17

El río Smoky Hill se interponía, amplio y turbulento, en el camino a Dodge City. Sam se había adelantado a la comitiva a fin de buscar un lugar seguro por donde cruzar el cauce y allí estaba esperando a que se reunieran con él. Eso le daba tiempo para pensar en Emily sin preocuparse de que le sorprendieran. No había dormido mucho en los dos últimos días pensando en ella y en cómo se sintió tras confesarle su pasado en la guerra. Volver a confiar en alguien le era tan ajeno como permitir que le despojaran de sus revólveres, pero Emily lo desarmaba con sus sonrisas y su inocencia. A pesar de los malos tratos de su marido y la vida solitaria a la que se había visto sometida, no había perdido la capacidad de creer en los demás, y su ingenuidad la llevaba a confiar en él sin conocerle.

El golpeteo de los cascos del caballo de Nube Gris lo sacó de sus pensamientos.

—¿Cruzaremos por aquí? —preguntó el recién llegado.

—Sí, en ambas orillas tenemos espacio suficiente para reunir el ganado y el río no es muy profundo en esta zona. El carromato cruzará el primero, pero antes iremos tú y yo al otro lado y con cuerdas ayudaremos a los caballos de tiro a vadear el cauce. El único problema es que el fondo es muy pedregoso y las ruedas podrían atascarse. Una vez que lo consigamos, haremos cruzar el ganado.

Nube Gris asintió en silencio sin apartar los ojos del agua.

—No es profundo, pero hay mucha corriente.

Dicho esto, se apeó y tiró una rama, que se alejó rápidamente, vapuleada por los remolinos de agua. Sam se reunió con Nube Gris y, sin pronunciar palabra, se quitó el cinturón con las armas colgando y se las tendió junto con su sombrero. Acto seguido se quitó las botas y los calcetines.

—Bien, ahora sabremos si la corriente es tan fuerte como para arrastrarme. Si puedo llegar sin problema al otro lado, un ternero lo conseguirá.

—¿Por qué no te atas una cuerda a la cintura?

—No te preocupes, no es la primera vez que cruzo un río.

Se fue metiendo muy despacio pisando con cuidado. Aunque el agua estaba muy fría, él siguió adelante tanteando el fondo. Poco a poco el nivel fue subiendo hasta llegarle a la cintura. En efecto, la corriente lo empujaba con fuerza, pero de momento podía seguir adelante. Cuando el agua le llegó al pecho tuvo dificultades en controlar su cuerpo, que se veía impulsado por la violencia del agua. Oyó un grito a sus espaldas y miró por encima del hombro. Emily estaba sentada sobre el pescante de la carreta y señalaba un tronco que flotaba en el río e iba directo a él.

Sam intentó apurar el paso sin éxito, porque la corriente le impedía avanzar. Se ayudó con los brazos sin apartar los ojos del tronco, que se acercaba demasiado rápido. Le faltaban unos tres metros para alcanzar la otra orilla, pero en ese lado del río la pendiente era más abrupta y el agua seguía siendo tan profunda que le llegaba a los hombros, lo que le dificultaría salir. Con un último vistazo al tronco, comprendió que no lo conseguiría y le golpearía de lleno en la cabeza.

Ignoró los gritos de los demás, cada paso era como moverse en arenas movedizas. Estaba a punto de ser arrollado por el leño. Si no tomaba una decisión al instante, quedaría inconsciente en cuanto recibiera el golpe. No lo pensó y se zambulló bajó el agua dando fuertes brazadas. Sintió que las ramas del tronco le arañaban la espalda. Una se le enganchó en la camisa y empezó a arrastrarlo. Trató de llevar los brazos por encima de la cabeza, procurando soltarse de la rama. La corriente lo arrastraba y el madero le impedía salir a la superficie a tomar aire. Desistió de su empeño y con rapidez, al menos toda la que el agua turbia le permitía, se desabotonó la camisa. El lodo que le rodeaba impedía que pudiera orientarse. Los pulmones le ardían, clamando por aire. El tronco siguió arrastrándolo hasta golpearlo contra una roca que sobresalía del lecho. Un dolor agudo le azotó la cadera. Durante unos segundos se quedó sin resuello y por primera vez sintió miedo. Tironeó con fuerza hasta que la tela acabó cediendo, y finalmente pudo salir, ahogando un jadeo al tomar aire. Se aferró a una roca de la orilla y descansó la cabeza en la superficie templada por el sol. La notaba irregular y rugosa, pero le pareció tan acogedora como una almohada de pluma.

