26

La bañera se encontraba en el centro de un cuarto pequeño aunque coquetamente amueblado situado junto a la cocina. Las paredes estaban empapeladas con cenefas de rosas alternadas con amplias franjas del verde de los capullos. Las lámparas de aceite desprendían una suave luz dorada. Una estufa de carbón calentaba la estancia, que olía a jabón de lavanda. Todos se habían bañado y ella era la última. Al sumergirse en el agua caliente se le escapó un gemido de placer. Disfrutó estirando las piernas, recordando la tina que usaban en su casa para el baño, que apenas daba para sentarse. Lentamente su cuerpo se fue relajando y se dejó llevar por la languidez que embargaba todo su ser hasta dejarla adormilada.

No obstante el pensamiento de estar llegando al final de su viaje no la abandonaba. Unas pocas semanas más, tal vez días, y Sam se marcharía. Entendía sus motivos, sabía que muchos la señalarían por estar con un hombre que no era su marido. Y Sam supo dar el único argumento que Emily no podría obviar: por nada del mundo sometería a su hijo al escarnio de los demás, niños y adultos. A pesar de saber que la despedida era inevitable, eso no hacía menos dolorosa la pérdida del único hombre al que amaba.

Perdida en sus pensamientos no oyó que se abría la puerta. Fue la corriente de aire lo que la avisó de una presencia en el cuarto. Miró por encima del hombro y se encontró a Lorelei, que la observaba con un brillo divertido en la mirada.

—¿Disfrutando del baño? ¿Está bastante caliente el agua?

Cohibida, Emily encogió las piernas y se las abrazó.

Lorelei soltó una risita y dejó sobre una banqueta unas toallas de lino. Acto seguido, y para mortificación de Emily, se sentó encima sin más ceremonia.

—No te escondas y disfruta del baño. No tienes nada que yo no tenga.

No supo qué contestar, de manera que permaneció encogida. A los pocos segundos la inoportuna visita se rio de nuevo.

—Por lo que veo, se ríe con mucha facilidad —espetó Emily.

—Cariño, no voy a andarme con rodeos. ¿Te ha contado Sam algo de mi vida anterior?

—No exactamente…

Lorelei se colocó los volantes de las mangas y cruzó los brazos sobre las piernas, enseñando una buena porción del escote con esa postura.

—No es que sea motivo de orgullo, pero tampoco quiero esconder mi pasado. Fui prostituta en Laramie durante años. No lo elegí, me vendieron cuando tenía dieciocho años a cambio de unos cuantos barriles de whisky y un caballo. Comparado con lo que dieron por otras chicas, fui de las más caras. —A pesar del tono desenfadado, los ojos de Lorelei revelaban una antigua amargura—. Ahorraba cuanto podía para abrir un bar en algún sitio, pero por suerte conocí a Patrick y me sacó de aquel lugar.

—¿Por qué me cuenta todo eso?

—Porque tú y yo tenemos un interés común y me gusta que las cosas sean muy claras. Conocí a Sam hace muchos años y, si entonces me parecía un hombre guapo, ahora me parece aún más deseable, pero no me gusta meterme entre un hombre y una mujer. De modo que no daré más vueltas. Cuando os he visto en la calle, os estabais abrazando de una forma muy poco convencional para tratarse de una patrona y su empleado. Tú eres la señora Coleman, y Sam, el señor Truman. ¿Hay algún señor Coleman?

Emily estaba tan abochornada que de repente el agua que la envolvía le pareció helada. Aunque la franqueza de Lorelei la estaba desarmando, se negó a achicarse, así que alzó la barbilla.

—Mi marido lleva seis meses desaparecido. Se supone que está buscando oro en Oregón, pero no ha dado señal de vida desde que se fue.

—¿Y hay algo entre Sam y tú? —La pregunta fue directa mientras la miraba a los ojos. No sonreía, ya no quedaba rastro de su risa ni su desenfado.

Emily tragó lentamente en un intento de disolver el nudo que se le había formado en la garganta.

