Dodge City no era como Emily había imaginado. Los rumores la describían como un antro del infierno y la comparaban con Deadwood, la ciudad más peligrosa de Dakota del Sur. Pero las calles se veían bulliciosas de vida, con gente que iba y venía, hombres ataviados con trajes elegantes y bombines, otros con el atuendo de los granjeros, o vaqueros con sus chaps de cuero para protegerse las piernas y las cartucheras colgando de las caderas. Las calzadas, atestadas de carretas y jinetes a caballo, eran polvorientas, pero las aceras entarimadas invitaban a entrar en todo tipo de negocios boyantes, como armerías, tiendas de ropa, barberías, almacenes generales, salas de baile, restaurantes o panaderías.
Emily lo contemplaba todo sin perder detalle, como un niño frente a un mostrador lleno de golosinas. Aunque en su caso le parecía una ciudad ruidosa y maloliente, porque en el aire flotaba la fetidez de los esqueletos de búfalos que dejaron atrás antes de entrar en la población. Con todo no podía apartar la mirada, absorbiendo cada detalle. Lo que menos le gustaba eran los bares, a cuyas terrazas, en la primera planta, se asomaban mujeres muy ligeras de ropa que interpelaban a los hombres sin el menor empacho. Más de una lanzó una invitación desvergonzada a Sam, que para alivio de Emily, este ignoró sin dudar.
Detrás iban Joshua y Douglas, que tampoco se perdían detalle, sobre todo el chico. Esa misma mañana, le había dejado dinero al joven para que mandara un telegrama a su tía con el fin de avisarla de la llegada de los dos hermanos. Douglas se había ofrecido a acompañarlo, después se reunirían con los demás frente al Long Branch Saloon. Mientras, Emily y Sam se dirigirían al Great Western Hotel, donde se suponía que debía encontrarse Hans Linker. Era urgente hablar con él cuanto antes para alojar el ganado en un lugar que tuviese agua y forraje. Kirk y Nube Gris se habían quedado con Cody y Edna a media hora de la ciudad, en un campamento provisional cerca del Fuerte Dodge, hasta que todo se arreglara.
A Emily le sudaban las manos, y la carta del funcionario, que aguardaba en el bolsillo de su falda, le pesaba como una piedra. Era su salvoconducto para llevar a cabo la transacción, porque, pese a ser una carta, a efectos legales era lo más parecido a un contrato. En esas líneas Linker se comprometía a comprar el ganado del rancho Coleman si se lo llevaban en determinadas fechas. Y estaban al límite de esa cita concertada meses atrás.
Se separaron en la calle principal y Emily se fue directa al hotel en compañía de Sam. Se fijó en una pareja. La mujer llevaba uno de esos vestidos que ella solo había visto en los catálogos por correspondencia de Wards. El modelo era de color rosa pálido y en el frente de la falda recta mostraba un artístico drapeado que se perdía atrás, en las caderas realzadas por el polisón. El corpiño ajustado perfilaba la forma de la cintura y elevaba el pecho, con un escote cuadrado, recatado pero muy favorecedor. Completaba el conjunto un sombrerito muy coqueto, ligeramente ladeado sobre una cascada de rizos sedosos. La mujer iba cogida del brazo de un acompañante que no se mereció ni una mirada por parte de Emily, que estaba demasiado embelesada con el vestido. La dama hacía girar una delicada sombrilla de encaje color marfil con la mano libre mientras hablaba con una sonrisa coqueta en los labios, dudosamente brillantes.
—¿Emily?
La voz de Sam le llegó desde muy lejos. Tardó unos segundos en salir de su trance teñido de añoranza por llevar, aunque solo fuera una vez, un vestido tan exquisito. Ese día se había puesto una falda pantalón limpia, pero arrugada, y la blusa blanca delataba demasiados lavados. No tuvo más remedio que calzarse sus robustas botas arañadas y se peinó con una trenza enrollada en la nuca. Desde luego, no resultaba precisamente un atuendo muy femenino.
—¿Sí?
Se dio cuenta de que Sam ya se había apeado de Rufián y atado las riendas a la barandilla de la acera.
—¿Ocurre algo? —inquirió él.