—¡Sam! ¡Sam!

Alguien lo llamaba según se iba acercando. Cuando logró abrir los párpados, Nube Gris se acercaba con dificultad sobre su caballo y tironeaba de las riendas de Rufián. Logró impulsar a su montura para que saliera del agua llevándose con él al otro caballo, una vez fuera se apeó y se arrodilló junto a Sam. En su rostro se reflejaba la preocupación, pero en cuanto vio que Truman abría los ojos y le miraba con una media sonrisa en los labios, se echó a reír.

—Vaya susto nos has dado.

—Vaya susto me he llevado yo con ese maldito tronco.

Nube Gris señaló con la cabeza la orilla, donde los demás los contemplaban en un silencio tenso.

—Si Kirk no hubiese agarrado a Emily, se habría tirado al agua. Se ha puesto histérica y, cuando te ha visto salir, ha empezado a echar espuma por la boca. Creo que se ha asustado mucho.

—Esa mujer se preocupa demasiado, no necesito que nadie cuide de mí.

Sam trepó torpemente por la orilla embarrada para salir del río y aceptó el pañuelo de Nube Gris para secarse la cara. Se peinó con los dedos apartándose del rostro el pelo mojado.

—Bien, ahora sabemos que por donde pensábamos pasar las reses más jóvenes no podrían salir sin aplastarse unas a otras, y desde luego la carreta no puede vadear el río por ahí. La orilla en este lado es muy abrupta. —Al señalar por donde había entrado, advirtió que el tronco lo había arrastrado varios metros. Una punzada del miedo que se había adueñado de él bajo el agua regresó, pero al instante se lo sacudió de encima—. Tienen que ir en diagonal, de esa manera les costará menos luchar contra la corriente y saldrán por aquella zona. La orilla es más llana.

—Bien, empezaremos con el carromato.

Nube Gris gritó agitando los brazos, indicando por dónde Emily tenía que dirigir los caballos. Las dos mujeres iban sentadas en el pescante y Cody asomaba la cabeza detrás con los ojos como platos. Cada metro fue un suplicio; las ruedas se atascaban en las rocas del fondo y los animales se debatían luchando contra la corriente. Sam y Nube Gris tiraban de los arreos guiándolos entre gritos.

La travesía fue tan laboriosa que cuando acabaron, Emily sudaba y respiraba entrecortadamente. Le dolían los brazos y apenas si conseguía soltar las riendas. Entre el susto que le había dado Sam al cruzar el río y el esfuerzo de conducir la carreta por las aguas turbulentas, se sentía tan tensa como la cuerda de un arco y algo pulsaba por salir, un grito que se le había atascado en la garganta. Nada más pisar tierra, soltó el aire que llevaba conteniendo sin percatarse de ello.

—¿Se encuentran bien?

La voz de Sam le llegó lejana, traspasando la bruma del miedo y la tensión. Y fue el detonante que su mente esperaba. Volvió la cabeza para mirarlo a los ojos desde lo alto de la carreta.

—¡Tú! —gritó apuntándole con un dedo acusador—. ¡Tú! —repitió al tiempo que se bajaba del pescante, empujándolo sin miramientos—. ¿Cómo has sido tan irresponsable? ¡Ese tronco podría haberte matado!

—Sí, señora, pero estoy aquí, sano y salvo.

—¿Sano y salvo? —repitió con cierto tono de pánico en la voz—. Has tenido suerte, estúpido insensato. ¡Casi me matas del susto!

A su alrededor, Nube Gris, Cody y Edna los observaban con los ojos muy abiertos; los dos chicos porque no habían visto nunca a Emily tan enfadada y Edna esperando un arranque de cólera por parte de ese hombre cuya mirada la aterrorizaba.

—No creo que sea para tanto… —arguyó Sam, tan sorprendido como los demás.

—¿No? —Lo empujó con una mano—. ¡No vuelvas a darme semejante susto! ¿Me oyes?

