A su lado Cody se debatía entre el deseo de ir al encuentro de su madre y el impulso de volver a la casa para que Emily no se enterara del incidente con Bella. Sam sonrió para sí mismo al pensar que el pequeño sería el primero en contar la verdad a Emily, ateniéndose al castigo. Como si Cody le hubiera leído el pensamiento, agachó ligeramente la cabeza y la euforia provocada por el rescate de Bella se diluyó un poco.
—Tendré que decírselo a mamá, ¿verdad?
—Creo que sería lo correcto. Si no te haces responsable de tus actos, acabarás convirtiéndote en un cobarde.
Cody asintió muy serio, consciente de que Sam le estaba dando un consejo que tendría que seguir en cada momento de su vida; y lo haría porque él quería ser como el señor Truman, no como su padre.
—¿Se lo digo ahora? —preguntó con un hilo de voz.
—Mejor una vez que estéis en casa. ¿Temes el castigo?
Cody negó con la cabeza sin apartar los ojos de la distante figura de su madre, que seguía azuzando el ganado.
—No, ella no es como él…
Se interrumpió y echó una mirada de soslayo a Sam. Este no insistió: no preguntaría al pequeño, no hurgaría en la herida sabiendo que Cody había sido una víctima de su padre.
De repente vio tres jinetes que se acercaban al galope, directos al ganado. Algo se tensó en su interior y provocó una vibración, la que siempre precedía al peligro. Ese sexto sentido siempre le había puesto en guardia salvándole la vida. Tal vez no fuera un sexto sentido, sino la costumbre de vivir rodeado de posibles amenazas, lo que le llevaba a reconocer la inminencia de una situación conflictiva. Y en efecto, los recién llegados se metieron entre las reses asustándolas. Los animales se dispersaron mugiendo mientras Emily y Nube Gris intentaban controlar la desbandada. Los tres jinetes empezaron a disparar al aire, alejando con el bullicio las pocas reses que se habían quedado cerca.
—Cody, ve a tu casa. Mete a Bella en el establo y enciérrate en casa. No abras a nadie que no conozcas.
—Pero quiero ayudar a mamá…
—Cody, no hay tiempo —ordenó sin perder de vista la escena—. Obedece como un buen soldado y, si Douglas o Kirk aparecen, mándalos aquí para que nos ayuden.
A desgana Cody agarró el cabo que Sam le tendía, y se alejó, acompañado de Bella, echando miradas preocupadas a su madre. Sam no se lo pensó mucho: espoleó los flancos de Rufián, que respondió con un relincho, y se adentró entre los pastos al galope. La mano derecha de Sam estaba preparada, apoyada en la culata de su Colt, mientras la otra sujetaba las riendas.
Una vez conseguido el primer objetivo, los jinetes empezaron a rodear a Emily y Nube Gris, disparando al aire con la intención de acorralarlos. El caballo de ella se estaba poniendo demasiado nervioso, corcoveaba y tropezaba con la grupa de la montura del indio. Uno de los jinetes se acercó un poco más a Emily y la levantó sin esfuerzo de la silla para pasarla a la suya, desoyendo sus gritos. Nube Gris intentó ayudarla, pero una culata se estrelló contra su sien, aturdiéndolo. Un instante después, cayó al suelo entre las patas de su propia montura y se hizo un ovillo, protegiéndose la cabeza de los cascos del asustado animal.
Sam urgió a Rufián a ir más rápido. El caballo obedeció de buen grado la orden silenciosa al tiempo que él evaluaba la situación. Aunque su primer instinto era ayudar a Emily, Nube Gris corría el peligro de acabar pisoteado bajo los cascos del caballo aterrado por los disparos y los gritos de los hombres. Dirigió su montura hacia el hombre que había golpeado al indio y, sin previo aviso, sacó su arma agarrándola por el cañón y la utilizó para golpear la cara del hombre con la culata. El tipo se cayó al suelo, desmadejado como un trapo. Acto seguido Sam sacó su segundo Colt con la izquierda y disparó al otro jinete apuntando al hombro derecho, rezando para que fuera diestro. La detonación se propagó como un trueno por la pradera. El jinete se mantuvo sobre su montura, tambaleándose entre gritos de dolor. Finalmente Sam apuntó con la mano derecha al tercer hombre, el que sostenía a Emily. Esta estaba pálida y sus ojos desencajados iban de Nube Gris a él.
—Suéltala —ordenó Sam con una calma que no revelaba la rabia que bullía en su interior—. Suéltala y lárgate con tus amigos.