—No, claro que no —se apresuró a contestar. Se bajó de un salto, convencida de que una mujer elegante no cabalgaría a horcajadas. Se libró de la autocompasión en cuanto Sam la cogió de una mano para ayudarla mientras ella se sacudía la falda. Se enderezó y esbozó una sonrisa vacilante—. ¿Se me nota que estoy muy asustada?
Él sonrió y le colocó en su sitio un mechón rebelde que se había escapado del moño.
—No, pero si ves que no puedes controlar los nervios, déjame a mí hablar con ese hombre.
—No. Quiero llevar a cabo la transacción; al fin y al cabo he llegado hasta aquí cuando todos me decían que era una locura. Pues bien, aquí está Emily y me tragaré mi miedo.
Sam deseó abrazarla allí mismo, pero se conformó con acercarse un poco y susurrarle al oído:
—Me siento orgulloso de mi pequeña guerrera. —Le ofreció su brazo en un gesto muy galante—. Bien, señora Coleman, si me hace el honor…
Emily le hizo una escueta reverencia y posó con delicadeza los dedos sobre el brazo de Sam.
—Se lo agradezco, señor Truman.
Entraron muy dignos, con su ropa arrugada, pero felices. Una felicidad agridulce, porque cuanto antes acabara esa aventura, antes se separarían.
Se dirigieron al mostrador, donde un recepcionista ataviado con un chaleco llamativo a rayas amarillas y verdes y una camisa almidonada hasta parecer de cartón los observaba con impertinencia. El pelo negro peinado con la raya en medio llevaba tanta pomada que le brillaba como si se lo hubiese barnizado, y el bigote alargado se enrollaba en dos espirales a cada extremo.
A Emily le pareció ridículo comparado con el hombre que le sostenía el brazo. Sam era pura fuerza masculina, sin artificios, sin rastro de autocomplacencia, como si su aspecto le importara poco. Grande y fuerte, atraía la mirada de hombres y mujeres, que lo observaban con recelo por parte de ellos y admiración en el caso de las damas. No parecía ser consciente del interés que suscitaba. El único lujo que se permitía era llevar ropa limpia y bañarse cada vez que se le presentaba una oportunidad. Aquel pensamiento la llevó a recordar el baño que compartieron y las confesiones. No soportaba la idea de verlo alejarse de su vida para seguir solo. ¿Y si alguien volvía a tenderle una emboscada? ¿Y si la olvidaba?
—¿En qué puedo ayudarles?
La voz engañosamente amable del hombre la sacó de golpe de sus pensamientos. El tono delataba cierto desprecio, pero cuando los ojos de Sam se clavaron en los suyos, el empleado tragó con dificultad y su actitud se tornó servicial.
—¿Desean una habitación?
—Estamos buscando al señor Hans Linker —informó Emily, que se aferraba al brazo de su acompañante para infundirse valor.
—Oh… sí. El señor Linker no estará aquí hasta mañana por la mañana. Ha tenido que ausentarse, pero dejó una carta para el señor Coleman. —Alzó las cejas, esperando que le confirmaran si tenía que sacar la misiva.
—Yo soy la señora Coleman. Mi marido no ha podido venir.
Las cejas del hombre se elevaron un poco más en una muda especulación y los ojos fueron de Sam a Emily. Esta se sintió avergonzada al advertir que los ojillos negros del hombre la evaluaban de manera despectiva.
—En ese caso, señora, me temo que no puedo entregársela —aseguró con condescendencia petulante—. Entenderá que mi obligación es seguir las órdenes que me han dado.
—Pero soy la esposa del señor Coleman y el señor Linker espera…
—Si su marido no se presenta —la interrumpió descaradamente— no entregaré la car…
La voz se le quedó atascada en la garganta cuando la mano de Sam lo agarró del cuello y le obligó a echarse sobre el mostrador de madera pulida.
—La señora Coleman ha hecho un largo viaje desde la otra punta del estado y está cansada —explicó con voz pausada, no sin un deje de amenaza en el timbre—. Le estaríamos muy agradecidos si nos diera la carta cuanto antes.
El hombre asintió con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Sam lo soltó y le alisó la camisa con parsimonia.
—Siempre he pensado que unas pocas palabras son lo mejor para aclarar las cosas —explicó a Emily, que lo miraba con la boca abierta.