Sin esperar una respuesta, se puso a rebuscar en la parte trasera de la carreta y sacó una camisa seca que tiró a la cabeza de Sam. Después se alejó a grandes zancadas: tras la rabia las lágrimas amenazaban con escapar de su control y no quería que nadie la viera llorar. Cuando Sam desapareció bajo el tronco, Emily pensó que el corazón iba a parársele. Hasta que no lo vio salir, no pudo respirar, aunque siguió con un puño metido en la boca para ahogar el grito que pugnaba por salir. Jamás en su vida había sentido tanto miedo, ni siquiera cuando Gregory aparecía con ese brillo iracundo en los ojos y se desataba el infierno en la casa.

Se dejó caer detrás de un árbol y el primer sollozo brotó, seguido de otro, hasta que se convirtió en un llanto inagotable. Necesitaba dar salida a todo ese torbellino de emociones, de lo contrario acabaría estallando. Cuando sintió una mano sobre el hombro, profirió un gritito ahogado.

—¿Mamá?

Cody se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—Ya estamos bien, mamá, todo ha pasado…

Abrazó a su hijo, escondiendo el rostro en el hueco del cuello del pequeño. Sí, todo había pasado. Pero, si era así, ¿por qué su cuerpo seguía temblando?

—Yo también me he asustado mucho —confesó Cody en un susurro—. Pensé que íbamos a volcar, pero lo hemos conseguido. —Acarició el pelo húmedo de sudor de su madre—. Somos fuertes, ¿verdad, mamá?

En la voz del niño se advertía una vacilación que a Emily le llegó al corazón. Las lágrimas regresaron con más intensidad.

—Sí, somos muy fuertes.

—Cuando sea mayor, seré tan valiente como Sam y nadie se atreverá a hacernos daño —declaró Cody con la voz de un niño que ya quería ser un hombre.

Emily asintió, profundamente conmovida por las palabras del pequeño. Gregory no solo había maltratado el cuerpo de Cody, había minado la confianza de su hijo con sus palabras cargadas de desprecio. Nunca más volvería a amenazarlos, se juró Emily en silencio. Nunca más consentiría que nadie le robara la dignidad, ni a ella ni a su hijo.

Mientras tanto, el ganado iba cruzando el río con menos contratiempos que la carreta. Instintivamente, las reses se orientaron y fueron saliendo, dejándose guiar por los jinetes. Los perros emergieron del agua y se sacudieron enérgicamente, salpicándolos a todos.

—¿Y Joshua? ¿Por qué no ha cruzado todavía? —inquirió Nube Gris, que observaba al chico en la otra orilla, solo y sin atreverse a adentrarse en el agua—. ¡Vamos! Que no tenemos todo el día.

El joven fue entrando lentamente, pero su caballo se encabritaba, nervioso, de tal forma que a duras penas conseguía controlarlo. Estaba aterrado, el corazón le latía tan rápido que sentía el eco en su garganta contraída. Al otro lado oía los gritos de ese estúpido indio increpándolo. En cuanto cruzara el río, le daría su merecido por hablarle como si fuera un cretino. Azuzó su montura, que avanzó a regañadientes.

Edna se acercó a Nube Gris con el corazón en un puño sin apartar los ojos de su hermano. Sabía perfectamente qué le ocurría a Joshua y también entendía que no hubiese dicho nada; era orgulloso y preferiría morder el polvo a reconocer que el agua le daba pavor. No sabía nadar, como ella. La noche anterior, cuando Sam explicó que iban a cruzar el río al día siguiente, Edna intentó convencer a su hermano de que admitiera su miedo, pero él le hizo jurar que mantendría la boca cerrada. Si un indio podía hacerlo, él también. Sin embargo, a la vista estaba que el miedo había acabado por dominarlo.

—¡Maldito sea! —gritó Nube Gris—. ¡Controla tu caballo pero no lo ahogues!

Edna se acercó un poco más.

—Joshua no sabe nadar —susurró sin mirarle.

—¿Qué? —inquirió Sam, que la había oído a pesar de los gritos del indio—. ¿Por qué no lo ha dicho?

Edna no supo qué contestar a punto de romper a llorar. Estaba sola entre el indio y el hombre de ojos de hielo. Si algo le ocurría a su hermano, no tendría a nadie en quien confiar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nube Gris, sobresaltándola.

