Edna y Joshua acababan de llevarse lo que quedaba de la colada. Emily se secó el sudor de la frente con la manga y vio que la tela blanca quedaba manchada con el polvo adherido a su piel. Echó un vistazo atrás. Los árboles creaban suficiente cobijo como para que los demás no la vieran. Miró con envidia a su hijo, que llevaba un buen rato retozando en el agua clara y poco profunda. La suave corriente se había llevado los restos de jabón y un poco más arriba unas enormes rocas planas le permitirían secarse al sol si se subía encima tras el baño.
Sin pensárselo, se despojó de las botas, las medias, la blusa y la falda. Se dejó los calzones, que le llegaban a las rodillas, y la camisola de finos tirantes, que acababa en las caderas. Con regocijo cogió lo que quedaba de jabón y se metió en el agua. Estaba fría, sin embargo lo agradeció, porque el enérgico lavado de la colada la había dejado sofocada. Los pies descalzos patinaban sobre el suelo pedregoso recubierto de una fina capa de líquenes acuáticos. Con cuidado se fue acercando a Cody, que soltó un grito de alegría al ver a su madre.
—¡Mamá! Mira cómo me tiro de la roca.
Como una anguila se contorsionó hasta encaramarse a la roca plana en el centro del cauce y se lanzó al agua, salpicando todo a su alrededor. Emily sonrió, aunque no pudo evitar hacer una mueca. El agua le llegaba a la cintura y una vez pasado el sofoco le estaba costando sumergirse. Cody sacó la cabeza chapoteando con las manos y los pies hasta colgarse del cuello de su madre. Ella ahogó un grito al notar el cuerpo de su hijo, frío comparado con el suyo. Entre risas, Emily tropezó y acabó zambulléndose hasta la cabeza. Los dos salieron jadeando y se salpicaron.
—¡El jabón! —exclamó Emily—. Se me ha escapado.
Siempre solícito, Cody salió braceando hacia el trozo de jabón, que se alejaba flotando. Cuando regresó junto a su madre se arrepintió de haberlo rescatado, porque Emily empezó a enjabonarle la cabeza.
—¡Mamá, que ya estoy limpio!
—Calla y cierra los ojos o te entrará jabón y te escocerá.
Mascullando protestas, Cody se dejó lavar y acabó riéndose y retorciéndose cuando su madre le hizo cosquillas debajo de los brazos. Una nueva pelea se estableció entre madre e hijo hasta que Cody empezó a temblar con los labios pálidos.
—Sal y sécate con la manta que he dejado en la rama. Vuelve a colgarla cuando te vayas. Yo me quedaré un rato más y me lavaré el pelo.
Una vez fuera, Cody se vistió dando saltitos para entrar en calor y salió corriendo hacia el campamento. Emily se relajó por fin en tres días. Se dejó flotar como Nube Gris le enseñó años atrás, cuando se escapaban y se bañaban en la charca, lejos de los ojos de su padre. El sol entraba en diminutos puntos luminosos entre el follaje de los árboles y creaba sobre su cabeza una película dorada salpicada de motitas de polvo y polen. Con la cabeza medio sumergida no oía nada, excepto su respiración lenta y profunda; sentía su corazón latir en calma mientras el agua le acariciaba las extremidades. Cerró los parpados dejándose llevar por la paz del momento y lo primero que vio en su mente fueron los ojos gélidos de Sam, que ya no le parecían amenazantes, ni siquiera fríos, sino recelosos de revelar demasiado de sí mismo.
Ese hombre despertaba su curiosidad y se sentía atraída por él, lo cual debería haberla avergonzado porque, aunque Gregory no estuviese a su lado desde hacía seis meses, seguía siendo una mujer casada. Con todo, aunque sabía que era un pecado y que su alma ardería en el infierno por ello, no se sentía ligada a su marido. Le tenía miedo y nunca la hizo feliz, a excepción de aquellos primeros meses durante los cuales la engatusó con mentiras. Nunca se atrevió a mirar a los ojos a ningún otro hombre, convencida de que todos eran autoritarios y poco tolerantes por naturaleza. Su padre había sido el otro ejemplo de su vida: siempre adoró a su mujer, pero no consintió que nadie en casa le rebatiera una orden. Con Sam no se sentía tan indefensa. Se rio levemente al recordar la tarde de los platos rotos. Solo Sam, a pesar de su aspecto ceñudo, era capaz de algo tan alocado sin resultar ridículo.
