Sobre su cabeza el firmamento era un manto oscuro como tinta y salpicado por millones de estrellas relucientes. En el centro, la luna era una enorme coma suspendida en el aire. A su alrededor no se oía nada excepto el suave palpitar de la noche, algún ulular, el roce de las hojas en los árboles que el viento mecía o el fluir de la corriente del río. En esa paz Nube Gris se sentó en el suelo apoyando la espalda en una roca todavía templada por el sol de la tarde. Se quedó quieto con la vista fija en el firmamento, obligándose a recordar que él, Nube Gris, era hijo del pueblo de los Hombres del Cielo, como los llamaban sus aliados, o Invnain, como se llamaban ellos mismos. Algunas veces le costaba recordar sus propios orígenes.
A pesar de su aparente indiferencia a las provocaciones de Douglas o el rechazo de los hermanos Manning, interiormente hervía de frustración. Si algunos le trataban con respeto, como Sam o Kirk, o también con cariño, como Emily, la mayoría solo lo consideraba un indio salvaje, a pesar de no saber nada de él.
Llevaba más tiempo viviendo con los blancos que con los suyos, cuya lengua apenas recordaba. Por desgracia fueron otros indios los que acabaron con su familia, ni siquiera podía culpar a los blancos de su pérdida. Los guerreros pawnees aparecieron salidos de la nada mientras los hombres del poblado arapahoe, incluyendo a su abuelo, estaban cazando búfalos. La masacre duró menos de una hora; cuando se marcharon con cuanto pudieron acaparar —caballos, pieles, mujeres y armas— apenas quedaba nada en pie. Su madre y su hermano menor yacían muertos muy cerca del tipi de la familia; su padre, uno de los pocos que se quedaron para proteger el poblado, fue de los primeros en caer. Su hermana mayor fue raptada. Nube Gris se salvó debido a que había salido a pescar. Al oír los gritos se acercó y el pavor lo paralizó. Para su eterna vergüenza, permaneció escondido entre los matorrales mientras los pawnees destruían todo cuanto amaba.
El silencio arropó finalmente la llanura mientras el horror de lo sucedido lo traspasó como un rayo. Entonces echó a correr tan rápido como le permitieron las piernas, sin fijarse por dónde iba ni preocuparse de adónde se dirigía. Estuvo vagando durante días, o semanas, no lo sabía, alimentándose de bayas y raíces. El padre de Emily lo encontró hecho un ovillo entre matas en sus tierras, abrasado por la fiebre. Greyson no era un hombre que se dejara llevar por sentimentalismos, pero al ver al pequeño algo le conmovió y decidió llevárselo al rancho, donde Louise le atendió hasta que la fiebre remitió, aunque no así el miedo. Se aferró a ellos, incapaz de alejarse, de abandonar lo único que consideraba seguro, a pesar de estar entre blancos.
Greyson le permitió quedarse a cambio de que trabajara en el rancho. Y fue así como Nube Gris aprendió que no todos los blancos eran crueles, y también que nunca sería realmente uno de ellos. Algunos vaqueros lo trataban con indiferencia, otros con paciencia y unos pocos, pero no por ello de forma menos humillante, lo convirtieron en el blanco de todas sus bromas e insultos.
Enseguida supo que era mejor callar que devolver las ofensas, aislarse que tratar de conversar, trabajar sin descanso para caer rendido sobre una manta como único colchón, en el heno del granero. Ese aislamiento lo llevó a fijarse en Emily, la única niña del rancho. Era unos años mayor que él, y siempre andaba sola. Su madre tenía demasiado trabajo para jugar con ella y su padre no le prestaba mucha atención. No la desatendían, no la maltrataban, pero era una niña solitaria.
Curiosamente, fue ella la que se atrevió a dar el primer paso, un día se lo encontró bañándose en la charca y le habló por primera vez. Entonces él apenas si entendía el lenguaje de los blancos, aunque desde luego ya sabía lo suficiente para detectar las burlas. Sin embargo, no captó la menor maldad en las palabras de Emily. Era una niña en busca de un compañero de juego, y se sorprendió al descubrir el mismo anhelo, la necesidad de confiar en alguien.