Joshua seguía avanzando, pero a medida que se adentraba en el río, el pulso se le aceleró hasta resultar doloroso. Los brazos rígidos tensaban demasiado las riendas y el caballo se resentía, lastimándose con el bocado. Sin embargo, aunque sabía de sobra lo que ocurría, no podía aflojar. El agua ya le llegaba a las piernas, fría y peligrosa, enlodada tras el paso de todas las reses. Pensó que si se caía, no vería el cielo y se ahogaría allí mismo aunque el agua no le cubriera. La cabeza empezó a latirle, la respiración se le aceleró y el sudor le recorrió la espalda como dedos viscosos.

—¿Qué has dicho? —insistió Nube Gris. Ya no gritaba a Joshua, porque estaba más que claro que algo iba mal.

—Mi hermano no sabe nadar —repitió Edna con un hilo de voz.

Sam y el indio se miraron exasperados.

—Voy yo —propuso Sam.

—No, voy yo —le rebatió Nube Gris, tirando su sombrero al suelo con brusquedad—. Quiero ver su cara de idiota cuando entienda que un indio le ha salvado el culo.

No bien hubo acabado su frase, Edna gritó. La montura se había encabritado y derribado a Joshua, que desaparecía en el agua. Nube Gris echó a correr con la cuerda que Sam le había tirado y empezó a nadar con fuertes brazadas a pesar de la corriente. No tardó mucho en llegar al chico, pero este se aferró a su cuello, amenazando con ahogarlos a los dos. No tuvo más remedio que asestar un puñetazo a Joshua, que quedó inconsciente en el río. Solo entonces consiguió atarle la cuerda bajo las axilas y regresó con la ayuda de Sam, que tiraba del otro cabo.

Joshua no tardó en recuperar la consciencia, tosió y escupió agua, tumbado de lado en el barro de la orilla. Junto a él, el indio empapado recuperaba la respiración arrodillado en el lodo. En cuanto sus miradas se encontraron, Joshua entornó los ojos.

—Me has pegado —dijo, ofendido.

—Si no lo hubiese hecho, nos habrías ahogado a los dos. ¿Por qué demonios no has dicho que no sabías nadar?

Joshua enseguida fulminó con la mirada a su hermana, que se encogió.

—No la mires así, no era necesario que nos dijera lo evidente —le recriminó Nube Gris—. La próxima vez, sé sincero. A veces el orgullo es el peor consejero.

Dicho esto, se puso en pie y se alejó sin dirigir ni una mirada a los dos hermanos.

Sam también los dejó. Tenía sus propias preocupaciones, como localizar a Emily y averiguar si se encontraba bien, porque su reacción lo había pillado totalmente desprevenido. Se acercó a Cody cuando este apareció entre los álamos.

—¿Dónde está tu madre?

El pequeño señaló con un dedo. Sam le acarició el pelo.

—Has sido muy valiente, Cody. Puedes estar orgulloso, tanto de ti como de tu madre.

Una sonrisa iluminó el rostro pecoso del niño, como si Sam le hubiese regalado el cielo.

—Gracias, señor. Voy a ver si puedo ayudar a Nube Gris o a Kirk.

Sam aprobó el plan de Cody asintiendo y se marchó por donde había señalado el niño. Conforme se fue acercando al árbol donde Emily permanecía recostada, sus pasos fueron haciéndose más cortos. ¿Qué iba a decirle? Lo ignoraba, pero necesitaba asegurarse de no haber hecho nada que la alejara de él.

—¿Emily?

Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Ella notó que el estómago se le encogía. Enseguida se secó las lágrimas con las mangas y tomó aire.

—Estoy aquí —contestó con voz todavía temblorosa.

Sam se reunió con ella y, como había hecho Cody unos minutos antes, se arrodilló a su lado. Estaba confuso porque no entendía su llanto.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, ahora sí. —Todavía no podía mirarlo a los ojos, porque entonces Sam vería cosas que Emily prefería esconder, emociones que la turbaban. Porque las lágrimas no habían sido por haberse asustado al cruzar el río, eran porque había temido perderle. Así de sencillo.

—Siento haberte asustado con lo del tronco. No era mi intención.

La voz de Sam era grave, sin ningún matiz de ironía o broma. Debajo del agua, el miedo que lo embargó no fue porque temiera por su vida; lo que le llenó de pavor fue entender que si no salía de allí no volvería a ver a Emily. Y aún se sentía aturdido por ello, como si una docena de vacas le hubiesen pateado la cabeza. Esa emoción tan poderosa le desconcertaba, no sabía qué hacer con ella, ni cómo manejarla.

—Emily, mírame —pidió con suavidad.