Saliendo de su letargo empezó a lavarse sin dejar de pensar en Truman y preguntándose qué opinaría de ella. ¿La vería bonita al menos? No era una mujer que deslumbrara a los hombres, no tenía los pechos grandes ni las caderas generosas, ni siquiera llevaba corsé para realzar la esbeltez de la cintura, porque habría sido una locura ponerse una prenda como esa para trabajar. Y su ropa era sosa, pensada para aguantar muchos lavados, no para seducir. ¿Cómo se sentiría con un elegante vestido de satén como los que aparecían en los catálogos de venta por correspondencia que algunas veces Gregory había llevado al rancho? Su marido nunca le permitió pedir nada que se considerara un lujo, de forma que Emily tuvo que limitarse a admirar los vistosos trajes ajustados a la cintura de avispa de las modelos dibujadas, con sus profundos escotes y las caderas realzadas mediante un polisón bajo la falda estrecha, que se abría al final como una flor alrededor de los tobillos. Las colas le parecían complicadas de llevar y se preguntó cómo hacían las mujeres para no tropezar con tanta tela.
Estaba tan concentrada que no oyó que alguien se metía en el agua al otro lado de las rocas. Sam nadó relajando los músculos, cavilando si debía hacerle saber a Emily que estaba al otro lado de la barrera que los separaba. Se dejó llevar por el impulso cuando la vio jugando con Cody y se apeó de Rufián, al que dejó sujeto a una rama entre los árboles. Los espió procurando no hacer ruido, deseando formar parte de tan conmovedora escena. La risa de Emily le hizo sonreír, así como los intentos del pequeño de zafarse de las manos de su madre cuando esta se propuso lavarle. Al irse Cody, pensó en alejarse, pero Emily se quedó retozando en el agua, dejando al descubierto su cuerpo apenas velado por la camisola y los calzones, que se pegaban a su cuerpo haciendo aún más deseables sus curvas.
¿En qué estaba pensando esa mujer? ¿No se daba cuenta de lo incitante que era? Allí estaba, inconsciente del efecto que podía causar en un hombre, medio desnuda y ofreciéndose a la vista como un sacrificio pagano a todo aquel que se acercara al río. En ese momento decidió meterse. Si a ella no parecía molestarle la idea de que alguien la viera, no iba a ser él quien se privara de un baño para quitarse el polvo de encima. Se desprendió de la ropa, colocó las botas sobre el sombrero, dejó las armas cerca de la orilla y finalmente se adentró con sigilo en el agua. Durante unos segundos, hizo lo mismo que Emily y flotó con los ojos cerrados.
Había recorrido el contorno del campamento en busca de huellas que pudieran revelar la presencia de alguna amenaza, pero no había hallado nada alarmante. Sin duda esos tipos se habían alejado, poniendo distancia entre ellos y el desastre causado en la casa de los Manning. Con todo, esa noche montarían guardia prestando más atención de lo habitual. Se cuestionaba si debía contárselo a Emily. Si lo hacía ella se preocuparía, pero estaba en su derecho de saber la verdad. Así iría con más cuidado y dejaría de hacer estupideces, como bañarse sola en el río sin nadie que la protegiera.
—¿Quién anda ahí?
La voz de Emily le llegó desde el otro lado de las rocas. «A buenas horas», pensó Sam, quien acto seguido se sumergió hasta que solo la cabeza quedó al descubierto.
—Soy yo.
—¡Señor Truman! ¿Cómo puede bañarse estando yo en el río?
Aunque la oía perfectamente, de momento no la veía. De repente la cabeza empapada de Emily apareció al otro lado de la roca del centro. Sam se acercó y se apoyó con los antebrazos sobre la superficie rugosa y cálida por el sol.
—Yo también quería quitarme el polvo del camino. ¿Le queda algo de jabón?
Emily frunció el ceño, avergonzada; unos minutos antes había estado pensando en él, y ahora se encontraba a menos de un metro, tan poco vestido como ella. Sintió que el rostro se le encendía. De mala gana tendió la mano que sostenía lo que quedaba del jabón y lo dejó a medio camino, como un punto intermedio entre ambos.