—Sí…

Para sorpresa de Emily, Lorelei se dio con ambas manos una palmada en las rodillas. Se puso en pie y se colocó detrás de ella. Sin pedir permiso, cogió el jabón de lavanda y empezó a enjabonarle el pelo.

—Bien, ahora ya sé a qué atenerme. Es una pena, porque en Laramie Sam nunca se acercaba a las chicas; nos trataba con mucho respeto, nos llamaba señora y nos saludaba con un gesto que nos enloquecía, pero nunca se acostó con ninguna. Esperaba que ahora que soy una viuda respetable la cosa cambiara, pero veo que es tarde.

Aturdida, Emily se dejó lavar el pelo y se encontró disfrutando de las atenciones de su acompañante.

—Lo lamento —dijo, más por hábito que por auténtico sentimiento. Se relajó estirando de nuevo las piernas—. Cuéntame cosas de Sam. Él nunca habla nunca de su pasado, lo único que sé es que estuvo luchando en la Guerra Civil. —Se mordió el labio unos segundos y se atrevió a preguntar lo que llevaba cavilando todo el día—. Si Sam no se acostaba con las chicas, ¿tenía una amante en otro sitio?

La risa de Lorelei regresó.

—Eso lo ignoro, aunque en Laramie se rumoreaba que tenía una relación muy discreta con una joven viuda. No sé nada más.

La respuesta no la tranquilizó, porque una relación discreta podía ser exactamente lo mismo que ella tenía con Sam. Y si hacía memoria, recordó que Lorelei había mencionado que Sam se marchó de la noche a la mañana. ¿Haría lo mismo con ella?

—¿Y sabes algo de su familia?

Las manos que le masajeaban la cabeza se quedaron quietas unos instantes.

—Murieron todos. Unos comancheros cruzaron la frontera y atacaron el rancho de sus padres. Criaban caballos. Los comancheros robaron todo lo que encontraron, mataron a los habitantes del rancho y quemaron cuanto encontraron a su paso. Cuando Sam volvió de la guerra, no quedaba nada, incluso las tierras habían sido confiscadas.

Emily soltó un suspiro que le salió del alma. Como suponía, estaba solo, no tenía familia, nadie que se preocupara por él. Cerró los ojos imaginando a un hombre catorce años más joven, devastado por una guerra que sacó su lado más violento, y que al regresar, cuando más los necesitaba, se encontró con la devastación de su hogar y la muerte de toda su familia. Se estremeció al pensar en Sam marchándose del rancho, roto por el dolor.

—¿Tienes frío?

—No…

Permanecieron en silencio un buen rato. Lorelei le echó la cabeza atrás y le enjuagó el pelo con una jarra. Cuidadosamente le quitó todo el jabón con gestos metódicos. Emily recordó las palabras de Sam: Lorelei disfrutaba cuidando de los demás.

—Sam se marchará cuando volvamos a casa —confesó Emily en voz baja—. No quiere estar en el rancho por si mi marido vuelve, porque, si es el caso, le mataría.

Lorelei arqueó las cejas.

—No me imagino a Sam matando a un hombre sin más.

—Mi marido nos pegaba, a mí y a mi hijo —susurró, avergonzada. No solía contar algo tan íntimo de su matrimonio, pero si alguien podía entenderla, era la mujer que estaba con ella en ese momento.

Lorelei se puso de rodillas y le pasó un brazo por los hombros. La miró fijamente y Emily vio los ojos de una mujer mucho mayor, que había visto demasiado sufrimiento.

—No tienes que avergonzarte de lo que hacía tu marido. Solo un malnacido sería capaz de algo así. Y Sam tiene razón; si se encontrara con tu marido, no dudes de que le daría su merecido. En Laramie un vaquero frecuentaba La Dama del Sur, era un joven que disfrutaba pegando a las mujeres. Todas lo evitábamos cuando aparecía, pero un día una chica que llevaba poco tiempo se acercó a él y subieron a las habitaciones. No tuvimos tiempo de avisarla. Una hora después el vaquero bajó, se bebió un trago tranquilamente y se marchó. Cuando subí a ver cómo estaba la chica, la encontré atada y amordazada en la cama. Le había pegado con tanta fuerza que apenas si se le reconocía el rostro. El cuerpo estaba lleno de moratones y cortes. Nadie se preocupó por hacer justicia, porque la joven no era más que una prostituta, pero Sam sí. Cuando ese vaquero volvió, lo retó a que se enfrentara a alguien de su tamaño.

