13

Emily no esperó a que los jinetes desaparecieran a lo lejos, se dio la vuelta y se metió en la casa temblando y odiándose por su debilidad. La mirada socarrona de Crawford tras oírla fue como una bofetada. Después fue incapaz de enfrentarse a Sam, de modo que huyó hacia la protección de su cocina, donde se sentía segura.

Dentro, Cody la miró en silencio, consciente de la turbación de su madre. Se acercó y la abrazó por la cintura, escondiendo el rostro contra su vientre. Emily le devolvió el abrazo, luchando por tragarse las lágrimas de desprecio, el que sentía por sí misma. Cuando oyó que la puerta se abría y se cerraba, no se dio la vuelta. Sabía que era Sam, y no soportaba que la viera derrumbarse por tan poco; al fin y al cabo no había sucedido nada, pero el miedo era insidioso y se colaba en su interior en cuanto percibía una amenaza, susurrándole al oído que no era más que una mujer asustadiza, condenada a agachar la cabeza como un cordero.

—Cody, ¿podrías salir un momento e ir con Kirk? —pidió Sam con amabilidad.

El niño buscó los ojos de su madre, que apretó los dientes. Sabía que Sam no se iría y, si tenía intención de reñirla por su debilidad, prefería que su hijo no estuviera presente. Asintió levemente, aunque le costó desprenderse de la calidez de su pequeño. No se dio la vuelta cuando oyó el suave chasquido de la puerta. El interior quedó sumido en el silencio. Se dirigió a la alacena y sacó los platos para la cena. Sin mirar a Sam, que permanecía en el mismo sitio, colocó los cubiertos sobre la pila de platos, tensa, esperando los gritos. Pero estos no llegaban, y ese mutismo la crispaba cada vez más.

—¿Qué quiere? —preguntó finalmente, con voz cansada.

No hubo respuesta, como si estuviese sola, lo que la llevó a mirar por encima del hombro. Allí estaba Sam, grande y fuerte como un árbol. La observaba con ojos vacíos de toda emoción. Emily se estremeció, pero no de miedo; eso lo sabía porque el miedo era un compañero fiel y constante en su vida.

—¿Qué quiere, señor Truman? —insistió con un hilo de voz.

Sam pareció salir de su mutismo, porque se acercó a ella y se colocó de frente junto a la mesa con los brazos en jarras.

—Señora Coleman, tiene un problema.

La risa que escapó de la boca crispada de Emily sonó amarga.

—No me diga.

Sam asintió con la cabeza, apretando los labios, y su largo cabello negro y ondulado se agitó.

—Sí, y tiene que remediarlo.

—¿Y cómo considera que debo hacerlo? —preguntó Emily con un sarcasmo que la sorprendió.

Sam miró a su alrededor como si buscara algo, hasta fijarse en los platos y los cubiertos que esperaban sobre la mesa. Permaneció pensativo. El problema de Emily era que su miedo la controlaba porque no sabía dejar salir la rabia que sus ojos revelaban algunas veces. Era fuerte, mucho más de lo que ella misma suponía, y no era consciente de ello. Se encogía frente a las amenazas, demasiado acostumbrada a ceder.

—Enfadándose, señora.

—¿Enfadándome? ¿Cree que con una pataleta voy a arreglar mis problemas?

—No, su problema es que no sabe enfardarse. Debería haber puesto en su sitio a su vecino, haberle mandado al infierno por presentarse aquí armado y humillarla delante de todos por algo que ha hecho su sobrino, no usted. —Hizo una pausa y soltó un suspiro—. Estaba en su derecho a defenderse y Crawford lo sabía; aun así él ha venido y la ha provocado. Si sigue por este camino, si no aprende a enseñar los dientes, por más que consiga el dinero para saldar sus deudas se le echarán encima a la primera de cambio.

Emily negó, sin entender.

—¿Cree que si me enfado, los demás me respetarán y mis problemas desaparecerán?

—En parte, sería un buen principio para que la respetaran.

Emily alzó las manos y a continuación las dejó caer, sin creer en las palabras de Sam. Para él era fácil, porque en su caso una sola mirada bastaba para arredrar al más valiente, sus ojos de hielo intimidaban sin que abriera la boca. Pero ¿ella? Se reirían en sus narices.

—No creo que sirva de nada.

—Los demás sienten su miedo, saben que usted no devuelve los ataques ni las ofensas. Ya va siendo hora que aprenda a decir basta.

Y sin previo aviso dio un manotazo a los cubiertos, que salieron disparados sobre la mesa. Algunos cayeron al suelo con estrépito. El ruido sobresaltó a Emily, que dio un paso atrás.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó con los ojos abiertos como platos.

