El olor a pelo y carne quemada inundó las fosas nasales de Sam cuando Kirk apartó el hierro al rojo vivo del cuarto trasero del ternero. Este salió disparado en cuanto se vio libre de sus ataduras. Sam se limpió el sudor de la frente al tiempo que enrollaba el lazo con el que había sostenido las cuatro patas del animal. La tarde llegaba a su fin y la luz empezaba a menguar adoptando un tono grisáceo.
—Este es el último —señaló Douglas, quitándose los desgastados guantes de cuero.
—Perfecto —exclamó Kirk, y tiró el hierro que aún sostenía junto al fuego que Sam estaba sofocando con paladas de tierra—. Ahora me vendría bien un buen trago.
Douglas no contestó nada y se alejó sin dirigir ni una mirada a los otros dos hombres. Desde que se había enterado de que Sam se quedaba en el rancho y viajaría a Dodge City, apenas si había abierto la boca. Kirk chasqueó la lengua.
—Creo que no le hace gracia que te quedes —opinó sin perder de vista la espalda de Douglas mientras este se alejaba en dirección a la cabaña donde dormía.
Poco le importaba a Sam lo que Douglas pensara de él mientras se mantuviera alejado de Emily. Contempló el paisaje que le rodeaba, empezando por el corral donde los terneros recién marcados se acercaban a los comederos, pasando por la cabaña que los tres hombres del rancho compartían, y acabando finalmente en la fachada de la casa. Emily salía en ese momento cargada con un barreño lleno de ropa recién lavada. Detrás, Cody la seguía leyendo con voz titubeante y resignada. El pequeño tropezó y la Biblia que sostenía salió volando para acabar en el suelo, unos pasos más allá del niño. Su madre le dijo algo en un tono tan bajo que Sam no acertó distinguir si le estaba regañando. El caso es que Cody cogió la Biblia, la limpió con el antebrazo y la abrió para reanudar alicaído la lectura, mientras su madre tendía la colada.
Sam ahogó una risa. Recordaba muy bien lo aburridos que le parecieron esos castigos en el pasado, que siempre fueron motivo de burla de su hermana. Ella se pavoneaba delante de él, sonriente, y enumeraba todas las cosas que haría mientras su hermano estaba castigado. El recuerdo le encogió el corazón, porque rara vez se dejaba llevar por la añoranza del pasado, cuando tenía una familia, un hogar y todo le parecía posible.
A su lado Kirk le dio un codazo, sacándolo de sus cavilaciones, y le tendió una pequeña petaca.
—Bebe, te sentará bien.
La abrió y olió con reticencia: el contenido de la petaca habría podido inflamar hasta la nieve. El aroma a alcohol era tan fuerte y penetrante que esbozó una mueca. Con todo bebió y tragó, ahogando un jadeo cuando sintió el paso del fuego líquido de la bebida hasta su estómago. Kirk se rio mientras le daba una palmada en la espalda.
—Esto es lo mejor, whisky casero y del bueno. No de ese que venden los Schmidt, que está tan aguado que apenas si se entera uno cuando bebe un trago.
Sam asintió tratando de encontrar el aliento. De repente se sentía acalorado y le lloraban los ojos. No solía beber, el alcohol era el peor enemigo cuando uno vivía solo y tenía que cuidar de sí mismo sin confiar en nadie. Se quitó el pañuelo del cuello para limpiarse el sudor. Tras el esfuerzo de sostener a los terneros y el trago de fuego líquido, se moría por darse un baño, pero en casa de Emily no había donde tener un poco de intimidad. Echó una ojeada a Kirk.
—¿Dónde puedo bañarme?
—Si no temes congelarte el trasero, puedes ir al río, pero es peligroso si no sabes nadar, porque hay mucha profundidad y la corriente es muy fuerte. —Señaló con la barbilla una pequeña cabaña que casi no se veía en el lateral de la casa—. Ahí hay una cuba lo suficientemente grande para que te sientes. Si quieres entretenerte en llenarla, puedes bañarte.
