrecortado. Fue más de lo que pudo soportar. Posó los labios en el hueco, justo en el nacimiento del cabello, y la besó.

Emily cerró los ojos al sentir la caricia, que fue como una quemadura sin dolor, fuego en sus venas. Echó una mano atrás para acariciarle el pelo, instándole a que siguiera. Y así fue. Los labios de Sam siguieron depositando un reguero de besos, bajando por la espalda según la iba descubriendo hasta que llegó al filo de la camisola. Siguió con los botones y con los besos por los hombros, el cuello, las orejas. El vestido quedó colgando de las caderas cuando las manos de Sam le arrastraron las mangas por los brazos.

Emily se movió y dejó que la prenda cayera al suelo en torno a sus pies, como agua cristalina. Vestida únicamente con la ropa interior, se dio la vuelta y apartó el raso azul de una patada. Se enfrentó a su mirada y al ver su hambre se estremeció.

—¿Podrías ayudarme a quitarme el corsé? Lorelei lo ha anudado en la espalda.

Sam asintió en silencio sin confiar en su propia voz, porque temía que revelara tanto deseo como la de Emily. Esperó a que se diera la vuelta para empezar a soltar las lazadas con las que Lorelei le había aprisionado el talle con el fin de realzar la curva de la cintura.

En cuanto la presión se aflojó, Emily soltó un suspiro de alivio que fue al momento sustituido por un gemido de placer mientras las manos de Sam le acariciaban la piel castigada por las ballenas del corsé. El suave masaje aliviaba el picor a través de la tela de la camisola, pero también encendía una hoguera en su interior. Se apoyó en el pecho de Sam alzando los brazos con el fin de acercarlo más a ella al tiempo que entrelazaba los dedos en el cabello castaño. Un poco por encima de sus caderas sentía el deseo de Sam, la carne tensa de su sexo presionando sin temer a asustarla, y ese hecho la excitó. Se movió despacio incrementando el roce y sonrió cuando él gimió lentamente.

—¿Podrías ayudarme a quitarme las botas? —susurró Emily, temblando de excitación.

Sam se quedó quieto un instante y finalmente soltó el aliento. Estaba perdido, no podría salir de esa habitación sin hacer suya a Emily. Fue a la puerta, que, para consternación de ella, se había quedado abierta, y la cerró sin hacer ruido.

—¿Estás segura?

Ella asintió y le tendió una mano. Sam se acercó como si un hilo tirara de él y se arrodilló frente a la mujer que le estaba robando la cordura y el alma. Emily le sonrió y le puso un pequeño pie sobre el regazo, como Lorelei le había enseñado, y para su sorpresa Sam empezó a besarle la piel suave y sensible del interior del muslo, justo encima de la liga, mientras los dedos ágiles soltaban los botoncitos de la bota. Esta salió volando por encima del hombro de él, que se apresuró a repetir la operación con la otra.

Emily respiraba con dificultad. Tener a Sam a sus pies era como imaginar a un puma comportándose como un gatito. Se estremeció al sentir el tacto de las manos grandes y ligeramente ásperas cuando empezaron a bajarle las medias, primero una, después otra, con exquisita lentitud, dejándole la piel erizada. Y por cada centímetro de piel que se revelaba a la vista, Sam la besaba, ahora aquí, ahora allá, en la rodilla, el muslo, el empeine del pie. Apenas si conseguía respirar con normalidad. El cuerpo le vibraba como si alguien tocara un instrumento en su interior y algunos rincones desconocidos hasta entonces se despertaban con un palpitar que la sofocaba.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, que ya no le parecían fríos, se quitó la camisola, despacio, temblando al sentir el frescor del aire. Sus pechos estaban pesados y muy sensibles, tanto que los fruncidos pezones le dolían. A continuación acarició el pelo de Sam al tiempo que este soltaba la lazada de los calzones con manos temblorosas. La tela se deslizó por sus muslos, acarició la piel sensible, pero no fue nada comparado con la mirada de Sam. Esos ojos de hielo y fuego la recorrían con tanta avidez que tembló, por dentro y por fuera, porque los sentía sobre su piel, haciendo galopar su corazón.