—Enfádese, señora Coleman.

Emily negó en silencio, demasiado pasmada por el gesto de Sam. Paralizada y consternada vio que cogía un plato y lo alzaba. Volvió a negar en silencio, incapaz de entender ni de reaccionar. No lo haría, no tenía sentido. Se sobresaltó cuando el plato se hizo añicos contra el suelo. Abrió la boca y la cerró. No entendía a Sam, se había vuelto loco.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz.

Sin una palabra, Sam agarró otro plato, sin dejar de mirarla. Arqueó una ceja, esperando. Tres segundos después el segundo plato quedó destrozado.

—No haga eso. —Emily negó con una mano sobre la boca—. No…

—Enfádese, señora Coleman. Maldiga, mándeme al cuerno, écheme de su casa.

Con un nuevo plato en una mano, volvió a sondear el rostro de Emily. Cuando no vio lo que esperaba, lo estrelló de nuevo contra el suelo. Esa vez Emily emitió un gritito que fue lo más parecido al quejido de un ratón. Sam chasqueó la lengua, como hacía Kirk, y fue a por el cuarto.

—¡No! —gritó ella, estirando una mano.

Pero el plato sufrió el mismo destino que sus compañeros de aventura.

—¡Está loco! ¡Nos dejará sin platos donde comer!

Sam asintió, satisfecho.

—Eso está mejor, pero necesito más ímpetu. Con ese tono tal vez impresione a las abuelas.

Fue tan rápido que Emily no tuvo tiempo de reaccionar y un quinto plato quedó roto en cien pedazos.

—¡Pare de una vez! Se ha vuelto loco, completamente loco. ¿Y qué derecho tiene a romper mis platos?

Sam sonrió levemente.

—Eso es casi perfecto, pero un poco más de genio estaría…

Esa vez fue Emily quien reaccionó y colocó una mano sobre los pocos platos que quedaban sobre la mesa.

—¡No! ¡No romperá ninguno más! ¿Me oye? Son míos. Mire cómo ha dejado el suelo. Es un bárbaro. Ha roto cinco platos de mi vajilla.

Sam vio que la otra mano de Emily se cerraba en un puño. Iban por buen camino. Se las arregló para agarrar otro plato, el que estaba justo debajo del que ella protegía, y lo rompió sin el menor arrepentimiento. En esa ocasión Emily gritó, pero en su expresión hubo una diferencia significativa: estaba indignada y alterada. Sus ojos brillaban y las mejillas presentaban un sonrojo prometedor.

—¡Pare de una vez, bruto sin seso! —Para sorpresa de Sam, le propinó un empujón con las dos manos—. ¡Fuera de mi casa, animal! Y no vuelva a poner una mano sobre mis platos, ¿me oye?

—¿Y si lo hago? —preguntó Sam con una voz muy suave y una media sonrisa en los labios.

—Yo… yo… —Emily buscó a su alrededor y, frustrada, alzó un plato—. Se lo romperé en la cabeza. ¿Me oye?

Allí estaba ella, con los ojos echando chispas y amenazándolo con un plato. Sam se echó a reír como no había hecho en mucho tiempo. La carcajada le salió espontáneamente, pillándole tan desprevenido como a Emily. Pero ella no reaccionó de la misma manera y le dio otro empujón con la mano libre.

—¡No se burle de mí!

La risa recrudeció y Emily sintió que la indignación crecía en su interior, como una nube de vapor que se expandía hasta ocupar hasta el último rincón de su ser, desalojando todo lo demás.

—¡Deje de reír! —gritó.

Pero cada vez que Sam la miraba con el plato en alto, las carcajadas iban en aumento.

Emily entrecerró los ojos. La había provocado, dejado sin platos, para, después, reírse de ella en sus narices. Y todo ello en su cocina, su cocina, donde siempre se había sentido segura, al menos cuando Gregory no estaba. El recuerdo de su marido intensificó las emociones y la indignación dio paso a la rabia. No fue consciente de lo que su mente le ordenaba, no se paró a pensar: se dejó guiar por sus emociones y le rompió el plato en la cabeza.

La risa cesó al momento. Sam se llevó una mano a la cabeza sacudiéndose el aturdimiento. Le dolía, no era insoportable, pero le molestaba lo suficiente como para esbozar una mueca. Se palpó suavemente donde le palpitaba, asegurándose de no tener ningún corte.

—¿Le he hecho daño? —preguntó Emily con los ojos muy abiertos.

