En el río, Edna se mantenía apartada de Cody y Nube Gris, pero no les quitaba el ojo de encima mientras el indio ayudaba al chico a colocar el anzuelo en el pequeño gancho de hierro. Arrugó la nariz cuando vio la lombriz agitarse ensartada y pensó que eso no podría hacerlo, aunque sí le apetecía lanzar el hilo y sentir el tirón de la presa. Se acercó un poco más para curiosear, olvidando la distancia que mantenía siempre entre ella y Nube Gris.
—¿Ya puedo lanzarlo? —preguntó Cody, que se removía de impaciencia—. ¿Ya?
Nube Gris se rio y le revolvió el pelo.
—Está bien, Conejo Impaciente.
El niño soltó una carcajada al oír el nombre que Nube Gris le había asignado. Le gustaba que lo comparara con un conejo, porque siempre disfrutaba viendo a esos animalillos corriendo veloces por la pradera.
Edna sonrió. La alegría de Cody era contagiosa y deseaba compartir el momento de diversión, pero su timidez la frenaba.
—¿Quieres probar?
La voz de Nube Gris le llegó muy cerca. No se había fijado en los ojos bordeados de espesas pestañas negras y coronados por unas cejas rectas, como dos firmes trazos de carbón. Siguió estudiando los rasgos angulosos pero no carentes de armonía. Los pómulos altos le conferían un aire orgulloso, así como la curva cincelada de la barbilla, y la boca le pareció casi delicada en un rostro tan masculino. De repente se dio cuenta de que llevaba un buen rato estudiándole. Al momento notó que el rostro se le encendía hasta sofocarla y dio un paso atrás.
—No… No he pescado nunca —balbuceó sin atreverse a mirarlo a la cara. Se centró en Cody, que manejaba el sedal ajeno a su turbación.
—Es fácil —aseguró este hinchando pecho—. Hasta una chica puede pescar. Mi madre lo hace y no le da asco coger lombrices. Eso es muy importante, ¿verdad, Nube Gris?
El aludido ladeó la cabeza preguntándose por qué estaría Edna tan acalorada. Al tenerla tan cerca constató que la chica era como un rayo de sol pálido y delicado. No tenía una belleza clásica, pero sí femenina, un rostro dulcemente redondeado como el de una niña. Lo que más le llamaba la atención eran los ojos, tan claros. Si bien los de Sam infundían respeto, los de Edna eran cálidos, como aguas mansas salpicadas de rayos de luz.
—Cody tiene razón, es muy sencillo. Si te da asco poner la lombriz, ya lo haré yo.
Las mejillas de Edna se tiñeron de rojo, aunque esta vez de placer.
—No me importaría intentarlo…
Nube Gris se agachó y se dispuso a preparar el anzuelo. A su lado la joven se colocó de cuclillas, pendiente de sus gestos.
—¿No te da pena la lombriz?
Los hombros del indio se sacudieron ligeramente.
—¿Te dieron pena los conejos que cenamos ayer?
—Oh… No se me había ocurrido, pero es que… —tosió sintiéndose pueril, aun así estaba decidida a decir lo que pensaba—, es que siempre he pensado que con todo lo que el Señor ha puesto sobre la tierra, como la fruta o la verdura, las bayas, la miel, la leche…, no entiendo por qué tenemos que matar para comer carne.
Se puso tan colorada que Nube Gris pensó que estallaría en llamas, y permaneció en silencio esperando a que siguiera.
—No soportaba cuando mi madre me mandaba matar un pollo. Joshua era el que siempre lo hacía, porque yo no podía… —concluyó, avergonzada.
—Todo tiene un equilibrio. Si nadie cazara a los conejos, por ejemplo, camparían a sus anchas en la pradera, comiéndose todo el pasto. Entonces dejarían a los bisontes sin nada y estos se morirían de hambre. La trucha se come la lombriz y el oso se come la trucha. Matar para comer no es crueldad. Forma parte de un ciclo natural. Pero matar para enriquecerse o como pasatiempo es degradarse y degradar nuestra tierra.
El razonamiento de Nube Gris la hizo sonreír. En cierto modo le recordaba las fábulas de Esopo que su madre le leía, llenas de lecciones.
—Tienes razón.
—Bien, pues ahora te toca contribuir a la cena. —Le colocó la caña entre las manos y le indicó dónde ponerse y cómo lanzar el anzuelo. Después dio un paso atrás y esperó.