—Eres preciosa, Emily. Dulce y fragante, pequeña y frágil. Y sin embargo tan fuerte, tan valiente, mi pequeña guerrera.

Sam le besó la piel tersa del vientre y perdió el sentido del tiempo, porque en ese momento únicamente mandaban los labios y las manos que acariciaban la cintura de Emily, las nalgas, las piernas, como si nunca pudiera saciarse. Verla desnuda cuando él seguía vestido le resultó aún más excitante. Finalmente le besó los pechos, saboreando los pezones firmes y fruncidos como frambuesas maduras, y le supieron a gloria.

—Ven, levántate —murmuró ella, tirándole del pelo en un gesto suave pero firme.

Aquella mujer sensual y provocativa le estaba volviendo loco. Antes de obedecer, le mordió con cuidado la cadera, pero lo suficientemente fuerte para que ella sintiera los dientes arañar la piel. El jadeo de sorpresa le hizo sonreír. Se puso en pie y más que nunca le pareció pequeña, sin embargo lo tenía comiendo en la palma de la mano.

—Déjame desnudarte —le pidió Emily—. Déjame devolverte el favor.

Sam tragó con dificultad y asintió. Con todo, las manos no se mantenían quietas, no habría podido aunque la vida le fuera en ello. Sostuvo los pechos, del tamaño perfecto para sus manos, le acarició los pezones y notó que ella contenía el aliento, interrumpiendo su labor.

—¿Te ha dolido?

—No, vuelve a hacerlo… —pidió ella con una voz que apenas reconoció.

Repitió la caricia y Emily volvió a tomar aire para después soltarlo lentamente.

—Si yo te hago lo mismo, ¿sentirás el mismo placer?

—¿Por qué no pruebas a ver qué pasa?

Emily sonrió, coqueta.

—Quiero saberlo todo de ti, Sam Truman, quiero descubrir el tacto de tu piel, el sabor de tu cuerpo. Quiero saber de qué color son tus ojos cuando el placer te abruma…

Temblando, Sam enterró los dedos en el espeso cabello de Emily y le echó la cabeza atrás.

—Me vas a volver loco si me dices esas cosas —gruñó sobre su boca antes de besarla profundamente, tentando su lengua a que le devolviera las caricias.

La ropa de Sam siguió el mismo camino que la de Emily, entre beso y beso, y cuando por fin estuvo desnudo, ella dio un paso atrás para admirar las líneas del cuerpo que la quemaba con un solo roce. Sam era la belleza hecha hombre. Todo en él era planos y ángulos, piel tersa con muy poco vello sobre músculos definidos. Era elegancia y fuerza. Alargó una mano y acarició las cicatrices, huellas de una vida poblada de peligros. Los labios siguieron las manos, se centraron en los pezones maravillándose de la reacción, al tiempo que oía la agitada respiración de Sam, que exhalaba largos suspiros.

—Emily… —susurró con voz áspera.

—Déjame tocarte…

Él cerró los ojos y se dejó acariciar sin moverse, porque si le ponía una mano encima se la llevaría a la cama y la tomaría al momento. Pero era consciente de la necesidad de Emily y por ella refrenaría su ansia, aunque se desintegrara por dentro. Ahogó un jadeo mientras ella le pasaba las manos por las nalgas apretando con delicadeza, seguía por las caderas hasta el vientre plano y volvía al pecho, ensortijando los dedos en el vello.

—Eres perfecto —susurró Emily, con tanta admiración que Sam estuvo a punto de arrodillarse ante ella.