No podía creer lo que había hecho. Ella nunca había agredido a nadie, nunca se había dejado llevar de esa manera. Y lo más preocupante era que en el momento que le golpeó sintió una tremenda satisfacción, como si toda esa presión saliera de golpe, proporcionándole una gran sensación de alivio.

Los ojos de Sam fueron a la mesa. Quedaba un plato, el único superviviente de la locura que Emily le achacaba. Extendió la mano y lo agarró con un resto de risa en los labios.

—¡No! —gritó ella. De un tirón se lo arrebató y lo pegó a su pecho en un gesto protector—. ¡No! Es mío.

Se dio cuenta de lo infantil que sonaba aquello, pero no dejaría que Sam lo rompiera, porque en este punto ya todo era una cuestión de orgullo.

Sam se acercó pisando los trozos de loza, que crujieron bajo sus botas. Se la veía tan tierna que la habría abrazado, y ese mismo impulso fue lo que le frenó. No tenía que olvidar que era una mujer casada. Ya más calmado, le colocó el dichoso mechón de cabello que siempre se le escapaba de la trenza y se lo remetió detrás de la oreja.

—Tiene razón, es suyo. Por eso le cedo el honor.

—¿Qué? No pienso romperlo.

Sam ladeó la cabeza.

—Venga, señora Coleman. Haga algo por el simple hecho de satisfacerse. ¿No le ha sentado bien romperme el plato en la cabeza?

Emily quiso negarlo, pero para ser sincera debía admitir que le había sentado de maravilla. Era un plato, un recuerdo de su matrimonio, de su ajuar. Un estúpido plato. Lentamente, sin dejar de mirar a los ojos a Sam, hipnotizada como un ratón por una serpiente, alejó el objeto de su pecho y alzó la mano. Vio algo en aquellos ojos pálidos: regocijo, picardía, diversión, satisfacción, y acto seguido rompió el plato.

—Perfecto —susurró Sam—. A partir de ahora tiene que recordar lo que ha sentido y no olvidarlo. Puede parecer una estupidez, pero cada vez que ponga en su sitio a un malnacido como Crawford o una amargada como esa mujer del almacén, volverá a sentir esa satisfacción. —Miró a su alrededor—. Bien, ahora voy a bañarme.

Emily salió del trance en el que se sumió al oír la voz de Sam y corrió hasta la puerta. Se colocó delante con los brazos abiertos en cruz.

—¡No! No pienso dejarle salir de aquí si antes no me ayuda a limpiar este desastre.

Los ojos de ella recorrieron el suelo salpicado de cerámica blanca. Allí donde mirara encontraba restos de la debacle. En lugar de sentir pena o nostalgia por su vajilla, la inundó el deseo de reír. Primero fueron las comisuras de los labios las que temblaron ligeramente, después sonrió y finalmente estalló en unas liberadoras carcajadas.

Sam la estudiaba como lo haría un naturalista frente a una nueva especie, con el mismo asombro, la misma felicidad, y las carcajadas de Emily se le contagiaron. Aquella mujer estaba hecha para reír, como se la había imaginado la otra noche, cuando se la figuró con un vestido floreado y riéndose despreocupada. Los dos se carcajearon, tímidos, casi sin mirarse, hasta que poco a poco fueron serenándose.

—Señor Truman, está usted loco.

—No, señora Coleman, estoy muy cuerdo, pero usted saca lo peor de mí.

Lo dijo muy serio, erguido y tieso como un marqués, una postura que a Emily se le antojó ridícula, porque a sus ojos Sam era como el agua, sus movimientos eran fluidos, seguros, no dudaba, no vacilaba. Nada en él era rígido. Y sin saber por qué, Emily rompió a reír. Esta vez se fue acercando, sosteniéndose el estómago con una mano. En un gesto inconsciente se apoyó con la otra en el pecho de Sam. Sus ojos se colmaron de lágrimas de alegría que se enjugó con una manga sin abandonar el contacto con Truman, ajena al hecho de que él ya no reía y sin percatarse de su mirada fija.

—No, señor Truman, es usted el que saca lo peor de mí —dijo finalmente ella en un jadeo.

«Ojalá», pensó Sam, porque esa mano, tan pequeña y ligera, le estaba llegando al corazón y se lo estaba aprisionando de manera peligrosa. A pesar de la camisa y el chaleco, sentía su calidez, un suave peso reconfortante. Se la tomó con cuidado y soltándola dio un paso atrás.

—Es mejor que empecemos a limpiar todo esto, antes de que lleguen los demás.

—Sí —convino Emily, que no entendía el cambio de actitud que había percibido en Sam.