El hombre aflojó su presa en torno a la cintura de Emily. Ella se deslizó torpemente hasta el suelo. Apenas pisó tierra, corrió hacia el indio para atenderlo. Uno de los jinetes recogió del suelo a su compañero inconsciente y lo echó sin miramientos sobre la silla de montar de su caballo; acto seguido se subió al suyo, sin dejar de mirar a Sam y sujetándose el hombro herido, que sangraba copiosamente.
—Esto no quedará así. —Escupió con rabia—. Crawford no se quedará de brazos cruzados.
La cabeza de Emily se alzó de repente.
—¿Y por qué iba a tomar represalias Crawford? Habéis entrado en mis tierras, asustado a mi ganado y herido a uno de mis hombres. La que debería pedir explicaciones a Crawford soy yo.
Sam se mantenía a una distancia que le permitía controlar los movimientos de los tres vaqueros. Sus ojos iban de uno a otro, pendientes de cualquier cambio.
—Fuera de las tierras de la señora Coleman —volvió a ordenar.
Uno de los jinetes se lo quedó mirando. La actuación de Sam los había tomado por sorpresa; su rapidez al disparar, su sangre fría y esa mirada de hielo decían a las claras que era un hombre peligroso. En pocos segundos había derribado a uno y disparado a otro mientras apuntaba con la otra mano al tercero. El desconocido era ambidiestro, manejaba con igual pericia las dos manos. Cuando Crawford se enterara de que la señora Coleman había contratado a un pistolero, se subiría por las paredes, porque todos sabían que el patrón codiciaba las tierras del rancho vecino.
—Ya nos veremos las caras —escupió el que había sostenido sobre su silla a Emily. Sus ojos fueron a la mujer con una mirada grosera y una media sonrisa—. Sobre todo la señora y yo…
Un disparo hizo volar su sombrero por los aires. Nadie dudó de la proveniencia del disparo, aunque Sam ni siquiera había pestañeado. Fue el aviso de que no tentaran más a su suerte. Cuando desaparecieron a lo lejos, Sam se apeó de su montura y fue junto a Nube Gris, que permanecía sentado sosteniéndose la cabeza entre las manos. Emily le acarició el pelo con suavidad, sin apartar la mirada de la sangre que se deslizaba entre los dedos del indio. Se sacó del recatado escote de la blusa un pañuelo para posárselo en el corte de la sien, lo cual provocó que el herido diera un respingo.
Sam arqueó las cejas. No había imaginado que la señora Coleman pudiera esconder cosas en su corpiño. Al percatarse de por qué había sacado ese trocito de batista blanca, unos celos poco habituales en él le patearon el estómago. Desvió la mirada, incómodo por esa emoción totalmente fuera de lugar, que nada tenía que ver con él.
—Nube —estaba diciendo Emily—, ¿crees que podrás volver solo a casa?
—¿Y tú adónde piensas ir?
Emily recorrió con una mirada triste la llanura, en la que se veían algunas reses diseminadas aquí y allí. Los hombres de Crawford habían echado a perder el trabajo de toda la mañana.
—Intentaré recuperar todas las reses que pueda y las llevaré a los pastos donde están las otras.
Nube Gris le cogió el pañuelo y se lo presionó contra la sien.
—Ni hablar, no irás sola.
Intentó ponerse en pie, pero las rodillas le fallaron y solo logró mantenerse erguido gracias a la intervención de Emily.
—No puedes ayudarme, Nube. Estás muy aturdido por el golpe y la caída. Es mejor que te vayas a casa y, si está Kirk, que te ayude a ponerte algo en la herida.
—No te dejaré sola mientras esos tipos sigan por aquí.
Emily soltó un suspiro a medio camino entre la exasperación y el desconsuelo.
—En tu estado no serás de ninguna ayuda y alguien tiene que procurar reunir el ganado. La única que puede hacerlo soy yo, no hay nadie más…
Sam arqueó las cejas y se echó atrás el sombrero para rascarse la frente. Estaba allí, tan visible como la nariz en el centro de la cara, y le ignoraban. Carraspeó, descansando el peso sobre una pierna con la cadera ladeada y los brazos en jarras.
—Yo puedo ayudarla.
Emily se estremeció al oír su voz de barítono. Si bien sus piernas temblaban del susto que se había llevado por el ataque de los jinetes de Crawford, verle allí aún en sus tierras la perturbaba mucho más. Después del beso de la noche anterior, no se atrevía a mirarle a los ojos. Seguramente pensaba que era una desvergonzada, como poco.
—Ya ha hecho suficiente, señor Truman —señaló en voz baja.