Siguió su exploración rodeándolo hasta ponerse detrás. Besó las cicatrices de los latigazos, como si quisiera borrar los recuerdos y el dolor. Lo abrazó apoyando la mejilla en la piel castigada y las manos fueron a su sexo. Le sorprendió sentirlo tan duro como suave. Tembló al pensar en qué sentiría al tenerlo en su cuerpo.

—Emily… —susurró él—, no sé si podré aguantar mucho más…

La voz de Sam no fue más que un áspero susurro fruto de la necesidad. La risa de ella le sorprendió.

—¿Te estás burlando de mí? No sabía que una mujer podía tener tanto poder sobre un hombre.

—Por ti me postraría a tus pies. —La sujetó de una mano y se puso frente a ella—. Creo que me toca.

—No —dijo Emily, negando con la cabeza, y con este movimiento el cabello acarició la piel tensa del vientre de Sam y la punta del sexo. Emitió un siseo de placer que la estremeció—. No, quiero hacer una cosa más.

Sam gimió ante la promesa, no obstante se quedó sin palabras cuando Emily se arrodilló y acarició con las mejillas la punta del glande congestionado antes de besarlo y lamerlo con timidez.

—No —gruñó Sam—. Si sigues así todo acabará antes de haber empezado. Lo que quiero es sentirte.

La levantó tan rápido que Emily no pudo resistirse. La llevó a la cama, donde la depositó con cuidado mientras ella le tendía los brazos, urgiéndole a unir sus cuerpos. Pero Sam tenía otros planes. Se acostó a su lado y sonrió sin perder detalle del cuerpo que se le ofrecía.

—Ahora me toca a mí descubrir tus secretos.

Con una lentitud que casi la hizo llorar, Sam se dedicó a seducirla con las manos, los labios y la lengua. Llegó hasta el centro de su necesidad, donde la sangre parecía agolparse, y todo el cuerpo de Emily se tensó, sometido a una necesidad feroz. La mujer asustadiza se había convertido en una desconocida exigente que devolvía cada caricia con la misma urgencia que la recibía. Finalmente él se tumbó boca arriba y le indicó que se sentara sobre sus caderas. Emily lo miró, confundida.

—Quiero que me tomes tú —explicó Sam besándole una mano—. Quiero ser tuyo y que tú me lleves al placer.

—Pero no sé lo que tengo que hacer… —vaciló Emily, aturdida, ebria de pasión. El corazón le palpitaba con fuerza, la sangre le rugía en las venas y su cuerpo temblaba de necesidad. Sam la estaba enloqueciendo—. Dime qué tengo que hacer…

Tenía las mejillas arreboladas y el pelo revuelto. Jamás Sam la había visto tan hermosa, ni la había amado tanto, hasta dolerle el corazón.

—Tómame en tu cuerpo, Emily.

La guio y se perdió en su suavidad, un fuego líquido que lo envolvía hasta quemarle las entrañas. Sin embargo, eso no fue nada, cuando ella se movió, indecisa al principio, y luego llevada por el placer de una caricia tan íntima, Sam creyó derretirse. Entrelazaron las manos, siguiendo el mismo ritmo, regalándose el goce que ambos necesitaban y uniéndose como no lo haría un anillo de boda. Se miraron a los ojos sin pestañear, pues no querían perderse el menor detalle, ni un segundo de aquella unión.

Emily echó la cabeza adelante para alcanzar su boca ávida; el cuerpo ya no le pertenecía, era de Sam, tanto como el de él le pertenecía a ella. Se habían fundido en un solo ser. Aquel pensamiento la elevó hasta una cumbre de la que se precipitó flotando cuando el placer estalló en su interior. Todo se hizo más luminoso y perfecto, porque supo que Sam siempre estaría en su corazón, en su alma, en cada fibra.

Al verla embargada por la culminación del placer, Sam se permitió ceder a su necesidad y se sentó para abrazarla. Algo se rompió en su interior y entendió que jamás podría volver a sentir esa perfección. Acababa de encadenarse a Emily para el resto de sus días aunque tuviese que dejarla.