Sam llevaba tanto tiempo esperando que Emily bajara de su habitación que apenas si lograba mantenerse quieto. Las miradas de Lorelei al bajar unos minutos antes no hicieron nada por calmarle. Al oír unos pasos en las escaleras, se puso en pie de un salto y fue a ver quién era. Nada más alzar la vista, se quedó congelado. La mujer que apoyaba un pie tras otro sobre cada escalón con la gracia de un cisne que se desliza por el agua lo dejó sin palabras. Su Emily seguía siendo la misma de siempre, aunque algo en ella había cambiado y la hacía aún más deseable. No era el vestido de raso azulado, ni el peinado que alzaba el cabello en una cascada de bucles sueltos. Eran los ojos de una mujer segura de sí misma que lo miraba como si tuviese un cometido.
Sonrió y se sintió como un bruto con sus cartucheras colgadas de las caderas, porque en ese momento habría deseado ser un caballero elegante, de los que regalaban flores a las damas y las hacían girar sobre una pista de baile iluminada por centenares de velas que realzaran la belleza de su pareja. En ese momento deseó ser otro hombre, alguien que pudiera darle un futuro a Emily.
Estaba tan absorto en su contemplación que no oyó que la puerta de la calle se abría.
Joshua y Douglas entraron.
—Mirad a quién traigo —dijo Joshua, limpio y repeinado, más alegre de lo que había estado en todo el viaje—. He convencido a Douglas para que cene con nosotros, aunque después se vaya a dormir a la carreta… —La voz se fue apagando cuando se fijó hacia donde iba dirigida la mirada de Sam—. Vaya, Emily… Estás muy guapa…
Douglas notó que se le encogía el estómago. Lo que estaba viendo le revolvía las tripas, porque Emily se había vestido como una furcia para seducir a un hombre que no era él. Reprimió las ganas de subir de dos en dos las escaleras para deshacerle el moño y arrancarle ese vestido que la ceñía hasta revelar cada curva de su cuerpo. Una mujer honrada no se vestía así. Él quería a la Emily que se había escondido en el rancho, temerosa, vulnerable, no la seductora que permanecía erguida mientras sonreía a Sam. Apretó los puños. Estaba más decidido que nunca a llevar a cabo su plan y llevársela muy lejos, donde nadie pudiera meterle estupideces en la cabeza y donde ella aprendería a ser una esposa obediente.
Cody pasó corriendo por la entrada, pero algo le frenó y Mickaela, que lo perseguía, chocó con él.
—¡Mamá! Pareces una princesa.
—Ese vestido te queda mejor que a Daphne. Le encantará verte con él —declaró Mickaela con un brillo pícaro en la mirada.
Emily sonrió. Tanta atención empezaba a turbarla, aunque la única mirada que le importaba era la de Sam, y la sonrisa deslumbrante de su hijo representaba la culminación de su felicidad. Cuando tras el baño Lorelei había aparecido en su habitación cargada de raso y encajes, ella se había sentado en la cama, aturdida, y había rechazado la ropa que le prestaba Daphne. Lorelei hizo oídos sordos y le guiñó un ojo.
—No seas tonta, Daphne está encantada. Además, este vestido le queda un poco estrecho, de modo que si lo manchas o se rompe, no importará.
Y allí estaba, con el vestido más bonito que jamás hubiese soñado, y notar el encaje de la ropa interior no hacía más que incrementar la sensación de ser la mujer más bonita de la ciudad.
El silencio que se produjo en el vestíbulo lleno de gente llamó la atención de Nube Gris y Edna, quienes se asomaron desde el salón.
—¡Emily! —exclamó la joven—. Estás preciosa. Mira…, yo también llevo un vestido nuevo. Me lo ha dejado Mickaela.
Giró sobre sí misma, haciendo bailar los volantes de encaje que adornaban el vestido de cretona rosa.
—Estás preciosa —le aseguró Emily, feliz por la joven.
El indio sonrió de oreja a oreja.
