La cena no fue muy alegre, al menos por parte de Emily, consciente de que Truman se marcharía al día siguiente. Era mejor así, porque su cuerpo respondía cada vez con mayor intensidad cuando se encontraba a su lado. No obstante seguía sin entender por qué se sentía siempre tan alterada cuando estaba cerca, ya que él no mostraba emociones, no hablaba mucho y apenas la miraba a la cara. Seguramente la veía como una mujer insulsa con ropa vieja y poco favorecedora.
Hasta entonces no había prestado atención a su atuendo, porque Gregory se había encargado de arruinar su autoestima. Además, prefería vestir de manera cómoda para moverse con soltura por el rancho a lucir volantes y lacitos. Pero desde hacía unos días habría agradecido tener al menos un vestido bonito, para esa última noche, de manera que Sam Truman la recordara como a una mujer interesante y atractiva. Sin embargo se conformó con uno gris y descolorido. Qué más daba si era invisible a sus ojos.
En la mesa la conversación volvió a derivar en un enfrentamiento entre Douglas y Nube Gris. Emily intentó sosegar los ánimos, pero, pese al temperamento impasible del indio, Douglas le provocaba con insinuaciones que minaban el propósito de Nube Gris de ignorar los insultos. Tarde o temprano llegarían a las manos y uno de ellos acabaría mal. Nube Gris era más bajo y delgado, pero Emily sabía que podía tumbar a Douglas con su agilidad y resistencia. Este último era pura fuerza bruta y, si pillaba desprevenido al indio, no tendría ninguna consideración. Fue Kirk quien puso fin a la discusión asestando un puñetazo sobre la mesa.
Como era de esperar, Cody se encogió agachando la cabeza hasta casi tocar el plato con la nariz. Sam entornó los ojos. Le había costado mantenerse al margen, decidido a no involucrarse, pero la actitud de Douglas con Emily despertaba su suspicacia. Temía por ella porque la mujer no parecía percatarse del deseo latente en las miradas que el vaquero le lanzaba. No podía decirse lo mismo de Nube Gris, que, mucho más protector que acosador, vigilaba a Douglas cada vez que Emily andaba cerca. El problema sería aún mayor cuando emprendieran el camino a Dodge City, pues Douglas tendría muchas oportunidades de quedarse a solas con ella sin que el indio pudiera hacer nada.
Se sermoneó en silencio: no era asunto suyo y Nube Gris velaría por ella. También estaba Kirk, y Cody, que siempre andaba pegado a las faldas de su madre.
Ya era noche cerrada cuando Sam salió a tomar el fresco antes de acostarse. Emily se había metido en la habitación de Cody. Si hacía como la noche anterior, volvería a salir para tirar el agua, de modo que esperaría hasta que ella estuviese en la cama. Fuera el aire era frío, y en el cielo despejado las estrellas centelleaban a millares. Agradeció la calma del momento después de la tensión de la cena. Se dio la vuelta cuando la voz de Kirk le llegó desde un banco de madera cerca de la puerta. Instintivamente llevó la mano derecha a la cadera buscando su arma y para su sorpresa iba desarmado. Desde que despertó en la cama de Emily, no había vuelto a colgárselas de las caderas.
A la débil luz de la luna, el viejo estaba liándose un cigarrillo, pero el temblor de las manos echó a perder el intento y Kirk soltó una maldición.
Sam se acercó a él en silencio y se sentó a su lado.
—¿Le echo una mano a cambio de uno?
Kirk soltó un bufido de irritación.
—Estas manos no se están quietas. —Le tendió el saquito de tabaco y el taco de papel de liar con un ligero temblor—. Adelante, chico, seguro que te sale mejor que a mí.
Unos segundos después los dos fumaban tranquilamente sin decir nada, aunque Sam era consciente de las miradas de reojo de Kirk. Aguardó; el viejo no tardaría mucho en soltar lo que tuviese que decir. Y en efecto, habló.
—Entonces te vas mañana. ¿Hasta dónde piensas viajar?
—No lo sé todavía, solo sé que iré más al este.
—Ajá —masculló Kirk tras una calada—. Pensé que te quedarías un tiempo por aquí.
Sam se envaró esperando lo que temía, sin embargo Kirk no siguió. Permanecieron en amistoso silencio, rodeados por los suaves rumores nocturnos.
—Esta noche Emily está tardando en acostarse —musitó el viejo, distraído—. Anoche también tardó, me fui cansado de esperar.