—Debería haber esperado a que yo me fuera.
—¿Y verla salir medio desnuda? Bueno, pues la próxima vez lo tendré en cuenta.
Los labios de Emily formaron una O de estupor por el descaro de Sam. Se dispuso a contestar, pero él la interrumpió.
—Es usted una inconsciente por bañarse sola. No debería hacer esas cosas, señora. Podría meterse en un lío.
—¡No había nadie!
—Yo estaba presente sin que usted lo supiera. Podría haber sido alguien peligroso.
—¿Y eso le hace más seguro que cualquier otro hombre?
—Usted dirá…
Indignada, Emily entornó los ojos.
—En este momento me gustaría tener en mis manos una sartén para aplastarle la cabeza, señor Truman.
Sam se echó a reír con ganas.
—He creado un monstruo.
A pesar de la indignación y la vergüenza, Emily se contagió del buen humor de Sam y se consintió una sonrisa cómplice. Si era sincera consigo misma, se alegraba de compartir esos momentos de intimidad con él. Llevaban cuatro días sin intercambiar más que unas pocas palabras imprescindibles y le echaba de menos. Sam siempre conseguía que se comportara como una mujer distinta, como si él supiera qué hacer o decir para hacerla sentir más segura de sí misma. No como Douglas, que se empecinaba en recordarle su debilidad.
—Espere a que ajuste mi puntería y se echará a temblar —le avisó con una sonrisa traviesa—. Todos me temerán.
Sam se rio de nuevo, pero la risa se fue desvaneciendo cuando se fijó en los níveos hombros de Emily. Las gotas de agua que salpicaban la piel captaban la luz y centelleaban como perlas de cristal. Y sus ojos se veían grandes e inocentes en contraste con los labios sensuales.
El silencio se alargó entre los dos, pero ninguno de ellos se movió, ambos cautivos de sus pensamientos. Emily no quería romper el hechizo del momento y él deseaba reunirse con ella y abrazarla. El anhelo era tan grande que a duras penas lograba contenerse. Aquello había sido una dulce locura, sin embargo la pregunta de Emily le enfrió los ánimos.
—¿Quién le azotó, señor Truman?
Al momento Emily se arrepintió de su atrevimiento, no debería haberse tomado semejante confianza.
—En la guerra entre el Norte y el Sur.
Enseguida entendió que había cometido un error, porque sin mover un solo músculo Sam empezó a replegarse sobre sí mismo y su mirada se convirtió en una llamarada de fuego gélido. Emily agachó la cabeza. Quería saber más de Sam, necesitaba averiguar cómo llegó a convertirse en el hombre solitario que era. Vacilante, consideró la posibilidad de sincerarse con él en un intercambio de penurias, porque la actitud de Sam así como las cicatrices de su cuerpo revelaban que había sufrido.
Inhaló lentamente y dejó salir el aire hasta que los pulmones le ardieron. Costaba sincerarse, reconocer lo que había sido su mayor vergüenza. Empezó a hablar sin alzar la mirada de la roca.
—Gregory me pegaba y me humillaba —susurró—. Me castigaba obligándome a permanecer horas de rodillas con los brazos en cruz por no ser la esposa que él esperaba. No me dejaba ver a nadie y menos aún hablar con los vaqueros que trabajaban en el rancho. Me pasaba días sin salir de la casa más que para coger agua. Por eso nunca pedí a Gregory que instalara una bomba de agua en la cocina: era la única excusa que tenía para salir de vez en cuando…
Sam apretó los labios. Emily estaba desnudándose de la manera más cruda, evocando las humillaciones a las que Gregory la había sometido. Entornó los párpados, dividido entre seguir escuchando o interrumpirla, no obstante permaneció callado y ella pareció interpretarlo como una invitación a seguir.