Sam asintió y le devolvió la petaca a Kirk. Sin pensárselo volvió a mirar a Emily, que seguía tendiendo la ropa. Se la veía frágil, pero trabajaba sin descanso. Esa misma mañana la había observado. No se quejó ni una sola vez y aguantó como una valiente, pese al cansancio que se reflejaba en cada línea de su rostro. Y después de preparar la comida para todos ellos, se puso con la colada. Su pequeña persona escondía una fuerza de voluntad que parecía no tener fin, y con cada detalle que descubría de ella, la admiraba un poco más. A pesar de ser una mujer asustadiza, levantaba la cabeza y seguía adelante. Su empeño en llevar el ganado hasta Dodge City era una prueba de ello.
—Voy a ver cómo está Nube Gris. Se ha llevado un buen golpe en la cabeza. Menos mal que la tiene dura —dijo Kirk con una risita.
Bebió un trago y chasqueó la lengua con satisfacción. Sin añadir nada, se guardó la petaca en el bolsillo trasero de los pantalones y se alejó con su paso irregular. Sam caminó hacia Emily, como atraído por una corriente demasiado fuerte para resistirse a ella. Según se acercaba, la voz de Cody se hacía cada vez más clara. Cuando el niño lo vio, sus ojos le imploraron que intercediera a su favor. Sam reprimió la sonrisa que pugnaba por asomar a sus labios.
Emily echó un vistazo por encima del hombro cuando oyó sus pasos.
—¿Ya habéis acabado de marcar los terneros? —preguntó y colocó la última pinza de madera para sujetar unos calcetines.
—Sí.
Emily le sonrió en respuesta. Sam notó que algo se le expandía en el pecho, algo cálido que le hizo fruncir el ceño.
—Kirk me ha dicho que puedo bañarme en la caseta de allí —dijo, señalando en dirección a la pequeña construcción de madera.
—Sí, claro. En cuanto acabe le dejaré ropa de Gregory, si a usted no le importa llevar la de otro hombre. En la cocina, debajo del fregadero, hay trozos de jabón y en el arcón a los pies de la cama donde ha dormido encontrará toallas para secarse.
La voz de Cody ya no se oía. Sam le guiñó un ojo en un gesto de complicidad. El pequeño sonrió como si compartieran una broma que solo ellos podían entender; Emily no se había percatado de que ya no leía.
—Gracias, señora Coleman.
El retumbar de los cascos de unos caballos al galope lo interrumpió. Cuatro jinetes se acercaban directos hacia ellos. A su lado notó que Emily se ponía en guardia.
—Cody, entra en casa —le ordenó a su hijo.
Este obedeció enseguida, agradecido de no tener que seguir con el castigo. Salió corriendo mientras Sam estudiaba a los cuatro hombres.
—¿Quiénes son? —preguntó, aunque ya se lo imaginaba.
—El que lleva el sombrero blanco es Crawford.
—Una bonita diana para quien quiera pegarle un tiro —musitó Sam, sin apartar la mirada del punto blanco que se acercaba.
Instintivamente colocó las manos sobre las culatas de sus armas y con los pulgares acarició el filo, listo para desenfundar.
—Señora Coleman, no se aleje de mí.
—Absténgase de disparar, señor Truman. No quiero empeorar las cosas —contestó ella con sequedad, debido a la aprensión que le causaba la visita de su vecino.
Sam arqueó las cejas con una mirada de soslayo a la mujer menuda, que se estaba secando las manos en el delantal.
—¿Es una orden o un consejo, señora Coleman?
—Es usted un hombre muy irritante, ¿lo sabía?
Sam esbozó una media sonrisa que desapareció enseguida, porque Crawford ya estaba frente a ellos. No se bajó de su montura y se acercó tanto que tuvieron que alzar la cabeza para mirarle a la cara.
