9

Sam agradeció que no hubiese nadie en la casa cuando se despertó. No quería despedidas, no deseaba tener que decir adiós mirando los ojos de cachorro de Cody, y menos aún dejar atrás a la señora Coleman. Cuanto antes se marchara, menor sería la tentación de quedarse, porque desde la noche anterior no conseguía sacársela de la cabeza.

Cuando se puso las cartucheras en torno a las caderas, los dos Colts le parecieron más pesados de lo habitual. Se anudó la cinta a los muslos como remate y se puso el guardapolvo. Cargó las alforjas al hombro, decidido, y cogió el sombrero antes de echar una última ojeada a la habitación. En la mesa de la cocina le esperaba el desayuno. Dudó un segundo, pero finalmente salió de la casa con un extraño nudo en la garganta. Fuera el día se presentaba soleado. Un suave viento ladeaba las hierbas altas de la pradera en un grácil ondear que provocaba un susurro envolvente. Por lo demás no se oía nada. Con pasos lentos se dirigió a la cuadra, donde los caballos que quedaban asomaron la cabeza con curiosidad. Rufián relinchó al tiempo que pateaba el suelo de su cubil, presagiando una salida.

Sam le acarició la testuz con la palma de la mano y de inmediato el caballo le rebuscó en los bolsillos algo que comer. Hasta entonces no se le había ocurrido que Rufián era lo más parecido a su único pariente: ya no le quedaba nadie excepto un caballo goloso y algunas veces temperamental. Podía pasar días sin hablar con ningún ser humano, sin embargo su caballo era un atento y silencioso oyente que nunca le llevaba la contraria ni le decía a la cara que su vida era una sucesión de lugares sin nombres. Un enorme vacío se adueñó de Sam. Lentamente ensilló su montura cuidando cada detalle y tomándose su tiempo, hasta que Rufián empezó a impacientarse. Colocó las alforjas como último detalle y pasó la mano por el cuero contando todas las tachuelas de su silla, que brillaban con un satinado dorado. Sonrió al pensar en cuánto se había esmerado Cody.

Cuando se disponía a sacar a Rufián de la cuadra vio movimiento en el establo. Un segundo después se oía un ruido débil, sofocado. Caminó atento, con su caballo a la zaga, hasta que identificó aquel sonido y se tensó: alguien estaba llorando. Se asomó dejando atrás a Rufián, que se dedicó a mordisquear algunas flores cerca de la puerta.

En el establo entraba luz suficiente para iluminar el espacio desierto. Según fue adentrándose, los sollozos remitieron poco a poco hasta enmudecer.

—¿Señora Coleman?

La respuesta fue el silencio. No sabía muy bien por qué daba por sentado que era Emily la que lloraba. Y si lo pensaba bien, no era su llanto, que tenía todavía muy fresco en la memoria; de hecho, esa era la causa de que apenas hubiera dormido. Quien estuviese llorando era otra persona.

—¿Quién anda ahí?

Instintivamente apartó el faldón de su guardapolvo dejando al aire su Colt, con la mano derecha suavemente apoyada en la culata. El lugar estaba demasiado vacío, algo no le cuadraba, pero no se preocupó por ello porque acababa de oír un ruido al otro lado del tabique de madera, donde debería haber estado Bella, la vaca lechera de Emily.

—¿Señor Truman? —preguntó una trémula y acongojada voz infantil.

Sam estuvo a punto de soltar una maldición. El chico estaba llorando y él quería irse de allí cuanto antes. Caminó hasta el lugar de donde provenía la voz y se encontró al pequeño agazapado en un rincón con una hoz en una mano. Los ojos se veían hinchados por el llanto y la barbilla le temblaba ligeramente. Aquella imagen le desconcertó.

—¿Por qué te has escondido de mí?

El pequeño se limpió la nariz con la manga de la camisa antes de contestar.

—No creía que fuera usted, porque ayer dijo que se iría esta mañana temprano.

Sam dejó caer el faldón del guardapolvo para que tapara su arma.

—Me he despertado un poco más tarde de lo que había previsto. Pero eso no explica por qué lloras y por qué está el establo vacío.

La barbilla del niño volvió a temblar, esta vez con más fuerza, y las lágrimas regresaron a sus ojos.