—Nunca me atreví a decírselo a mi padre, ni a nadie. Me avergonzaba, temía que me dijeran que la culpa era mía por ser tan torpe… —Le escocían los ojos y el pecho se le contraía al recordar—. Pero todo eso no fue nada comparado con lo que sentí cuando mi marido pegó por primera vez a Cody. Al principio Gregory apenas si prestaba atención al niño, hasta que un día mi pequeño se interpuso en el camino de su padre cuando este se disponía a salir. Le mojó las botas, fue su único error. Gregory le cruzó la cara con una bofetada que lo tiró al suelo… —La voz se le quebró. Por primera vez desde que empezara a hablar, se atrevió a mirarlo a los ojos. No quería ver compasión en esa mirada pálida, no lo soportaría. Sin embargo, lo que distinguió la perturbó más si cabía: era rabia en estado puro, una furia incontenible que refulgía como una llama.
Durante unos minutos permanecieron callados, conscientes de la soledad que los rodeaba. El agua se deslizaba gorgoteando en torno a la roca, envolviéndolos en un mismo abrazo. Sam apenas si lograba contener la ira que las palabras de Emily provocaban en él. Si había sido difícil oírlo de boca de Kirk, el hecho de que ella misma se lo contara con el dolor reflejado en los ojos era como si alguien hurgara en una vieja herida.
—¿Por qué me lo cuenta, señora Coleman?
—Porque le considero mi amigo… —murmuró Emily—. Y los amigos comparten recuerdos.
—Hace años que no sé lo que es la amistad, y mucho menos con una mujer. No creo que sea posible.
—Nube Gris es mi amigo.
—Pero yo no soy Nube gris…
Emily soltó un suspiro de decepción, temiendo haberse equivocado al contarle lo desgraciada que era en su matrimonio. Su marido tenía razón: era una estúpida cabeza hueca, incapaz de hacer nada a derechas. ¿Por qué iba a querer un hombre como Sam ser amigo de una mujer como ella? Un ser débil que acababa de reconocer que no había sido capaz de proteger a su hijo.
—Siento haberle molestado.
Ya se disponía a alejarse cuanto antes cuando le oyó:
—Me alisté en las tropas de la Unión pensando que estaba haciendo algo que cambiaría el mundo. —Una risa amarga le escapó de los labios apretados—. Era un joven idealista y pensaba que ningún hombre podía ser dueño de otro. Tan seguro estaba de mí mismo que no escuché a mi padre, que se oponía a que fuera a la guerra. —Permaneció en silencio unos minutos, con aire inexpresivo. Para sorpresa de Emily siguió hablando—: Nos tendieron una emboscada y acabamos en un campo de prisioneros en Andersonville, en el estado de Georgia. Bien podrían habernos pegado un tiro antes de llevarnos a ese infierno. Allí nos hacinaron en condiciones infames, sin apenas comida. Los prisioneros se morían de hambre, disentería, infecciones, cuando no se mataban entre ellos. Los guardias no hacían nada. ¿Qué más daba? Al fin y al cabo, entre todos estábamos ahorrándoles trabajo.
La voz de Sam era impersonal, ausente, y la mirada andaba perdida en los recuerdos que Emily se arrepentía de haber incitado. Tendió una mano hacia él, deseando tocarlo, para aliviar el dolor que se ocultaba detrás de su frialdad, porque no conseguía encontrar las palabras necesarias para ofrecerle consuelo.
Por su parte Sam seguía hablando:
—Supe que si no escapaba, acabaría muriendo en aquel agujero. ¿Sabe lo más gracioso? Estábamos junto a un lago que se llamaba irónicamente Sweet Water. —Finalmente la miró a los ojos, y más que nunca a Emily le parecieron dos esquirlas de hielo—. Me escapé con un amigo, Virgil Dawson. Conseguimos cavar un agujero bajo la valla de madera, noche tras noche, y de día lo ocultábamos con sacos de arpillera. Una noche conseguimos colarnos y echamos a correr a oscuras, conscientes de que no habría una segunda oportunidad.
—Señor Truman… —susurró Emily con la garganta oprimida—, no tiene por qué seguir…
—No se lo he contado a nadie —reconoció, casi sorprendiéndose de hablar de ello en voz alta, pero por primera vez quería hacerlo—. Virgil estaba más débil que yo y llegó al límite de su resistencia. No pudo seguir…
Sam pareció fijarse en la mano que Emily le tendía. Posó la suya encima con suavidad y la sujetó como si fuera un pajarillo, elegante y frágil. La tomó entre sus dedos, asombrándose de lo pequeña que era comparada con la suya, tan blanca y primorosa, unida a la muñeca, cuya piel era tan pálida que se distinguía el enramado de las venas azuladas que subían por el antebrazo. Acarició el dorso con el pulgar, distraído porque en su mente volvía a estar en aquel bosque junto a Virgil.