Edna temblaba de excitación por el simple hecho de hacer algo por sí sola que nada tuviese que ver con las tareas domésticas a las que se veía condenada. Se mordió la punta de la lengua y lanzó como Nube Gris le indicó. Cuando hubo acabado esperó con la mirada fija en el punto donde flotaba el corcho.
—Y ahora ¿qué? —inquirió, impaciente.
Fue la risa de Cody la que le contestó.
—Hay que esperar a que pique un pez.
—¿Eso es todo?
Nube Gris se tumbó a la sombra de un álamo y se dispuso a mordisquear una brizna de hierba. Estaba disfrutando más de lo esperado con el entusiasmo de Edna, era casi tan infantil como Cody.
—Despertadme cuando piquen. Id con cuidado, que los peces son muy listos y podrían robar el señuelo.
Edna se concentró en vigilar el hilo que flotaba mansamente en la superficie del agua. El silencio era apaciguador y el aire olía a primavera. Por primera vez en mucho tiempo se relajó, con una sutil pompa de felicidad alojada en el pecho. Perder a sus padres en tan breve tiempo y después la casa la había dejado aterrada, y el recuerdo de lo que esos hombres estuvieron a punto de hacerle seguía atormentándola. No obstante, empezaba a contemplar el futuro con algo de esperanza, aunque ignoraba lo que le deparaba el destino en cuanto llegaran a Dodge City. Irse a vivir con una tía a la que apenas conocían la inquietaba. No, en ese momento viviría pendiente de la caña y del hilo, disfrutando de la brisa y la compañía de Cody y Nube Gris.
—¡Edna! —gritó Cody—. ¡Mira!
El corcho se hundía en el agua, delatando la presencia de un pez.
—¿Qué tengo que hacer? —gritó Edna, con los ojos desorbitados.
—Tira, Edna —le aconsejó Cody, que había soltado su caña y pegaba saltos a su alrededor—. ¡Corre, se te escapa!
—No puedo, no sé qué hacer —balbucía con la caña bien aferrada entre las manos y los pies clavados en el suelo embarrado de la orilla.
Nube Gris se puso en pie sin prisas y se situó tras ella.
—Tranquila. Ahora tira suavemente y atrae el pez hasta la orilla.
Edna asentía, nerviosa y espoleada por el éxito obtenido en su primer intento. Se dejó guiar por el indio hasta que la trucha salió del agua, resplandeciente con colores iridiscentes.
—¡Es enorme! —exclamó Cody.
—¡Cody, que pican! —gritó a su vez Edna.
El niño apenas tuvo tiempo de agarrar su caña y empezó a tirar entre risas. Esa vez Edna también se rio feliz mientras el niño sacaba su reluciente pieza. Con los pescados en las manos, midieron el tamaño de cada captura entre burlas al tiempo que las truchas daban los últimos coletazos.
Detrás Nube Gris los contemplaba con una sonrisa en los labios.
Las risas llegaron a Emily, que no muy lejos de allí miró por encima del hombro, envidiando el alborozo proveniente del río. Suspiró volviendo a su tarea junto a un Sam meditabundo. Había esperado que nada más desaparecer entre los árboles, la tomara entre sus brazos y la besara, pero su compañero parecía sumido en sus propios pensamientos a unos pasos de ella. Frustrada, se alejó sujetando en la mano una fina rama, que descargaba golpeando los troncos. Eso era mejor que empezar a gritar, porque no se sentía con paciencia suficiente para hablar con serenidad. Sam era un hombre complejo que tan pronto la comparaba con un ángel como la ignoraba. Eso cuando no la sorprendía con su razonamiento de hombre acostumbrado al peligro. Le echó una ojeada. Había comprobado que siempre iba armado, con el sombrero calado de manera que no le vieran los ojos si él no lo deseaba. Andaba con largas y tranquilas zancadas, como si fluyera como el aire. No tropezaba, nunca vacilaba. Para ser tan corpulento, se movía con una suavidad engañosa, pensó al recordar con qué rapidez se había deshecho del sobrino de Crawford y sus dos amigos. Soltó un suspiro de desilusión y decidió que no soportaba un minuto más el silencio.
—¿Sam?
—¿Hum?
Emily entornó la mirada al ver que Sam ni siquiera se molestaba en articular una respuesta.