—Creo que somos los hombres más afortunados de la ciudad. Vamos a cenar con las damas más bellas de todo Dodge City.
—¿Y tú vas a cenar aquí? —espetó Douglas, rojo de indignación.
Joshua lo miró, sorprendido.
—Vamos a cenar todos juntos —adujo el chico.
—¿Por una cama y una cena caliente vas a aguantar a un indio? —espetó Douglas con cara de asco. No conseguía controlar la ira que lo sacudía por dentro.
—A dos indios —señaló Mickaela—. Soy medio cheyenne.
La mirada de Douglas fue de Nube Gris a la mujer que acababa de hablar.
—Ni hablar, no pienso compartir la mesa con esos asquerosos salvajes.
—Pues me alegro —dijo Lorelei desde la puerta de la cocina—, porque no quiero a un tipo como tú en mi casa. Ya sabes dónde está la puerta.
—No entiendo por qué te da tanto asco cenar con Nube Gris cuando lo has hecho durante más de un año en el rancho —puntualizó Emily, tranquilamente—. Si tanto te disgusta estar con un indio, es mejor que mañana mismo te marches por tu cuenta, en cuanto te pague lo que te debo. Siento que tengas tan mal opinión de Nube Gris, pero si he de elegir entre los dos, puedo asegurarte que él siempre estará primero.
Douglas echó una mirada tan cargada de odio a Emily que Sam dio un paso adelante.
—Largo de aquí —le ordenó en un tono que habría congelado el sol—. Ve a los cercados a mediodía; cuando la señora Coleman te pague, quiero que desaparezcas al instante.
Los ojos de Douglas fueron por última vez a Emily, ignorando la amenaza de Sam.
—Cree que un vestido de puta la cambiará, pero no es más que una mujer asustadiza que se arrepentirá cuando…
No pudo acabar la frase, porque el puño de Sam se estrelló contra su boca. Douglas cayó de bruces sobre Joshua, que parecía asombrado por el veneno que escupía su amigo. Le había oído insultar a Nube Gris, pero nunca habría imaginado que fuera tan grosero con Emily. Al principio lo sostuvo a duras penas, pero cuando notó cómo se debatía lo soltó enseguida.
—Volveremos a vernos —barbotó Douglas con la boca llena de sangre.
Cuando se hubo marchado todos permanecieron en silencio; el ambiente festivo se había evaporado con el odio de Douglas. De repente se oyeron pasos en el porche y la puerta se abrió. La cabeza de Kirk se asomó con prudencia.
—¿Qué narices ha pasado aquí dentro? Salgo a fumar un cigarrillo y el idiota de Douglas sale como un mono cabreado y escupiendo sangre. ¡Emily! Chiquilla, casi no te reconozco… —exclamó, soltando su risa tan característica, como grava rastrillada—. Si tuviese unos años menos, te llevaría a bailar.
—Puedes llevarme a mí —le propuso Lorelei con un guiño.
Kirk entró y se quitó el sombrero, llevándoselo al pecho.
—Señora, cuando usted quiera. Será para mí un honor bailar con una mujer tan guapa, si no le importa que sea viejo y cojo.
La risa de Lorelei disipó la tensión y dio una palmada.
—Dios, este hombre me gusta, me recuerda a mi difunto marido.
—Dios me libre de parecerme a un cadáver —musitó Kirk con el ceño fruncido.
La puerta se cerró con un portazo que nadie pareció oír. Edna salió al porche, enfurecida por el comportamiento de Nube Gris, aunque también consigo misma por ser una estúpida convencida de que un bonito vestido bastaría para llamar la atención de su amigo. Pero no fue así, y el joven indio se pasó la velada hablando con Mickaela. Podía entender su anhelo por conversar con alguien de su misma raza, pero le dolía que la hubiese ignorado.
La puerta volvió a abrirse a sus espaldas. Cerró los ojos, rezando para que no fuera él. No quería que la viera cabizbaja, a punto de romper a llorar. Unos pasos se acercaron.
—¿Edna?