Ella asintió en silencio. Estaba viendo una nueva faceta de Sam, la del hombre que no temía recurrir a la violencia para conseguir lo que deseaba. Llevaba demasiados años solo valiéndose de la amenaza, lo único que muchos respetaban. Con todo no sintió el rechazo que habría imaginado unas pocas semanas antes, de modo que sonrió al empleado y tendió una mano a la espera de recibir la carta.
—Gracias, le estamos muy agradecidos.
Salieron y, nada más pisar la acera, Emily abrió la carta con impaciencia. Cuando la leyó, el estómago se le cerró en un puño, aunque enseguida soltó un suspiro de alivio. Al enterarse de que Linker no estaba, todas sus esperanzas se habían venido abajo, pero después en la misiva del funcionario leyó lo que tanto necesitaba saber. Linker seguía interesado en el ganado del rancho Coleman y esperaba encontrarse en el restaurante Beatty and Kelley al día siguiente con el señor Coleman, si a este le convenía. Aquella sería la última oportunidad, porque después se marcharía hacia Oklahoma.
—Hemos llegado a tiempo —susurró Emily—. Por un día…
La voz se le quebró. Si se hubiesen retrasado un día más, todas las penurias no habrían servido de nada. Alzó el rostro y sonrió a Sam.
—Lo hemos conseguido. Aquí me indica que ya está todo previsto para que el ganado sea llevado a los cercados del ferrocarril. Los empleados están al tanto de la llegada de nuestra partida de reses. —Se rio y no pudo evitar echarse al cuello de Sam—. Lo hemos conseguido…
Sam la estrechó allí mismo, sin importarle las miradas de los demás.
—Me siento orgulloso de ti, eres una mujer maravillosa.
—¿Sam Truman?
Una voz femenina los obligó a separarse. Detrás de Emily una mujer los observaba con los ojos muy abiertos. Rondaría los cuarenta, pero el rojo fuego de su cabello no dejaba entrever ni una sola cana. Era de estatura pequeña y su silueta evocaba un reloj de arena, con el busto generoso, la cintura diminuta y unas caderas amplias. Iba vestida recatadamente con un vestido de calicó granate con volantes blancos en el escote y las mangas. Pese a su atuendo discreto, todo en ella era llamativo, los ojos grandes, ligeramente redondos pero no carentes de atractivo, una nariz chata y la boca ancha y voluptuosa.
—¡Sam Truman! ¡Eres tú, viejo truhán!
Para sorpresa de Emily, la mujer se echó a los brazos de Sam y le plantó un sonoro beso en los labios, sin el menor reparo por encontrarse en público ni por la presencia de una desconocida. Esta sintió que el amargo sabor de los celos le inundaba la boca.
—¿Lorelei? —La voz de Sam delataba su incredulidad. Sonrió—. Vaya, te dejé en Laramie hace años y ahora te encuentro aquí. Veo que sigues tan guapa como siempre.
—Con unas cuantas arrugas más, pero soy la misma que en Laramie —aseguró la mujer con coquetería—. Bueno, no del todo. Ahora soy la viuda Brigg. Me casé hace cuatro años con un comerciante, y dejé La Dama del Sur. Me he convertido en una mujer respetable.
Emily se sentía ignorada y bullía de indignación. Las manos de la recién llegada revoloteaban por las solapas de la chaqueta de Sam con una familiaridad que sugería una relación mucho más íntima de lo aceptable. Se cruzó de brazos y sin darse cuenta empezó a dar golpecitos en el suelo de madera con un pie. Aquel ruido pareció recordar a los otros dos su presencia, porque Lorelei se dio la vuelta y la recorrió con la mirada de los pies a la cabeza. Una ceja pelirroja se arqueó ligeramente delatando su curiosidad.
—Lo siento —se disculpó Sam, y Emily habría jurado que bajo la barba se había sonrojado—. Lorelei, te presento a la señora Coleman. Emily, Lorelei es una amiga de cuando viví en Laramie.
Las dos mujeres se hicieron un gesto escueto con la cabeza y Sam dio un paso atrás notando que unas vibraciones tensas fluían entre ambas, sobre todo por parte de Emily.
—Dime una cosa, Sam —empezó Lorelei sin apartar la mirada de Emily—. ¿Tengo que pensar que acabo de hacer el ridículo delante de… de tu…?
La pregunta quedó en el aire y Emily sintió cómo su rostro se encendía por la insinuación de la descarada.