—Mamá se ha ido temprano esta mañana para ayudar a Nube Gris a reagrupar las reses que puedan haber ido hacia el este. Me ha encargado ordeñar a Bella…, y lo he hecho… Lo he hecho… —Cody hipó y rompió a llorar abiertamente.

Sam se rascó la frente echándose de paso el sombrero hacia atrás. La noche anterior tuvo que consolar a la madre y esa mañana le tocaba al hijo. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre que no quería instalar en su vida. Allí de pie se debatía entre dejar atrás esos últimos días o ayudar al niño, porque era evidente que algo había ocurrido. Se agachó junto a Cody y le palmeó con torpeza la estrecha espalda, que se sacudía. Solo quería darle un poco de consuelo, lo que no previó fue que el niño se le lanzara al cuello barbotando entre lágrimas.

Bella se ha escapado… No sé cómo ha pasado…, yo he cerrado la puerta… He vuelto y no estaba… La he buscado… Mamá se enfadará mucho…

Los sollozos se intensificaron y Sam notó que las lágrimas del niño le humedecían la piel del cuello. Apenas le entendía, porque Cody hablaba pegado a él, estrechándole con tanta fuerza que casi le estrangulaba. Le dio miedo devolverle el abrazo; el cuerpo de Cody se sentía muy pequeño contra el suyo. Si Sam abría al máximo la mano con los dedos separados, la distancia que había entre el pulgar y el dedo meñique cubría el ancho de la espalda del pequeño, en la que las vértebras se notaban con total claridad, así como los omóplatos. Cody era tan pequeño y frágil que parecía un pajarillo asustado.

—¿Qué voy a decirle a mamá cuando vuelva? —estaba diciendo el niño—. Sin Bella no tendremos leche, ni mantequilla, ni nata…

La voz quebrada del pequeño le llegó lejana, porque Sam sentía deseos de patearse el trasero. Debería haberse ido nada más despertarse en lugar de remolonear. Ahora estaba allí, con el pequeño llorando a moco tendido en los brazos. Y lo peor era que no deseaba dejarlo a su suerte.

—¿Bella se ha escapado otras veces?

—Sí, pero la he buscado donde suele ir y no está…

Por fin miró a Sam con unos ojos tan grandes como los de su madre, cálidos, bondadosos y cándidos. El pequeño confiaba en él. Lo dejó en el suelo y le palmeó la coronilla con cierta incomodidad.

—¿Hace mucho que se ha escapado?

Cody asintió con pesar y volvió a temblarle la barbilla.

«Más lágrimas no», pidió Sam en silencio.

—Pues vamos a buscarla. ¿Tu madre te deja montar a caballo?

Cody dejó de retorcerse las manos y se las llevó a los tirantes. Alzó la cabeza para mirar a la cara a Sam.

—¿Me ayudará, señor Truman?

Tras un suspiro de resignación, el hombre asintió. Cody todavía hipaba cuando llegaron a la cuadra. Sansón se dejó ensillar con docilidad, agitando la cabeza de arriba abajo. Tras ajustar los estribos para que el niño estuviese seguro, le colgó del pomo de la silla una cuerda con el lazo ya hecho y salieron en busca de Bella.

El pequeño le señaló por dónde había buscado y Sam se dedicó a rastrear huellas hasta que dio con unas que podían ser de la vaca. Siguieron el sendero que serpenteaba entre los pastos altos. Cody iba con la cabeza gacha, aún avergonzado por haber sido tan descuidado como para dejar que Bella se escapara. Sam le echaba ojeadas sin decir nada, no era asunto suyo sermonear al chico por no haber prestado más atención. Aun así la postura encorvada de sus hombros, que le hacía parecer todavía más pequeño, le conmovía mucho más que cualquier llanto, porque evidentemente el niño era el juez más intransigente de sí mismo.

—¿Hacia dónde vamos por aquí? —preguntó para romper el silencio afligido de Cody.

—Hacia el rancho de Crawford. Espero que Bella no se haya adentrado en sus tierras.

—¿Hay algo que pueda resultar interesante para Bella por aquí?

—¿Y cómo voy a saber lo que quiere una vaca?

Sam estuvo a punto de romper a reír. En efecto, ¿cómo iba a saber Cody lo que empujaba a una vaca a escapar? De repente notó un cambio en la actitud de su compañero; Cody se irguió con los ojos muy abiertos.