Sam arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Espera aquí todas las noches?
—Sí, aguardo aquí para que no me vea hasta que abre y tira el agua. Entonces, cuando ya ha cerrado la puerta, me voy a la cama. Algunas veces Nube Gris me acompaña.
—¿Y Douglas?
Kirk soltó un resoplido de desprecio.
—Sabe muy bien que no es bienvenido aquí de noche. Apenas le toleramos en la mesa, pero le necesitamos en el rancho. Es el único vaquero que se quedó cuando Emily anunció a los chicos que no podía pagarles. Aunque para ella es un misterio, para nosotros, no. Se ha quedado por la chica.
Aquellas palabras no pillaron desprevenido a Sam, no era difícil entender las intenciones de Douglas. El problema era la ingenuidad de Emily, ajena al efecto que causaba en los hombres.
—¿De modo que os quedáis aquí hasta que la señora Coleman se acuesta?
Kirk dio una calada. La punta del cigarrillo se iluminó en un punto incandescente en la noche.
—Sí. Solo nos tiene a nosotros, un joven indio y un viejo. —Soltó una risita carente de alegría—. Y no es mucho. No pudimos hacer gran cosa cuando Gregory estaba aquí, así que ahora al menos le debemos cuidar de ella y del pequeño.
Sam se volvió para mirar con más atención al viejo.
—¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta Kirk dio una nueva calada lenta seguida de un silencio. Sam pensó que no le diría nada, justo cuando su curiosidad le aguijoneaba a saber más.
—Gregory es una bestia con los puños demasiado rápidos —explicó Kirk, finalmente.
Sam sintió un estremecimiento que le nacía de las entrañas.
—¿Pega a su mujer y a su hijo?
Kirk asintió en silencio y la brasa de su cigarrillo, que mantenía en la comisura de la boca, hizo visible el movimiento. Los puños de Sam se cerraron de pura frustración. Pegar a una mujer o un niño le parecía una bajeza sin justificación posible. Eso explicaba el carácter asustadizo de Cody y la tristeza que se advertía en la mirada de Emily. Más que nunca los vio como ratones asustados.
—¿Acaso la señora Coleman no tiene familia que la ayude?
—Greyson y Louise no tuvieron más hijos, de manera que Emily no tenía más familia. Cuando se casó con Gregory, su padre ya no era el mismo. Desde la muerte de Louise deambulaba de un lado a otro a caballo, apenas le veíamos el pelo. Podía estar días fuera sin que nadie supiera dónde se metía. —Kirk chasqueó la lengua—. Además, no creo que Emily se hubiese atrevido a decir nada a su padre. Greyson era un buen hombre, pero autoritario; en su casa se hacían las cosas a su manera y nadie abría la boca. Louise era como un pajarillo asustadizo y nunca le llevó la contraria a su marido. Con el ejemplo de sus padres, sin duda la chica pensó que un hombre es el amo y señor de su casa y que nadie la habría apoyado. Además, al principio solo eran… —dudó un instante hasta que casi escupió la palabra—, accidentes. La cosa cambió cuando Greyson murió.
Sam cerró los ojos e inhaló profundamente al imaginar a Emily prisionera de su matrimonio con un hombre violento en un rancho aislado.
—¿Nadie en el rancho intentó ayudarla?
Kirk negó con la cabeza.
—A la muerte de Greyson muchos hombres se fueron cuando conocieron al nuevo dueño del rancho y sus maneras. Muchos se compadecían de Emily, pero nadie podía hacer nada: era su marido y tenía la ley de su parte. Yo le mantenía alejado de la casa cuando le notaba nervioso, cuando sus ojos lucían ese brillo que presagiaba lo peor. Nube Gris también se interpuso a su manera. Los vaqueros que fueron llegando después aprendieron enseguida que la mujer del jefe era intocable, de forma que ni siquiera le dirigían la palabra.
—Dios mío —susurró Sam, horrorizado ante la confesión de Kirk. Contempló la pradera oscura imaginando a una joven sola a merced de un hombre furioso en una cárcel sin barrotes, y la sangre empezó a hervirle.
»¿Qué edad tenía cuando se casó con ese hombre?