Ella negó con la cabeza, en silencio, de modo que Sam le sujetó la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos. Lo que vio lo sacudió como un vendaval. Emily volcaba tantas emociones en esa mirada que era como si desnudara su alma ante él. Fue más de lo esperado, porque su pecho se hinchó de alegría y temor, rabia y esperanza. No se lo pensó y tiró de ella hasta que la tuvo de rodillas, pegada a su pecho. El abrazo era tan estrecho que podría haberla lastimado, pero Emily, lejos de quejarse, se aferraba a él con la misma desesperación, con el rostro contra el cuello de Sam.

—He tenido tanto miedo… Cuando he visto que no salías del agua pensé que te había perdido —balbuceaba, aferrándose a la camisa de él—. No soportaría que te pasara algo…

Sam apretó los labios contra el pelo de Emily, incapaz de articular palabra. No sabía hablar de sentimientos y los que lo azotaban en ese momento le eran desconocidos. Lo único que le importaba era tener a esa mujer en sus brazos; ni siquiera era deseo, era algo mucho más intenso, como si Emily formara parte de su ser.

Finalmente ella logró separarse lo suficiente para mirarlo a los ojos. Le acarició la barba salpicada de barro y lo peinó con delicadeza, cuidando de no tocar los arañazos que las ramas del tronco le habían dejado en el rostro. Se sentía hipnotizada por los ojos de Sam, que en ese instante no eran de un frío azul hielo, sino como una llama ardiente, azulada y profunda.

—Bésame, Sam. Bésame una sola vez… —susurró, sin importarle que el rostro se le ruborizara como una amapola. Quería saber lo que era sentir los labios de un hombre que le importara, que la miraba como si ella fuera un ángel—. Bésame —repitió con un hilo de voz.

Fue más de lo que Sam pudo soñar nunca. Se acercó a ella lentamente, sumergiéndose en su mirada. Quería verla rendirse a él, sin condiciones, sin que nadie se interpusiera entre ellos. Los labios de Emily le parecieron tan suaves como los pétalos de una flor, frágiles y tersos, tan deseables como una fruta madura. Saboreó ese primer contacto con deleite, pendiente de cada suspiro de ella, cada cambio de sus pupilas, que se dilataban por la sorpresa y el placer. Cuando Emily cerró los ojos, el beso se hizo más profundo y ella se pegó a él, como si se estuviese ahogando. Y Sam lo entendía, porque él también se estaba ahogando en ese beso que le llegaba al alma.

Emily rezó para que no acabara nunca. Era madre, había mantenido relaciones íntimas con Gregory, sin embargo eso no fue más que una obligación desagradable, carente de sentimientos. Sam, con un solo beso, le estaba regalando emociones que desconocía, que despertaban un anhelo que la abrumaba. Su cuerpo reaccionaba con intensidad, con un calor que la envolvía, que hacía vibrar cada fibra de su ser.

Tímidamente siguió los movimientos de la lengua de Sam, se sorprendió al percibir cómo respondía él a sus intentos titubeantes y, animada por ello, se atrevió a indagar más, descubrir cuánto placer podía regalar y recibir en un beso.

—¿Mamá? ¿Sam?

La voz de Cody los hizo volver a la realidad. Se separaron sin mirarse y se pusieron en pie de un salto. Emily tropezó con el bajo de la falda, de milagro Sam logró sujetarla del brazo. Sin embargo seguían sin mirarse, aturdidos y sorprendidos por la intensidad del momento que acababan de compartir.

Cody apareció sonriente entre los árboles.

—Mamá, Kirk pregunta si podemos seguir.

—Claro —graznó ella, y enseguida carraspeó—. Claro que sí. Ahora mismo.

—Sí —fue la respuesta escueta de Sam. Él también se aclaró la garganta—. Ya va siendo hora de que sigamos, de lo contrario no llegaremos nunca a Dodge City.

Su voz sonó grave, ronca y brusca. De reojo echó un vistazo a Emily y soltó una maldición porque tenía las mejillas tan arreboladas y los labios tan enrojecidos por el beso y el roce de la barba que todos adivinarían lo sucedido. Quiso alargar el brazo y colocarle ese dichoso mechón de cabello que siempre se soltaba de la trenza, quiso pasarle el pulgar por los labios, besarle los parpados, tumbarla allí mismo y llevarla hasta el cielo.