—No, Emily —la sermoneó Nube Gris con una mueca de dolor—. Ya que Truman se ofrece, acepta su ayuda. Si no, entonces me quedo.
Picada en su amor propio por verse tratada como una desvalida, se irguió inútilmente, porque de todos modos siguió sintiéndose muy pequeña frente a Sam. Los miró a los dos con los ojos entornados.
—Puedo hacerlo sola. Tal vez no logre reunir todas las reses, pero conseguiré llevar unas cuantas con las demás. Ya hemos abusado de la buena voluntad del señor Truman y nos conviene entender que debe seguir su camino. Seguramente alguien le estará esperando. —Algo la aguijoneó a pronunciar estas últimas palabras, un sentimiento desagradable que le encogió el corazón; hasta entonces no había pensado que alguien podía estar esperándole donde fuera, tal vez una mujer, unos hijos, una familia. Tragó con dificultad. Era absurdo sentir celos de alguien a quien no conocía y por alguien que desaparecería tarde o temprano de su vida—. No puedo aceptar su ayuda…
—No me espera nadie —contestó él antes de pensarlo, y esas palabras le sonaron patéticas porque revelaban lo vacía que era su vida.
Se midieron con la mirada, él de repente decidido a llevarle la contraria a Emily y ella deseosa de perderlo de vista cuanto antes. Nube Gris, por su parte, soltó un suspiro de exasperación. Se sentía mareado y el estómago le palpitaba a punto de vaciarse si no se sentaba enseguida. Le fallaron las rodillas y Sam se apresuró a sujetarlo antes de ayudarle a montar. El indio casi se desplomó contra el cuello de su caballo con los ojos cerrados, en un intento de controlar el mareo que amenazaba con derribarlo de nuevo. Aun así, encontró las fuerzas para entornar los párpados.
—Truman, quédate con ella y ayúdala… —susurró—. Algunas veces es muy cabezota y no atiende a razones.
Sam asintió y palmeó la grupa del animal, que echó a andar lentamente.
Emily resopló de indignación al ver que prescindían de su parecer y fue a recoger del suelo su sombrero y el látigo, que se le había caído cuando el jinete la cogió por la cintura. No era únicamente la presencia de Sam lo que la mortificaba por el recuerdo del beso, era el hecho de constatar que no había sido capaz de reaccionar cuando esos hombres se les echaron encima. Y aunque no quería admitirlo, tenía muy claro que las intenciones de sus agresores habían sido ir mucho más allá que darle un simple susto. Se estremeció. Odiaba sentirse tan vulnerable, incapaz de reaccionar; no sabía hacer otra cosa que encogerse, asustada. Con rabia enrolló el látigo y se golpeó el muslo con él.
—No sirve de nada castigarse ahora.
La voz de Sam le llegó mucho más cerca de lo esperado y se sobresaltó. Se dio la vuelta para encararse con él, aunque para eso tuvo que alzar el rostro, porque apenas le llegaba a la barbilla.
—¿Y usted qué sabe? Es un hombre, es alto, es fuerte. No siente pánico, no se encoge hasta quedarse paralizado por el miedo.
Ni siquiera se daba cuenta de que estaba encarándose a un hombre al que apenas conocía, cuya presencia debería amedrentarla, que la superaba en estatura y peso, que podría echársela al hombro como una niña sin que ella pudiera hacer nada para defenderse. Le golpeó el centro del pecho con el índice.
—No tiene ni idea de lo que siento. Odio ser débil, tener que agachar la cabeza y someterme. Me he pasado la vida obedeciendo a los hombres de mi familia, a mi padre y a mi marido, sin que nadie, ¿me oye?, nadie me preguntara lo que quería. Y ahora, llega usted y me mangonea porque ha disparado a un hombre y derribado a otro mientras yo estaba aterrada como un conejo. Pues le diré que no me considero una mujer valiente, pero ya empiezo a estar cansada de ver cómo pisotean mi orgullo. Si le digo que puedo reunir el ganado sola, lo haré. Sin su ayuda.
Estaba siendo poco coherente, era consciente de ello, pero de alguna manera necesitaba desahogarse y, a pesar del aspecto de Sam, no le tenía miedo. Este la estudiaba en silencio, sin mover un músculo, sin pestañear, como si nada de lo que ella dijera le afectara.
—¿Me está escuchando? —inquirió Emily.
Sam se la quedó mirando unos segundos más. Con el acaloramiento del enfado sus mejillas se veían arreboladas y los ojos le brillaban de indignación y rabia contenida. Y eso era bueno, era bueno que no le tuviese miedo; al menos no salía corriendo como la noche anterior ni se echaba a llorar. Prefería la mujer que se enfrentaba a él al ratón asustado que ni siquiera se atrevía a levantar la cabeza.