Desde entonces Emily y Kirk, uno de los pocos vaqueros que lo trataron con respeto desde el principio, fueron su única familia. No necesitaba más, aunque desde hacía un tiempo era cada vez más consciente de que nunca tendría la suya propia, una mujer e hijos. Los indios lo despreciaban por haber crecido entre blancos y estos lo rechazaban por su raza. No encajaba en ninguna parte y ninguna mujer, ya fuera india o blanca, aceptaría a un marginado.
Un ruido a sus espaldas le hizo ponerse en pie con una mano en el arma. Escrutó la oscuridad que lo rodeaba. Todos los demás se habrían acostado ya, menos Kirk, que montaba guardia con él y estaría en el otro extremo del campamento. De modo que buscó el origen de ese ruido moviéndose en silencio. No le costó mucho localizarlo y se quedó quieto, sin saber qué hacer. Edna estaba arrodillada, abrazada a sí misma, sollozando muy bajito para que nadie la oyera.
La contempló a la luz plateada de la luna. El cabello de la joven, rubio y ondulado, le caía como hebras de oro sobre los hombros, abrigados con un chal de lana sobre el tosco vestido de algodón. No podía verlos en ese momento, porque tenía los párpados bajados en un intento de aislarse en su dolor, pero él sabía que los ojos eran azules y grandes, siempre temerosos. Soltó un suspiro de frustración al pensar que, por más que lo deseara, no sabía cómo ayudarla, porque siempre parecía a punto de echar a correr en dirección opuesta cuando se encontraban el uno cerca del otro. Aunque su experiencia con los tres atacantes sin duda la había aterrorizado, nunca hablaba de ello. Pese a la valentía de la joven, Nube Gris la oía de noche, envuelta en la manta, removiéndose en un sueño inquieto, probablemente poblado de recuerdos que la aterraban. Pero era una mujer blanca; si él se acercaba seguramente empezaría a gritar y todos, o casi todos, creerían que la había amenazado. De modo que se mantuvo a una distancia prudencial.
—¿Te has hecho daño? —preguntó en voz baja.
El llanto cesó al momento. Edna se limpió el rostro con la manga e inhaló de golpe.
—No. No me he hecho daño… Solo necesitaba estar sola unos minutos.
—Entonces te dejo…
—¡No! —Se aclaró la garganta y volvió a pasarse la manga por la nariz—. Ya que estás aquí… —Dudó, sin encontrar las palabras—. Yo quería… Esta mañana…
Le echó una mirada de reojo. Si a pleno sol le parecía peligroso, de noche, con la luz de las estrellas creando sombras en ese rostro cobrizo, le recordaba todavía más a un guerrero. Contuvo las ganas de salir corriendo y tomó aire para infundirse valor.
—No te he dado las gracias por lo que has hecho con mi hermano.
—Si yo no hubiese ido, lo habría hecho Sam —dijo Nube Gris restándole importancia.
—Pero has sido tú… —insistió Edna, mirándolo por fin a la cara—. A pesar de saber que Joshua te…
—… desprecia —concluyó el indio con más amargura de la que habría querido expresar en esa única palabra.
Edna asintió con la cabeza, avergonzada, y se puso en pie. Nube Gris no era muy alto, pero le parecía recio como un tronco. Todos sus movimientos revelaban una extraña mezcla de fuerza y elegancia, como si no le costara esfuerzo alguno realizar cualquier tarea.
—Siento que Joshua sea tan…
—¿Estúpido? —propuso Nube Gris.
Edna alzó la barbilla, herida.
—No te consiento que hables así de mi hermano.
—Claro que no…
Sin una palabra más, el indio echó a andar hacia el ganado.
—Espera… —Edna se aferraba al chal, incapaz de imaginar qué más podía decirle, pero no quería que se fuera enfadado con ella. El porqué era un enigma—. A mí me pareces… —tragó con dificultad—, una buena persona.
Nube gris la observó en silencio unos instantes, que a Edna le parecieron horas, y acto seguido se dio la vuelta alejándose en silencio, como si los pies apenas rozaran el suelo.