—¿He hecho o he dicho algo que te haya molestado? Porque llevamos un buen rato recogiendo leña sin decirnos nada. De hecho, tenemos tanta que bien podríamos venderla. —Se puso con los brazos en jarras—. Señor Truman, eres un hombre difícil de entender.
El aludido ladeó la cabeza. Justo donde se encontraba Emily un rayo de sol se colaba entre el ramaje y la iluminaba con un halo dorado que la convertía en una hada del bosque, etérea, bonita e increíblemente deseable. Ella dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y siguió andando sorteando los obstáculos. Sam admiró el delicado balanceo de las caderas que la falda pantalón delineaba, se fijó en la cintura y subió por la espalda perfectamente silueteada por la camisa. La trenza se balanceaba con cada paso, una gruesa mata de cabello castaño con hebras caobas. Todas las noches la espiaba con discreción cuando se cepillaba las tersas ondulaciones, pero luego ella se lo peinaba de nuevo en una apretada trenza que escondía la belleza de su melena. Se moría por comprobar el tacto del cabello de Emily y enterrar el rostro en él, aspirar su aroma y mucho más. La tentación fue superior a sus fuerzas, llevaba demasiado tiempo reprimiendo el impulso de abrazarla y besarla de nuevo. En dos zancadas la alcanzó y le soltó el fino cordón de cuero que usaba para sujetarse la trenza.
Emily soltó una exclamación de sorpresa.
—¿Qué estás haciendo?
—He intentado ser un hombre honrado, pero no lo soy. Si lo fuera me alejaría de ti, porque eres una mujer casada —gruñó sin parpadear, con la mirada clavada en los ojos de Emily.
Ella tragó el nudo de emociones que le atoraba la garganta y dio un paso hacia Sam.
—A pesar de estar casada con Gregory, no me siento ligada a él. Nunca más volveré a ser su esposa, nunca más, aunque regrese. Ya no soy la misma, ya no soy una niña asustada. Mi hijo se lo merece y yo también. He aprendido a respetarme, a confiar en mí. Y sé lo que quiero —susurró finalmente, acercándose un poco más—. Quiero que me beses.
Sam enmarcó el rostro de Emily con las manos y acercó los labios tanto que ella sintió su aliento templado sobre los suyos.
—Llevo más de diez años solo, no sé cómo comportarme con una mujer como tú, pero eres mi primer pensamiento nada más despertarme y el último antes de dormirme. Y por primera vez en mucho tiempo tengo miedo, miedo de lastimarte, de perjudicarte, sin embargo soy incapaz de alejarme de ti. Me has robado la cordura, Emily.
La envolvió en sus brazos y le brindó un beso voraz, lleno de anhelos y emociones turbulentas que la dejó sin aliento. Las manos de Sam acariciaron la espalda hasta bajar a las nalgas y apretarlas contra su cuerpo, al tiempo que su lengua la seducía con caricias húmedas, envolventes y enloquecedoras. Cuando la oyó emitir un gemido apenas audible, sintió una llamarada que lo inflamó como una antorcha. Necesitaba tenerla más cerca, tan cerca que le llegara al corazón, que palpitaba de manera alocada.
Emily se aferró a sus hombros porque el suelo bajo sus pies y el bosque entero de repente habían empezado a oscilar. Todo desaparecía a su alrededor, solo quedaban ellos dos envueltos en un manto de pasión y ternura, de fuego y frenesí. Todo en ella respondía a Sam, el cuerpo le temblaba incontroladamente, vibrante de una necesidad hasta entonces desconocida.
Sam puso fin al beso y apoyó la frente contra la de Emily.
—Ojalá te hubiese conocido hace años —susurró con la respiración entrecortada.
—Yo no sería una mujer casada…
—Y yo sería otro hombre…
Durante unos minutos se miraron a los ojos, perdidos en los deseos que no se cumplirían, hasta que Emily notó un torrente de rabia que brotaba de su interior. No quería perder lo que Sam representaba para ella, porque él era la fuerza que le permitía ser esa nueva mujer. Por él se sentía capaz de vencer cualquier prejuicio.
—Yo no conozco al hombre que fuiste hace años, conozco al de ahora, y este es el que me parece digno de respetar y admirar. No me importa quién fuiste, solo me importa la persona que ahora mismo está delante de mí.