—¿Y qué pasó?

—Hubo un duelo y Sam lo mató.

Emily se estremeció. Recordaba a Sam marchándose en la oscuridad, dispuesto a matar a los hombres de Crawford por ella.

—¿Y la chica? —preguntó en un susurro.

—Murió unos días después a causa de la paliza recibida. Así que ya puedes estar segura de que Sam mataría a tu marido. Esa chica no representaba nada para él y mató a su agresor por hacer justicia. Imagina lo que haría si se encontrara con un hombre que le haya puesto las manos sobre una mujer a la que considera suya.

El miedo se le coló en el cuerpo, no por ella ni por Cody. Sencillamente temió ver a Sam matar a Gregory, porque eso sería una barrera infranqueable entre ellos. ¿Cómo podría explicarle a Cody que debían vivir con el hombre que había matado a su padre, por más que el niño no quisiera saber nada de Gregory?

—No quiero perderle —susurró Emily, con la congoja anidada en el pecho—, pero no sé qué hacer…

Lorelei le envolvió cuidadosamente el pelo con una toalla.

—Disfruta del tiempo que tienes.

Aquellas palabras le recordaron que, a pesar de los sentimientos que la unían a Sam, no habían intimado como pareja. Esa duda la sobrecogió, porque era consciente de que le quedaba poco tiempo. Pero ¿podría superar el miedo a fallarle? Se pasó la lengua por los labios y miró a Lorelei de reojo. ¿Quién mejor que una mujer como ella para hablarle de sexo?

—Lorelei…

—¿Sí? —contestó esta, doblando la toalla que se había caído al suelo.

—Yo… Bueno…, creo que… Me preguntaba si…

Tanto titubeo despertó la curiosidad de la mujer.

—¿Qué te pasa?

Las mejillas de Emily se encendieron hasta la combustión. No obstante se decidió; ya no era una niña y no le quedaba tiempo. Respiró hondo y soltó de sopetón:

—¿Podrías decirme cómo se da placer a un hombre?

—Pero, si eres una mujer casada y eres madre, sabrás algo de lo que pasa en una pareja —replicó Lorelei, perpleja.

Emily se tapó la cara con las manos. Nunca había sentido tanta vergüenza.

—Yo odiaba tocar a mi marido y no soportaba que él me pusiera las manos encima. Odiaba cuando…, cuando… Ya sabes. Me dolía y me daba asco.

—¿No te has acostado con Sam? ¿Solo con tu marido? —La sorpresa se reflejaba en el rostro de la mujer.

—Sam y yo no hemos compartido más que besos, y son maravillosos. Siento que mi cuerpo se despierta y anhelo cosas que no entiendo. Pero me da miedo volver a sentir asco si Sam me toca de manera más íntima. Algunas veces pienso que algo va mal en mí porque no me entiendo. Mi marido me decía que una mujer honrada y temerosa de Dios no podía sentir nada durante el acto matrimonial. Pero cuando beso a Sam, quiero tocarlo, quiero ver su cuerpo, quiero acariciarle…

Lorelei curvó los labios y finalmente rompió en una carcajada escandalosa.

—Bien, cariño, si deseas hacerle todas esas cosas es que no te pasa nada malo. Escúchame, tu marido es un idiota. No hay nada más bonito que el sexo entre un hombre y una mujer cuando se aman. También puede ser divertido, apasionado, tierno. No hay nada fijo, todo depende de lo que cada uno quiera en ese momento.

—Pero ¿qué tengo que hacer? —inquirió, con urgencia.

—Cariño, espero que el agua esté caliente, porque esto nos llevará un buen rato.

Emily no tardó en abrir unos ojos como platos.