—Dieciocho años recién cumplidos. —Kirk enmudeció unos segundos y siguió—: Emily creció rodeada de chicos, pero su padre la mantenía alejada de todos ellos. Era como si tuviese una barrera invisible a su alrededor, nadie podía hablar con ella si Greyson no estaba presente. El único amigo que tuvo fue Nube Gris, y creo que el viejo consintió esa amistad porque estaba convencido que su hija nunca se fijaría en un indio. El viejo consideraba al chico como una especie de mascota para su hija. El rancho está bastante aislado, de manera que Emily se sentía muy sola. Cuando Gregory la vio, creo que entendió la vulnerabilidad de la chica y la engatusó.
La historia de Emily era, por desgracia, la de muchas jóvenes; nadie se entrometía en un matrimonio, ni la ley consideraba delito que un hombre pegara a su mujer. Sencillamente, se consideraba un problema privado que debía llevarse en silencio, incluso con vergüenza por parte de la víctima, que indefectiblemente se callaba los malos tratos.
—¿Y su marido lleva seis meses fuera?
Kirk escupió frente a él, a continuación tiró lo que quedaba del cigarrillo y aplastó la colilla con el tacón de la bota.
—Sí, y espero que no vuelva a pisar el rancho. Ojalá se lo hayan comido los coyotes. Emily sonríe de nuevo, incluso ha vuelto a montar a caballo. Y el pequeño ya no se esconde en cualquier agujero si alguien lo mira a los ojos.
—¿Sabe adónde ha ido el señor Coleman?
—Eso es lo curioso. Gregory es un vago sin remedio, no le gusta trabajar. Pero hace unos meses apareció un tipo de Oregón contando que allí el oro estaba en todas partes como si lloviera del cielo, que en muy poco tiempo uno podía hacerse rico. Durante unos días Gregory fanfarroneó diciendo que se iría a Oregón en busca de oro. De manera que, cuando una mañana desapareció con su caballo, todos dimos por sentado que se había marchado en busca de su maldito oro. La verdad, nadie le echó de menos, excepto tal vez Douglas, que es de su misma calaña.
—Pero tiene la propiedad del rancho. ¿Por qué buscar oro?
Kirk resopló y Sam se preparó para una mala noticia.
—El año pasado el invierno fue muy duro, especialmente frío, tanto que la nieve nos llegaba a las rodillas. Los animales no tenían nada que comer porque Gregory no fue previsor. Tuvo que comprar heno a Crawford endeudándose hasta las cejas. Con la partida de reses que llevamos a Dodge City ese año apenas pudimos cubrir las deudas; perdimos muchos animales durante el invierno y los que quedaban estaban más flacos que un mosquito. Entonces Gregory tuvo otra genial idea y se empeñó en comprar un semental de la raza hereford que le costó un ojo de la cara. El imbécil pensaba cruzar las longhorn con su muchacho, como lo llamaba. El animal murió el verano pasado de una cornada de un macho longhorn sin dejar mucha descendencia. Gregory volvió a pedir ayuda a Crawford, que se apresuró a darle lo que le pedía, sabiendo que su vecino estaba cavando su propia tumba. Todavía le debemos bastante a Crawford, y el plazo se nos está echando encima. Por eso es importante llevar el ganado a final de mes a Dodge City. Si no lo conseguimos, Crawford se quedará con el rancho por un puñado de dólares. Como verás, el rancho ya no era muy valioso para Gregory, sabía que apenas podría salvarlo con la partida de ganado de este año.
Sam suspiró. Cuanto más sabía, peor se sentía. La tentación de ceder a su impulso de ayudar a Emily iba más allá de la preocupación. Aquella mujer andaba sobre arenas movedizas sin saberlo.
—¿Por qué Crawford está tan empeñado en conseguir este rancho?
—El agua. El río se bifurca en estas tierras y a Crawford solo le llega el ramal menos caudaloso. Algunos veranos incluso llega a secarse. Sin embargo, aquí siempre hay agua en abundancia.
—Y si la señora Coleman vallara sus tierras para plantar…
—Crawford se volvería loco. Necesita el agua, y la manera de asegurársela es comprando todo el rancho, no es únicamente cuestión de ampliar su propiedad. Tal vez haya sido bueno que Gregory se largara, porque habría acabado vendiéndoselo todo a Crawford por casi nada. De hecho ya lo había comentado poco antes de largarse.
—¿Cree que volverá?