—Seguro que ha ido a la orilla del río; allí hay alfalfa que le gusta mucho. Ya ha ido hasta allí otras veces, pero no me acordaba.

Satisfecho, Cody dedicó una sonrisa deslumbrante a Sam y este se la devolvió, procurando disimular de cara al pequeño las emociones que despertaba en él. No tardaron en llegar al río Big Blue. Siguieron la orilla, que, con las últimas lluvias, se había convertido en un lodazal. Las sospechas de Sam se convirtieron en realidad cuando vieron a Bella metida en el fango hasta las rodillas. Sus vanos intentos por salir no hacían más que hundirla cada vez más.

Cody quiso adelantarse, pero Sam le sujetó la brida para frenar a Sansón, que obedecía ciegamente a su jinete.

—No, Sansón podría verse en la misma situación que Bella. Quédate aquí.

Sam llegó hasta donde empezaba el fango y cogió su lazo. Con gestos precisos fue aflojando la cuerda y empezó a trazar círculos sobre su cabeza hasta que estiró el brazo para lanzar el lazo. Cayó sobre la cabeza de Bella y se deslizó hasta el grueso cuello. Repitió la misma maniobra con la cuerda de la silla de Cody. Ató los dos cabos en los pomos de las sillas de ambos caballos y los puso de espaldas a Bella, que mugía lastimeramente.

—Cuando te diga, azuza a Sansón. Tenemos que ayudarla a salir, ella sola no puede.

Los caballos se resistían al tirón y patinaban en el barro. Cansada, Bella intentaba avanzar con torpeza, pero cada paso le suponía un esfuerzo que la dejaba exhausta. Sam guiaba su montura a la vez que tiraba de Sansón de las bridas.

—Venga, Cody, azuza a Sansón.

El niño apretaba los labios, concentrado en sujetar las riendas para que su caballo no se desviara intentando escapar del esfuerzo. Echaba frecuentes miradas por encima del hombro, nervioso por los mugidos de Bella.

Tras unos minutos angustiosos las maniobras dieron sus frutos y finalmente la vaca se vio libre de la prisión del lodazal. Enseguida fueron a ella tras apearse de un salto de sus monturas irascibles, que escarbaban con los cascos.

Cody abrazó el rollizo cuello de la vaca sin importarle si se manchaba de barro.

—Vaca tonta —le decía con la voz trémula—, no vuelvas a escaparte…

Sam ató uno de los cabos a su silla y recogió el otro. No decía nada, pero tenía tantas ganas de regañar al niño como de abrazarlo para tranquilizarlo, ya que, pese a haber sacado a Bella de su trampa, se le veía agitado. Le dejó unos minutos, mientras contemplaba el paisaje que los rodeaba. Ya estaba hecho. Una vez que llevara al animal y al niño de nuevo a la casa, ya nada le ataba allí.

—Vamos, Cody. Tenemos que volver —dijo muy a su pesar.

Antes de prever la intención del niño, este le abrazó por la cintura, escondiendo el rostro contra su chaleco.

—Gracias, señor Truman.

La mano de Sam se quedó en el aire, a punto de acariciarle la coronilla. Dudó hasta que se dejó llevar y le pasó la mano por el suave pelo.

—No vuelvas a descuidarte y asegúrate de cerrar la puerta del establo.

Cody asintió en silencio.

El regreso fue algo más animado. Cody todavía parecía nervioso mientras hablaba, pero sus ojos brillaban de alivio. Sam le escuchaba, asintiendo en silencio cuando el momento lo requería. Era fácil estar con el pequeño, no había artificios, ni segundas intenciones. Todo en él era claro como el agua, cada emoción se reflejaba en su rostro.

Unos gritos les llamaron la atención y ambos vislumbraron un rebaño pequeño de reses guiadas por dos jinetes. Sam enseguida reconoció a Nube Gris y Emily. Los animales avanzaban perezosos, deteniéndose a cada momento para arrancar pasto y masticar con parsimonia. Para espabilarlas, los látigos de los jinetes restallaban sobre las astas. Sam sintió un nudo en la garganta. No quería acercarse, no quería mirarla a los ojos y decirle adiós.