Abrigado por la oscuridad, Douglas abandonaba el campamento. La excusa había sido satisfacer sus necesidades, pero tenía otro objetivo en mente. Caminó procurando no pisar ramas. Nube Gris tenía muy buen oído, así que había elegido la zona por donde Kirk vigilaba. Sin embargo, el viejo no era idiota.
Se escabulló entre los árboles y siguió hasta dar con una rama donde alguien había anudado un pañuelo rojo. Soltó una maldición. Esos imbéciles no eran muy discretos a la hora de dejar marcas indicando el punto de encuentro. Esa misma tarde casi se cayó del caballo cuando vio el señuelo. Lo arrancó de un manotazo y se lo metió en el bolsillo.
Jack y sus dos amigos lo sorprendieron clavándole la punta de un cañón en el costado.
—Douglas, es un placer recibir tu visita —dijo Jack en voz baja y burlona.
A su lado Cass y Hank también iban armados. Douglas no se amedrentó; en lugar de encogerse como esperaba Jack, se encaró a ellos.
—Lo que habéis hecho en la granja de los Manning ha sido una estupidez —empezó sin pestañear, escrutando los rostros envueltos en sombras—. Ahora ese pistolero sabe que andáis por aquí. Le oí comentárselo al indio y al viejo.
Jack señaló a su compañero.
—Es Cass, no sabe tener las manos quietas cuando una mujer anda cerca. Yo tenía pensado irme en cuanto desayunáramos, pero él quiso jugar un rato. El fuego fue un accidente.
—Pues ahora, por culpa de vuestra torpeza, todos están sobre aviso.
—Da igual —replicó Jack quitando hierro al asunto—. ¿Vas a decirnos con quién va a encontrarse la mosquita muerta para vender su ganado?
—No hasta que lleguemos a Dodge City. De hecho deberíais estar allí en lugar de rondar el ganado.
—Nos alejamos ayer, pero esta noche queríamos espiar un poco más. No nos fiamos de ti.
—Ni yo de vosotros —espetó Douglas secamente—. El trato ha quedado claro, tu tío estaba de acuerdo. En cuanto lleguemos a la ciudad, Emily se pondrá en contacto con el comprador. Una vez que la venta se haga efectiva, esperareis a que nosotros regresemos con el dinero. De camino al rancho, tienen que morir todos, sobre todo el pistolero, aunque sea de un tiro en la espalda. Todos menos Emily; ella tiene que pensar que ha sido una emboscada. Es mía. Nos marcharemos con el dinero que Crawford y yo acordamos.
Cass escupió toscamente a pocos centímetros de una bota de Douglas.
—¿Y por qué ha de ser solo tuya? A mí me gusta esa mujercita y no me importaría compartirla contigo; después puedes largarte donde quieras con ella.
Douglas avanzó un paso y lo único que le frenó fue el reflejo de la luz de la luna en el cañón del Colt de Jack.
—Si le pones un dedo encima, te mato.
Cass se rio tontamente.
—Lo que tú digas…
—Largaos de aquí y esperad en Dodge City.
—Eso será si me da la gana —contestó Jack con la voz gangosa que le dejó el golpe en la nariz. No tenía muy buen aspecto; el centro del rostro seguía inflamado y los moratones se habían convertido en manchas amarillentas que le daban un color enfermizo.
—No creo que a tu tío le haga gracia que eches a perder el plan. Quiere el rancho y el dinero del ganado. Si metes la pata, no me gustaría estar en tu pellejo.
Dicho esto, Douglas se fue de allí sin mirar atrás, rezando para que Jack tuviese dos dedos de frente, porque si Sam o Nube Gris daban con ellos, no volverían vivos al rancho de Crawford. Y tal vez él tampoco.
Jack lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre los árboles. Un día antes de salir en dirección a Dodge City, Douglas se presentó con mucha audacia en el rancho Crawford con información que enfureció a su tío. Al enterarse de que la mosquita muerta se proponía sembrar trigo en sus tierras cerca del río, se puso en pie dispuesto a descargar su ira en el primer idiota que se cruzara por su camino.