—Está enfadada conmigo —constató, como si eso le sorprendiera.
Emily dio un paso atrás.
—No… No estoy… No… —Se encogió mirando a su alrededor con desolación—. No estoy enfadada con usted, estoy enfadada con los hombres en general…
Sam esbozó lo que habría sido una sonrisa de no ser porque solo una comisura de la boca se alzó imperceptiblemente.
—¿Y yo no pertenezco a ese género, señora Coleman?
Emily fue consciente de que se ruborizaba. Sí, era un hombre. Todavía recordaba el contacto de sus fuertes brazos al rodearla y la seguridad que le había proporcionado el hecho de apoyarse en su pecho. Lo recordaba con demasiada nitidez y eso la atormentaba.
—Ya me entiende, señor Truman. No puedo depender de usted. Tiene que irse, seguir su camino.
—Se lo debo, me salvó la vida, y me temo que mi intervención no hará más que empeorar la relación con su vecino.
Emily negó con la cabeza.
—No me debe nada, ya se lo dije.
Sam dio un paso acercándose lo suficiente a ella para ver con claridad que las pupilas se le dilataban. Vio que se mordía el labio inferior y sintió deseos de acariciar esa delicada piel rosada. Era una locura, si tuviese dos dedos de sentido común, se subiría a su caballo y desaparecería al momento; pero no. Allí estaba, convenciéndose de estar haciendo lo correcto, encaprichándose de una mujer casada en apuros. En pocas palabras, aquello iba directo al desastre.
—Cuando tomo una decisión, no suelo cambiar de opinión, señora Coleman. He decidido quedarme, lo quiera o no.
—No puedo pagarle…
—¿Le he pedido dinero a cambio de quedarme?
Emily dio un paso atrás, consciente de los latidos de su corazón.
—¿Y qué espera a cambio de su trabajo?
Sam se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía.
—Un techo, comida, ropa limpia y un trago de vez en cuando si es posible. Cuando lleguemos a Dodge City, si sigue sintiéndose en deuda conmigo, podrá pagarme lo que usted crea conveniente. Solo pongo una condición.
—¿Cuál? —preguntó Emily tragando, lentamente. Sabía que era un error aceptar la ayuda de Sam, pero no supo cómo rechazarlo una vez más sin ser grosera.
—No obedezco órdenes de nadie. Siempre hago lo que creo correcto; puedo aceptar un consejo, pero no órdenes. ¿Queda claro?
Emily asintió, aunque una pequeña vena de irritación la impulsó a achicar los ojos.
—Yo soy la dueña del rancho, señor Truman, y desde luego no voy a consentir que nos mangonee a todos.
—No es esa mi intención, señora. Solo hablo por mí. Nada de órdenes, y menos de una mujer que no sabe usar un látigo cuando se ve en peligro.
Emily abrió los ojos como platos mientras las mejillas se le encendían de indignación.
—¡Estaba asustada!
—Pues aprenda a controlar sus emociones y sus miedos. Si está decidida a llevar el ganado a Dodge City, se enfrentará a muchos peligros, muchos contratiempos y tendrá que reaccionar con rapidez, sin dudar, sin dejarse dominar por el pánico. Si lo desea, le enseñaré a defenderse con un látigo. ¿Sabe disparar con un Colt? ¿Tiene algún arma?
Emily inhaló con fuerza al tiempo que apretaba los puños.
—Sí, tengo un revólver, y no, no soy muy buena disparando pero…
—Nada de peros, señora Coleman. A partir de mañana, a primera hora, le enseñaré a apuntar al menos; no me gustaría recibir un disparo perdido porque no controla su arma. Y una cosa más, a partir de mañana irá armada cada vez que salga de la casa, incluso cuando vaya a regar las plantas.
Emily quiso mandarlo al diablo, echarlo de sus tierras, arrojarle a la cara sus consejos, pero para ser sincera consigo misma, debía admitir sus flaquezas. El señor Truman tenía razón, aunque eso le sentara como un trago de bilis. Pues bien, aprendería a defenderse.
—Para ser un hombre que no obedece órdenes, señor Truman, no se cohíbe a la hora de darlas —espetó con sequedad.
Sam ladeó la cabeza.
—Solo son consejos, señora Coleman —señaló con una suavidad que pilló desprevenida a Emily.
—Consejos —bufó mientras se daba la vuelta y caminaba hasta su caballo—. Todos los hombres son iguales…