—Señora Coleman —la saludó el recién llegado, que se había adelantado a sus hombres. Estos permanecían en segundo plano pero sin apartar la mirada.
Sam los estudió. Todos ellos iban armados y sus rostros no sonreían ni se mostraban amigables, todo lo contrario. Crawford, por su parte, fruncía el ceño. Era un hombre de unos cincuenta años, robusto, con el cabello gris y un espeso bigote blanco que le rodeaba la boca y bajaba hasta la barbilla. Sus ojos eran pequeños y los clavaba en Emily como si quisiera intimidarla. Ella estaba tan rígida que parecía a punto de quebrarse.
—Señor Crawford.
—Esta mañana uno de sus hombres ha herido a uno de los míos y ha golpeado a mi sobrino —expuso el tipo, sin andarse con rodeos.
Emily se irguió y tragó con dificultad. No obstante, plantó cara a su vecino.
—Sus hombres estaban en mis tierras y agredieron a Nube Gris sin motivo alguno.
—El indio —escupió Crawford, que deslizó la mirara despectiva de Emily a Sam—. Y usted tiene que ser el responsable de la nariz destrozada de mi sobrino.
Sam dio un paso adelante.
—Sí, señor. Su sobrino puede dar las gracias de que solo le rompiera la nariz.
Crawford apretó los labios, consciente de la postura de Sam, quien a pesar de parecer relajado no apartaba las manos de sus armas. Lo evaluó de pies a cabeza y, cuando sus miradas se encontraron, vio los ojos de un hombre frío que no temía enfrentarse al peligro. No sabía de dónde lo había sacado Emily, pero se había buscado un tipo peligroso. Refrenó su rabia; no estaba allí para provocar un enfrentamiento.
—Mi sobrino es un poco impetuoso, pero creo que la reacción de ustedes ha sido desmesurada. Solo estaban divirtiéndose, no pretendían herir a nadie.
Sam ladeó la cabeza, listo para contestar, pero Emily le tomó la delantera.
—Nube Gris no opina lo mismo, por no mencionar que echaron a perder todo el trabajo de la mañana asustando a mis reses.
A pesar de mostrarse firme, la voz de Emily temblaba ligeramente.
Crawford entornó los ojos.
—Ah… sí. Está reuniendo las reses para llevarlas a Dodge City. Veo que sigue con esa insensatez. Mi oferta sigue en pie, señora Coleman. Mis intenciones son honestas, podría esperar hasta la fecha señalada para saldar su deuda y quedarme con sus tierras por nada, pero no quiero aprovecharme de una mujer sola…
—Cuando llegue la fecha tendré el dinero que se le adeuda, señor Crawford —intervino Emily.
El hombre se inclinó un poco hacia ella.
—¿Cree que podrá llegar hasta Dodge City y vender su ganado? Solo una mujer podría pensar en semejante disparate. No lo logrará.
—Pero la señora Coleman está dispuesta a intentarlo y lo conseguirá —intervino Sam, que no dejaba de vigilar a los demás hombres.
—¿Y usted quién es? —quiso saber Crawford—. ¿De dónde ha salido?
—Quién soy importa poco, y de dónde vengo no es de su incumbencia —contestó Sam con tranquilidad.
Crawford refrenó la rabia que se le atascaba en la garganta.
—Si cree que voy a consentir que dispare usted a mis hombres, está muy equivocado.
—Entraron en mis tierras sin permiso —le recordó Emily, cada vez más nerviosa. A pesar de la aparente calma de los otros tres hombres, era evidente que estaban listos para obedecer ciegamente a su jefe. Aun así se negaba a dejarse llevar por el miedo.
—Asustaron unas cuantas reses y se metieron con un indio. No era para dispararles —insistió Crawford. Inhaló lentamente—. No quiero problemas con mis vecinos…
—Pues controle de cerca a su sobrino y compañía —le ordenó Sam.