—Mi patrona —explicó Sam, incómodo por la mirada airada de Emily.
Lorelei asintió, pensativa. De repente sonrió de oreja a oreja.
—Tu patrona… ¿Y qué os ha traído a Dodge City?
Emily se negó a contestar, de modo que esperó a que Sam lo hiciera. Le resultaba insultante que quisiera marcar una distancia llamándola «patrona». Tal vez la estuviese protegiendo de los cotilleos de esa mujer, pero a ella no le importaba lo que pensara una descarada a la que sin duda no volvería a ver.
—Hemos traído el ganado de la señora Coleman —explicó Sam. Echó una ojeada a Emily, esperando que participara en la conversación, pero al ver que ella no abría la boca decidió seguir—. Mañana nos reuniremos con el comprador.
—Entonces, ¿pasaréis la noche aquí?
Sam recordó a los hermanos Manning y el telegrama a su tía; se quedarían hasta recibir una respuesta. Esa había sido la intención de Emily, que se negaba a dejarlos en la ciudad sin saber si tendrían adónde ir.
—Creo que nos quedaremos unos días.
—¿Y dónde os alojaréis? —inquirió Lorelei, ajena a la actitud de Emily.
—En el campamento que hemos montado cerca del fuerte Dodge.
—De eso nada, vendréis a mi casa. Es enorme y reconozco que el silencio me mata por las noches. No echo de menos mi pasado, pero sí añoro a las chicas. Desde que mi marido murió, odio dormir sola en mi casa.
Emily estuvo a punto de preguntar si se refería únicamente a la casa o si su comentario incluía también su cama, pero se mordió la lengua. Iba a rechazar de manera tajante la invitación cuando Sam habló:
—Te lo agradezco, Lorelei, pero somos ocho personas, siete adultos y un niño…
Lorelei le dio un suave manotazo en el antebrazo.
—No seas tonto, mi casa es enorme y tiene suficientes habitaciones para que os quedéis todos. Mi pobre Patrick quiso darme lo mejor e hizo construir un hogar que se parece demasiado a un hotel. Si no fuera por Mickaela y Daphne, pensaría que vivo en un mausoleo a la memoria de la generosidad de mi difunto marido. No consentiré que durmáis en un campamento cuando podríais descansar en unas cómodas camas. Estaré encantada de tener invitados y, de paso, me contarás qué hiciste cuando te fuiste de Laramie de la noche a la mañana. Nos dejaste a todas llorando.
La indignación de Emily iba en aumento, pero cuando se disponía a replicar con decisión declinando tal muestra de generosidad, Lorelei la miró con una sonrisa amable en los labios.
—Seguro que se muere usted por un baño caliente y perfumado.
Abrió la boca, lista para renunciar a ese sueño, pero Sam fue más rápido.
—Es muy amable de tu parte. Otra joven viaja con nosotros, ella y el niño estarán mejor en tu casa que en un campamento tan cerca de la ciudad.
Lorelei empezó a aplaudir con las manos enfundadas en unos guantes blancos de cabritilla.
—Bien, excelente. Ahora tengo que ir al banco, pero si me esperáis…
—Tenemos cosas que hacer antes —replicó Emily secamente.
Lorelei arqueó las cejas en un gesto calculado, pero volvió a sonreír.
—Está bien, nos vemos en mi casa. Está en la zona norte de la ciudad, no resulta difícil encontrarla, porque es una de las más grandes y en el frente hay árboles frutales. Os esperaré e iré ordenando que os preparen las habitaciones.
—¿Y Nube Gris? —inquirió Emily, quien por una parte temía y por otra casi rezaba, injustamente, que fuera la excusa perfecta para negarse a pasar las próximas noches en casa de Lorelei.
—¿Qué pasa con ese Nube Gris? —preguntó la mujer.
—Es un indio y me niego a dejarlo solo —explicó ella con voz tensa.
La risa de Lorelei la sorprendió, pero no fue nada comparado con el codazo nada elegante que dio a Sam.
—¿La señora piensa que la presencia de un indio me molestaría? —Volvió a prestar atención a Emily—. Ese hombre será tan bienvenido bajo mi techo como lo es Sam. No me importa el color de la piel de la gente. Cuando esté en mi casa, lo entenderá.
Dio otro abrazo a Sam y se alejó asegurando que todo estaría preparado para cuando llegaran.