Hasta entonces nadie había cercado las tierras en el condado y todas las propiedades eran espacios abiertos que permitían al ganado ir donde hubiese pasto. Sin embargo, desde hacía unos pocos años, alemanes y rusos se estaban estableciendo en los condados cercanos y convertían las tierras en cultivos vallados en un intento de protegerlas de la voracidad de los animales. De momento nadie se había atrevido a hacerlo cerca del rancho Crawford, pero si Emily conseguía llevar adelante sus planes, sería el primer paso para que muchos siguieran su ejemplo.
Las siguientes palabras de Douglas no hicieron más que echar leña al fuego. En ese momento Jack había admirado el temple del vaquero, que no pestañeó ante la furia de Crawford. Su tío desconocía la existencia del funcionario que compraba ganado con fondos del gobierno para abastecer las reservas indias. Gregory se había puesto en contacto con él dos meses antes de desaparecer y llegó a un acuerdo que tendría lugar en Dodge City.
Aquello echaba a perder el plan de su tío, quien daba por hecho que nadie haría tratos con una mujer o que sencillamente le tomarían el pelo. Al averiguar lo que ese funcionario iba a pagar por el ganado, comprendió que Emily podría saldar sus deudas y llevar adelante su intención de plantar trigo. Eso limitaría el acceso al agua que tanto ansiaba Crawford.
Entonces Douglas se ofreció a ser el espía que Cliff Crawford necesitaba.
—¿A cambio de qué? —preguntó el ranchero con suspicacia.
—La mitad de la venta del ganado. Usted se queda con la otra mitad y con el rancho.
Crawford se lo pensó en silencio y accedió, no sin rebajar la parte de Douglas a un tercio de la venta del ganado.
De modo que Jack, Cass y Hank llevaban días pendientes de la comitiva, siempre a distancia, excepto esa noche, porque desde que dejaron atrás la casa ardiendo de los Manning, Cass buscaba a la chica como un perro en celo. De hecho a él tampoco le habría importado pasar un buen rato con ella. Lo único que los frenaban era la presencia del indio y el pistolero; por su culpa no podían acercarse al campamento y las mujeres no solían alejarse mucho.
—¿Quién se cree que es? —escupió Cass.
—¿Te fastidia que no te deje a la mosquita muerta? —replicó Jack con ironía—. Pues deberías dejarte los pantalones puestos de vez en cuando, al menos de momento. Ya tendremos nuestra oportunidad.
—¿Entonces nos vamos directos a Dodge City? —preguntó Hank.
—Haré lo que me apetezca —sentenció Jack—. No pienso permitir que un cretino me dé órdenes.
Douglas se acercó al fuego y se metió bajo su manta sin perder de vista a Emily, que dormía junto a su hijo. Por fin veía la manera de hacerla suya sin que nadie se interpusiera su camino. Durante meses, mientras Gregory estuvo en el rancho, se conformó con mirarla de lejos. Desde el primer día supo que el patrón era un hombre peligroso y se mantuvo a distancia de su familia. Pero esa lejanía no había hecho más que avivar la atracción que esa mujer ejercía sobre él. El deseo que le inspiraba era como un fuego que lo consumía por dentro.
En cuanto Gregory desapareció, vio la oportunidad de acercarse, sin embargo el indio y el viejo velaban por ella como dos perros guardianes. Y el colmo fue la llegada de Truman. No era idiota, intuía que algo sucedía entre ellos. Los observaba con discreción, consciente de las miradas de Emily, cargadas de anhelo. Ella no sabía mentir, y lo que Douglas detectaba en sus ojos lo enfurecía. Estaba decidido: ella sería suya y de nadie más.
Por eso se presentó en el rancho Crawford. El plan propuesto le permitía romper cualquier lazo afectivo con los demás, de forma que la tendría sola y rota por el dolor de la pérdida de lo que ella consideraba su familia. Emily ni siquiera tendría la oportunidad de volver al rancho, porque sin el dinero de las reses, también lo perdería. Un plan perfecto.