Crawford se fijó en aquellos ojos claros que destacaban en el rostro parcialmente cubierto por la tupida barba de varios días. Mostraban una determinación inquietante, la de un hombre seguro de sí mismo y dispuesto a encararse con los problemas. Una vez más se preguntó cómo había llegado hasta el rancho de Emily y cómo una mujer como ella podía controlar a un hombre que se parecía demasiado a un depredador solitario.
—¿Qué pensará su marido cuando vuelva y se encuentre con este pistolero? —inquirió, entornando los ojos.
Emily agachó la cabeza.
—Ahora mismo no está en casa —contestó sucintamente.
—Muy conveniente, ¿no cree? —musitó Crawford, evaluando a la pareja. Aunque el desconocido guardaba las distancias, era evidente que se mostraba protector con Emily—. Sé que no solo me debe dinero a mí, está endeudada hasta las cejas. ¿Cómo piensa pagar a este hombre?
Emily respiró hondo al tiempo que alzaba la cabeza.
—Eso no es asunto suyo.
Sam deseaba acercarse a ella y ponerse delante para que Crawford dejara de contemplarla con esa mirada que bien podía tacharse de despectiva.
—¿No ha pensado en los comentarios que suscitará su presencia?
—No es el único hombre de mi rancho, también están Kirk, Nube Gris y Douglas.
La sonrisa que asomó a los labios de Crawford crispó a Sam, quien se acercó un poco más a Emily.
—Una mujer tan joven es muy vulnerable… —empezó Crawford—, y un hombre es imprescindible para cubrir sus necesidades, pero cuatro…
Los otros tres vaqueros se echaron a reír. Por su parte, Emily enrojeció hasta la raíz del pelo. Estaba tan indignada que las palabras se le atropellaban en la boca sin que saliera ninguna. Lo que Crawford dejaba entender la mortificaba; era ingenua, no sabía mucho de los hombres, pero comprendía lo que su vecino daba a entender.
Sam dio un paso adelante y agarró las bridas de la montura de Crawford. Su voz fue afilada como una navaja, demasiado baja para que ella le entendiera, pero lo suficientemente alta para que su interlocutor le oyera.
—Si le falta el respeto a la señora Coleman, le daré motivos para estar cabreado conmigo.
—Mis hombres van armados.
Sam le clavó la mirada, sin pestañear.
—Lo sé, cuatro hombres armados para hablar con una mujer me parece muy valiente por su parte. Aun así, antes de caer, me lo llevaré conmigo, señor Crawford. Lárguese de estas tierras y deje en paz a la señora. —Con el rabillo del ojo Sam vio que los otros tres vaqueros desenfundaban las armas—. Lárguese —repitió, arrastrando las palabras.
Crawford sabía que una retirada era lo más sensato. Pese a ello, ardía en deseos de dar una buena lección a ese tipo arrogante. Cuando se disponía a mandarlo al infierno, Kirk apareció en su campo de visión armado con un rifle. A su lado, el indio, con la cabeza vendada, sostenía otro. No apuntaban a nadie, pero estaban alerta.
—Un hombre más no es nada —dijo finalmente Crawford—. No conseguirá llegar a Dodge City.
—Eso ya lo veremos —replicó Sam soltando las bridas. El caballo cabeceó con energía—. No es bienvenido, señor. Deje en paz a la señora Coleman y controle a sus hombres.
Emily temblaba tanto que estaba segura de que todos oían el castañeo de sus dientes. Por mucho que intentara ser valiente, el miedo la dominaba. No estaba acostumbrada a manejar esas situaciones, no sabía cómo imponer su voluntad. La vergüenza se mezcló con el miedo hasta empañarle los ojos. Apretó los puños en un intento de controlarse y cuando habló su voz fue un lamentable intento de seguridad.
—Nos veremos el mes que viene, señor Crawford, y tendrá su dinero.