Precavido, Sam retrocedió un paso. El rostro de Emily revelaba todas sus emociones y ninguna era buena. Quiso decirle que Lorelei tal vez era una persona demasiado avasalladora, pero que todo lo hacía con la mejor de las intenciones, que su generosidad la había llevado a extremos que pocas mujeres habrían entendido, sobre todo las que la miraban por encima del hombro.
—¿Por qué has accedido a dormir en su casa sin consultarme? —preguntó ella, llena de indignación.
—Porque tengo razón. Cody, Edna y tú estaréis más seguros en casa de Lorelei. Y también porque todos nos merecemos un baño y un descanso.
—Pues yo no quiero dormir en casa de esa mujer. No la conozco…
—Yo sí —la interrumpió. Se colocó tan cerca que ella tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a los ojos—. Conozco a Lorelei desde hace años. Ella es así, no teme tocar. Digamos que es algo que hizo durante demasiados años como para cambiar ahora.
Las cejas de Emily se elevaron, sin acabar de entender lo que Sam le estaba diciendo, aunque poco a poco fue asimilando lo que implicaban sus palabras.
—¿Qué quieres decir?
—Digamos que en el pasado Lorelei fue muy popular entre la población masculina de Laramie y que vivía de ello en La Dama del Sur.
Los labios de Emily formaron una silenciosa O. Apenas había salido del rancho en toda su vida, pero sabía lo que hacían ciertas mujeres con los hombres, como las desvergonzadas que se pavoneaban en los balcones sobre los bares en esa misma ciudad.
—No la juzgues, Emily —añadió Sam con el ceño fruncido—. La vida lleva a algunas personas por caminos que no siempre han elegido. Me alegro de que Lorelei se casara con un hombre que vio más allá de lo que ella vendía. Es una buena mujer y fue lo más parecido a una amiga.
Emily tragó la bilis de los celos y la vergüenza.
—Lo siento, no la he juzgado —susurró, aunque al momento entornó los ojos—, pero no me gusta que te toque. No me gusta que te bese ni en la calle ni en ningún otro lugar. No me gusta que coquetee contigo. No me gusta cómo te mira…
Sam apretó los labios, reprimiendo la sonrisa de satisfacción por los celos que Emily no controlaba. Tiernamente le colocó un mechón de cabello tras la oreja y antes de alejar la mano le acarició la mejilla con los nudillos. Fue una caricia leve y rápida que a ella le supo a poco, pero recordó que estaban en plena calle y que todos los allí presentes podían verles.
—Emily —empezó en voz baja, y ella sintió sus palabras como si provinieran de lo más hondo de Sam—, he viajado mucho, he conocido a mucha gente, algunos peores que otros, y Lorelei ha sido de las mejores. Es generosa hasta lo insensato. No puedes pedir que ignore mi pasado, ni que dé la espalda a una mujer porque estás celosa. No tienes nada que temer.
Las palabras no la calmaron porque no le aclaraban sus dudas.
—¿Fuisteis amantes? —preguntó, sintiendo que se le encendía el rostro.
—No. Mi padre me dejó muy claro que intimar con las palomas descarriadas suele acarrear consecuencias.
Emily lo entendió. Pensó en los niños que podían nacer de semejante relación, niños marcados por el estigma de tener como madre a una mujer que se prostituía.
—¿Niños?
Sam se rio suavemente.
—Entre otras cosas. Te estoy hablando de enfermedades como la sífilis.
Las mejillas de Emily se pusieron al rojo vivo. Había oído hablar de esa enfermedad innombrable que causaba la ruina de muchas personas. Con todo, las sospechas de Emily fueron hacia otros senderos.
—¿Me estás diciendo que nunca has estado con una mujer en todos estos años?
Sam reprimió una mueca, consciente de estar pisando un terreno muy resbaladizo. El hecho de encontrarse en medio de la acera no lo hacía más fácil, porque la gente los miraba de reojo, llevada por la curiosidad.
—Creo que deberíamos ir a los cercados para llevar cuanto antes el ganado.
Con estupor Emily vio que se alejaba en dirección a los caballos.
—¡Sam Truman! No me des la espalda, no me has contestado.
Subido sobre Rufián, el aludido esbozó una sonrisa sesgada.
—El ganado nos espera, señora Coleman.