—¿Qué pasó? —susurró Emily.
—Me quedé, no podía abandonarlo… —La voz le salió áspera y ronca. Hacía tanto tiempo que no se permitía hacer memoria que los recuerdos le salían como lija abrasándole la garganta—. Nos encontraron, y en cuanto vieron que Virgil estaba demasiado agotado, le pegaron un tiro en la cabeza. Me llevaron de vuelta al campo de prisioneros porque necesitaban dar ejemplo. Nada más llegar me ataron a un poste y me azotaron. No recuerdo cuántos latigazos me dieron, perdí la cuenta, solo quería dejar de sentir y la única manera de hacerlo era morir, de modo que cerré los ojos y esperé.
Emily intentó tragarse el nudo que le atoraba la garganta y parpadeó para alejar las lágrimas.
—Pero sobrevivió…
La mirada ausente de Sam se clavó en los ojos llorosos de Emily.
—Sí. En cuanto recuperé las fuerzas, volví a escaparme. Esta vez lo hice solo, sintiéndome como un cobarde por no pensar más que en mí.
—No podía llevarse a todos los prisioneros.
—No… —susurró Sam.
Emily se puso de puntillas sobre las piedras del río y estiró la otra mano para envolver la de Sam entre las suyas. No le importó que el agua se estuviese enfriando según bajaba el sol: necesitaba estar junto a él.
—¿Qué hizo después?
—Volví a mi regimiento y seguí luchando con más odio que nunca. Me alisté para ayudar a derrotar una injusticia y no encontré más que lo peor de mí. Ya no me importaba arriesgarme, me ofrecía voluntario para las misiones más peligrosas, pero cuanto más me arriesgaba, más suerte tenía. La muerte parecía esquivarme. Cuando terminó la guerra, tenía las manos manchadas de la sangre…
—Las guerras son así…
Sam ladeó la cabeza.
—Está empeñada en justificarme, señora Coleman, pero después del conflicto seguí matando. Seguí matando para quien mejor me pagara durante más de diez años. Eso no me convierte precisamente en una buena persona.
Emily se envaró.
—¿Está tratando de asustarme? ¿Acaso quiere que le tenga miedo?
Sam acarició con el pulgar una de las manos de Emily.
—¿La asusto, señora?
—No, pero me estoy enfadando con usted. No me parece el tipo de hombre que se regodea recriminándose por lo ocurrido en tiempos de guerra. Y lo que hizo después… —Negó con vehemencia—. Yo no voy a juzgarle. No he sido una persona muy valiente, ni un ejemplo que seguir. Fui una mujer cobarde que debería haber plantado cara a Gregory la primera vez que me abofeteó, debería haberme ido del rancho para proteger a mi hijo de su padre, pero no lo hice. Me quedé encogiéndome de miedo cada vez que Gregory alzaba un poco la voz. Le concedí el poder de humillarme, permití que me arrebatara la autoestima, llegué a creer que no valía nada y que mi hijo no se merecía algo mejor. Me alejó de los pocos amigos que tenía, y yo no se lo impedí. Ahora por orgullo me empeño en llevar mi ganado hasta Dodge City, cuando debería haber vendido el rancho para instalarme en una ciudad donde Cody podría ir a una escuela y tener amigos de su edad, no un indio y un viejo.
Sam esbozó una sonrisa ladeada.
—Es usted más dura que yo juzgándose, señora Coleman.
—¡Deje de llamarme señora Coleman! Soy Emily. Coleman es el apellido de Gregory, no el mío.
—Está bien, Emily…
Ella arqueó las cejas esperando que él le devolviera la invitación a que lo llamara por su nombre, pero no fue así.
—¿No va a ofrecerme que le llame Sam? —preguntó dividida entre la sorpresa y la decepción.