—Para todos eres la esposa de Gregory. Ante la ley eres suya, tiene todos los derechos sobre su mujer.
—¿Y no cuenta que me hiciera infeliz, que me despreciara, que no amara a su propio hijo?
Llevado por una ternura desconocida para él, le acarició la mejilla, al tiempo que le sujetaba la barbilla con la otra mano.
—Te has convertido en una pequeña guerrera, valiente y tenaz.
—Recuerda que fuiste tú quien me enseñó a enfadarme —señaló con una sonrisa temblorosa.
La besó en los párpados, un sutil roce, después fue bajando por la nariz hasta rematar la caricia con un dulce mimo a sus labios. Una caricia que se desvaneció demasiado rápido.
—¿Qué harás después de Dodge City? —preguntó ella con el corazón agitado por la incertidumbre.
—Volveré con vosotros y me quedaré hasta estar seguro de que Crawford no te crea problemas.
—¿Y después? —susurró al filo del llanto.
—No lo sé —replicó, envolviéndola en sus brazos—. Llevo demasiado tiempo viviendo al día, sin pensar en lo que haré mañana. Prever más allá me resulta imposible.
Emily bajó los párpados, reprimiendo las lágrimas. Solo lo tendría a su lado unas pocas semanas más; después desaparecería de su vida porque era una mujer casada con otro hombre.
—¿Y si Gregory no volviera nunca?
Sam le acarició el pelo con los labios.
—No lo sé, Emily. De verdad espero que no regrese, porque si lo hiciera y te tocara un pelo, le mataría. Entonces Cody ya no me vería como ahora, nunca podría mirarle a los ojos. Lo más sensato es que me vaya en cuanto vea que todo está en orden.
Emily escondió el rostro contra el cuello de Sam para que él no viera las lágrimas y deseó que Gregory estuviese muerto. Aun estando lejos, seguía robándole la felicidad. La tristeza se tornó coraje, porque de nuevo eran los demás quienes tomaban las decisiones. Esa vez era Sam el que pensaba por ella, como si siguiera siendo una niña incapaz de tomar las riendas de su futuro. Se separó lo suficiente para mirarlo a los ojos.
—¿Y lo que yo quiera no importa?
Sam soltó un suspiro de cansancio.
—Si me quedara no haría más que crearte problemas.
Exasperada, Emily dio otro paso atrás, abandonando el reconfortante calor del abrazo. El arrebato que la sacudía por dentro le impedía permanecer arropada por Sam, aunque fuera lo que deseaba. Era la nueva Emily, una mujer que no agacharía la cabeza nunca más.
—Pero sigues sin tener en cuenta mis deseos. —Para sorpresa de Sam, le asestó un puñetazo en el hombro que no lo alteró en lo más mínimo, lo que la enfureció aún más—. Eres como todos los hombres de mi vida, como mi padre o Gregory, que decidían por mí porque me consideraban incapaz de luchar mis propias batallas. Me he dejado pisotear, pero eso ya se acabó. No dejaré que un hombre vuelva a decidir por mí. Sam, eres un amigo; más que un amigo, eres lo que deseo. Pero si estás dispuesto a alejarte de mí pensando que me haces un favor, puedes desaparecer en cuanto te pague en Dodge City. ¿Me oyes? Ya me las arreglaré sola.
—Emily… —La voz de Sam sonaba a advertencia—. No digas tonterías, estás alterada.
Emily entornó los ojos, con las aletas de la nariz dilatadas y los labios apretados.
—Cuando un hombre defiende lo que cree correcto, se le considera cabal. Cuando una mujer lo hace, se la tacha de histérica y caprichosa. Pues una vez más estás equivocado: nunca en toda mi vida me he sentido más segura de mí misma. No estoy alterada —concluyó con una patada al suelo—. Me siento perfectamente en mis cabales, ¿me oyes?
Y sin más, dio media vuelta para alejarse a largas zancadas, dejándolo aturdido por el arranque de genio. Nunca se le había dado bien desentrañar la mente femenina, pero verse las caras con una mujer enfadada se le antojaba un quebradero de cabeza. Por primera vez estaba pensando en otra persona que no fuera él, quería protegerla de las críticas y la suspicacia ajenas, y sin embargo Emily reaccionaba como si la hubiese tirado a un foso lleno de serpientes. Ahora estaba enfadada con él. Era más sencillo ser egoísta y no escuchar la voz de la conciencia.