La voz de Joshua la sorprendió.
—Creí que te habías acostado.
El joven se sentó en una mecedora, con la vista perdida en el paisaje sombrío apenas iluminado por la luna.
—No. Creo que voy a ver si encuentro a Douglas. No entiendo por qué se ha mostrado tan grosero con Emily.
Edna soltó un suspiro y se sentó en la otra butaca.
—Ya te dije que Douglas la miraba de manera extraña. Tú no me haces caso, pero te aseguro que ese hombre tiene algo que me pone nerviosa.
Joshua no contestó. Permanecieron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Ni siquiera miraron cuando la puerta se abrió por tercera vez y apareció Nube Gris. Este los observó sin atreverse a acercarse a Edna por la presencia de su hermano. No quería ponerla en un aprieto, aunque necesitaba hablar con ella a solas. Durante toda la cena había notado que lo acribillaba con miradas airadas y no entendía muy bien aquella reacción.
Joshua le observó despectivamente, negándose a admitir que estaba equivocado con Nube Gris. Era un indio y los indios no eran de fiar. No entendía cómo Edna confiaba tanto en él, sin importarle lo que su propio hermano pudiera pensar.
Fue ella la que rompió el silencio.
—¿Ya has acabado de hablar con Mickaela?
El indio alzó las cejas, sorprendido por el tono agrio de la joven.
—Pues sí, se ha ido a la cama, como casi todos. Solo quedan Sam y Emily en el salón. Yo me iré a la carreta para ver si los perros necesitan algo, no sabemos si Douglas se quedará con ellos esta noche o si ha abandonado el campamento.
Joshua se puso en pie; no quería estar con el indio.
—No creo que esté en el campamento. Voy a dar una vuelta por si le veo.
Edna frunció el ceño.
—No vayas por ahí solo. Esta ciudad es peligrosa.
Joshua sonrió a su hermana con aire de condescendencia.
—Sé cuidar de mí mismo. Pero tú no te quedes aquí sola, vuelve a entrar.
Los ojos de Edna se entrecerraron. Joshua la estaba mandando a la cama con el único fin de no dejarla a solas con Nube Gris.
—Entraré cuando me haya cansado de estar fuera… —fue su respuesta. Y se acomodó mejor en la butaca balanceándose lentamente.
Dividido, Joshua echó una mirada al indio.
—Y tú, ¿no te ibas?
El aludido se encogió de hombros. Ya tendría otra oportunidad de hablar con Edna.
—Sí.
Sin más, echó a andar con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones.
—¡Eres un grosero! —exclamó Edna, furiosa con su hermano, aunque decepcionada también con Nube Gris por haber cedido tan rápido.
Joshua sonrió, satisfecho por haber conseguido alejar al indio. No se molestó en contestar y caminó en dirección opuesta a la que Nube Gris había tomado momentos antes.
Edna miró hacia ambos lados. No pensaba quedarse de brazos cruzados; ni obedecería ciegamente a su hermano ni perdería la oportunidad de recibir una explicación de Nube Gris por su comportamiento. En cuanto la espalda de Joshua desapareció al doblar por la primera bocacalle, Edna echó a correr en la dirección que había tomado su amigo. No le costó alcanzarle, ya que iba caminando remoloneando y silbando suavemente, como si estuviese dando un paseo. Eso la desquició aún más. Con el aliento entrecortado por el corsé, que le apretaba las costillas, lo sujetó del brazo para obligarle a darse la vuelta.
—Creí que los amigos se trataban con respeto —dijo de sopetón ante la mirada sorprendida de Nube Gris.
Este no parecía entender lo que Edna le decía. Lo único que le importaba era que la chica le había seguido, saliendo de noche en una ciudad donde no era prudente que una joven anduviera sola. La sorpresa dio paso a la preocupación y el enfado.
—¿Le dices a tu hermano que esta ciudad es peligrosa y tú andas sola de noche? ¿Qué crees que te ocurriría si te encontraras con unos cuantos vaqueros con ganas de jugar un rato?