Truman volvió a reírse, a pesar de haber desnudado parte de su alma delante de esa pequeña mujer. A su lado las barreras caían y se revelaba tal y como era realmente: un hombre sediento de afecto, que llevaba más de una década deambulando solo y se mentía a sí mismo al asegurar que no necesitaba a nadie. Era un imbécil, porque se moría por una mujer casada.
—Llámeme Sam…
—Ya era hora, pensé que no me lo diría.
Pese a la sonrisa, Emily se estremeció de frío. Las sombras ya llegaban hasta la roca y el sol se ocultaba tras los árboles.
—Es mejor que salga, o se enfriará.
Emily entornó los párpados.
—Dese la vuelta.
Sam obedeció a desgana.
—¡Y no haga trampa! —le ordenó.
—Como usted diga, señora.
Emily se rio por lo bajo al oír el tono engañosamente dócil de Sam y se fue alejando, sintiendo cómo el agua fría le mordía los pies entumecidos. Ya no aguantaba más y dudó si podría sostenerse en pie en la orilla.
Sam ladeó la cabeza para mirarla por encima del hombro y la garganta se le secó al ver que la fina tela se le adhería a la piel adoptando el tono rosáceo de los glúteos apretados por el frío. Sus caderas eran estrechas, pero con una exquisita forma de corazón respingón de lo más deseable. Más arriba la cintura se estrechaba y la espalda esbelta se cimbreaba con cada movimiento de los brazos al intentar equilibrar los pasos que Emily daba en el agua hasta salir. Entonces el hombre volvió a mirar al frente, tenso de deseo. La oyó farfullar, debatirse con la ropa que se le pegaba y no se colocaba donde debía. Sonrió para sus adentros; hasta cuando se enfadaba le parecía deliciosa.
—¡No tarde en volver al campamento o se quedará sin cena! —le gritó Emily antes de salir corriendo.
En sus prisas por alejarse cuanto antes de Sam, Emily corrió por el estrecho sendero que la conducía al carromato, donde los demás estarían listos para cenar. Las sombras se alargaban en el prado creando zonas oscuras e insondables. Se sobresaltó cuando de pronto alguien la interceptó.
—¡Kirk! —exclamó, llevándose una mano al pecho.
—No deberías andar por ahí. —Los ojos perspicaces del anciano la recorrieron y acto seguido frunció el ceño en un gesto de desaprobación—. ¿Has estado bañándote sola?
Emily echó un vistazo por encima del hombro. Desde allí no se veía el cauce del río, por lo que Sam quedaba oculto.
—Solo ha sido un momento…
—Ya… —musitó Kirk, buscando algo por encima del hombro de Emily—. No habrás visto a Sam, ¿verdad?
—¡No! Claro que no…
Cuando Truman regresó junto al fuego, los hermanos Manning estaban sentados, junto a Cody y Emily, hablando en voz baja mientras Kirk tocaba el arpa de boca. Nube Gris y Douglas montaban guardia.
Al percibir el aroma de la carne asada que se mezclaba con el guiso de frijoles de Kirk notó que su estómago empezaba a protestar. Apuró el paso para sentarse cerca del viejo vaquero. No se atrevió a mirar hacia donde Emily estaba hablando con Edna. Solo al coger el plato de hojalata, que ella le tendió minutos después, se arriesgó a fijarse en su rostro; los labios de Emily esbozaban una sonrisa apenas perceptible y sus ojos brillaban con la misma intensidad que el fuego de la hoguera. Compartían un secreto, el baño del que habían disfrutado juntos, a apenas medio metro el uno del otro, y las confidencias que habían compartido parecían haber creado un puente entre ellos dos.
Sam supo que estaba perdiendo la partida, su resistencia se resquebrajaba cada día un poco más dejando al aire el deseo de acercarse a Emily hasta tenerla tan metida bajo la piel que nunca más pudiera salir. Era consciente de estar condenándose a amar a una mujer que no era libre, que pertenecía a otro hombre. Un hombre que la maltrataba. En ese momento supo que si un día Gregory volvía, nunca más le pondría una mano encima a Emily, ya procuraría él que el señor Coleman lo entendiera.
—Tú y yo montaremos el siguiente turno de guardia —le explicó Kirk—. De modo que cena y descansa cuanto antes.