La tomó del brazo con la intención de devolverla a la seguridad de la casa de Lorelei, pero Edna se sacudió hasta quedar libre.
—No me trates como si fueras Joshua. Voy donde quiero.
—¿Y donde quieres ir es casualmente al mismo sitio donde yo voy? —preguntó él irónicamente—. Me cuesta creerlo, porque has estado toda la cena fulminándome con la mirada.
La joven puso los brazos en jarras.
—Me has ignorado toda la noche. No tenías ojos más que para Mickaela, como si yo no existiera. Creí que éramos amigos, pero veo que ya te has cansado de mí. Y yo que pensaba que te gustaba hablar conmigo. Eres como una veleta que se deja llevar por el último viento. Ves una cara nueva, y allí vas.
Nube Gris se rascó la frente, echándose atrás el sombrero. No entendía la reacción de su amiga. A su entender no la había ignorado, sino que había sido ella la que se negó de manera tajante a participar en la conversación. En cuanto se sentaron, pareció molesta por haber sido colocada al otro lado de la mesa mientras él ocupaba un sitio junto a Mickaela. Pero al parecer olvidaba que fue Lorelei la que dispuso a los comensales y que él no había tenido oportunidad de decidir.
—Te equivocas. He intentado que participaras en la conversación, pero te has limitado a mirar fijamente tu plato. Diría que has sido grosera con Mickaela, y no lo entiendo, porque ella precisamente es la que te ha prestado uno de sus vestidos.
Edna abrió los ojos de indignación.
—¡Yo no he sido grosera con Mickaela!
Nube Gris se acercó hasta que su nariz quedó a escasos centímetros de la de Edna. La actitud de la joven lo irritaba, pero algo en su interior se agitaba como una corriente traicionera. En ese momento deseaba sacudirla como a un manzano, pero también le hormigueaban los labios, deseando callarla con un beso.
—¡Ya lo creo, has sido grosera con ella!
Edna se empinó un poco hacia arriba poniéndose de puntillas. Los ojos de obsidiana de Nube Gris la estaban absorbiendo. Fue un error, porque al estar tan cerca olió el aroma que emanaba del joven y fue como si una bocanada de aire caliente la envolviera.
—¡No he sido grosera! El único grosero has sido tú por ignorarme —dijo, apretando los dientes.
A duras penas conseguía controlar las manos, porque las ganas de tocar el pelo negro como la noche se le antojaban una necesidad. El enfado se difuminaba, envuelto en un sentimiento mucho más intenso.
Nube Gris emitió un gruñido de frustración. La cercanía del cuerpo de Edna le estaba aturdiendo.
—No sabes lo que dices. Supongo que te ha dado demasiado el sol. ¿Quieres soltar de una vez por todas lo que quieres?
Edna inhaló y aguantó la respiración unos segundos. ¿Qué quería? Ni siquiera ella entendía por qué algo bailaba en su interior. Se fijó en los labios firmes de Nube Gris, que le parecieron suaves, y se preguntó si serían también tersos al tacto. Aquel pensamiento la sorprendió, pero no le descartó.
—Quiero que me beses —susurró muy cerca de él.
Las cejas de Nube Gris se alzaron de golpe. ¿Besarla? ¿Se atrevería a besarla? Tragó lentamente, intentando aliviar la sequedad de su boca.
—¿Solo un beso? —replicó en el mismo tono.
—Para empezar…
De repente, tan torpe como un gamo recién nacido, Nube Gris la sujetó por la cintura y se la acercó hasta que notó que el cuerpo de Edna se acoplaba al suyo. Bajó la cabeza sin dejar de mirarla a los ojos. El primer roce fue tan vacilante como el aleteo de una mariposa. Lentamente ambos fueron disfrutando de la caricia hasta que el beso se hizo más profundo y se abrazaron con urgencia.
Ninguno vio la silueta que los observaba desde una esquina. Estaban tan aislados en su beso que no percibieron el odio de la mirada.