—No lo sé —contestó Kirk en tono de cansancio—. Tal vez reaparezca un día. Nube Gris está convencido que no regresará. Cuando le pregunto por qué está tan seguro no contesta, pero parece muy seguro de ello. Ese chico algunas veces es como una tumba. Por eso se le ha metido en la cabeza sembrar trigo. Podría ser una estupenda idea, no haría falta plantar todo el puñetero rancho, pero Crawford le hará la vida imposible a Emily. —Se hizo un silencio denso y crispado que apenas duró unos segundos—. Y bien sabe Dios que es una mujer trabajadora, pero todo parece torcerse sin remedio. Necesita a alguien más que un viejo cojo como yo.
Sam meditó las palabras del anciano y una sospecha hizo que le clavara la mirada sin parpadear.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
Kirk se puso en pie estirándose hasta que todos los huesos de su cuerpo crujieron. Soltó algún que otro gruñido y bostezó.
—No lo sé —contestó al fin—, quizá porque eres un tipo que sabe escuchar… O sencillamente porque soy un viejo chismoso que no sabe mantener la lengua quieta. —Echó una mirada a la puerta cerrada—. Creo que esta noche no esperaré; me voy a dormir. Cuida de ellos, Truman.
Kirk se alejó con sus andares de pato mareado dejando a Sam meditabundo. ¿Qué narices había querido decir Kirk al pedirle que cuidara de ellos? ¿Se refería a esa noche o a mucho más? Negó en silencio, soltando una palabrota. «Demasiada información», se dijo exasperado. Ya no podría ver a Emily y a su hijo sin pensar en los maltratos a los que se veían sometidos en manos de un desalmado como Gregory.
El frío de la noche empezó a hacer mella y se estremeció. Era hora de acostarse, porque a la mañana siguiente tenía por delante un largo día de viaje para llegar a ninguna parte. De repente ya no le parecía tan importante llegar al este de un punto indeterminado. ¿Acaso le esperaba alguien? Nadie, a nadie le importaba dónde estuviese o si se moría de asco en algún agujero.
Se dirigió a la puerta con pasos lentos, dividido entre el impulso de huir cuanto antes de ese rancho y el deseo de quedarse. La última opción era la más peligrosa, porque hasta entonces se le había escapado un detalle, o sencillamente no había querido pensar en ello, y era que Emily pertenecía a otro hombre. Cuando ya se disponía a empujar la puerta, esta se abrió y una lluvia de agua templada le dio de lleno en la cara y el pecho. A renglón seguido oyó una exclamación ahogada.
—Lo… lo siento —balbuceó Emily dando un paso atrás. La jofaina se le escapó de los dedos y se aferró el camisón con cara de pánico y los puños apretados.
Sam se secó la cara con la manga de la camisa de algodón. Dio un paso adelante y ella retrocedió. Él frunció el ceño, dio otro paso y ella volvió a retroceder sin perderle de vista, con los ojos desorbitados como un animal acorralado. La rabia empezó a hervir en su interior al pensar en Gregory maltratando a su familia. Emily estaba asustada y temía una represalia. Y lo peor era que Sam no sabía cómo apaciguarla.
—No pasa nada —aseguró en voz baja y para su desgracia no sonó tranquilizador.
Su voz era demasiado grave y, en cuanto bajaba una octava, su tono más bien trasmitía amenaza, como un animal a punto de saltar sobre su presa. Hasta entonces esa característica le había resultado útil, porque no le gustaba alzar la voz, de manera que cuando se enfadaba o quería advertir a alguien de que estaba a punto de perder los estribos, esa voz baja y ronca como un gruñido ponía en alerta al más atrevido. Por no mencionar su mirada; sabía de sobra que muchos pensaban que sus ojos no eran normales por su color tan claro. Él los había heredado de su madre, pero en una mujer pequeña y menuda no habían surtido el mismo efecto que en un hombre curtido por la guerra como él. En el ejército susurraban a sus espaldas que esos ojos celestes eran los que sin duda tendría la muerte si se presentara con forma humana.
Emily retrocedió otro paso y de repente echó a correr hacia la habitación de su hijo. Fue la gota que colmó el vaso: Sam la alcanzó en dos zancadas. La sujetó de un brazo y le dio un tirón. Ella le golpeó el pecho, reavivando el dolor agudo en sus costillas magulladas, pero él apretó los dientes para no emitir un solo sonido. La envolvió en un abrazo con una mano en el cabello suelto y la otra en la cintura, lo que le permitió sentir el temblor que se había adueñado del cuerpo envarado de Emily. La compasión por ella y por el miedo que la atenazaba, y que sin duda tardaría en desaparecer, le comprimió el pecho. Emily no confiaría en ningún hombre si no aprendía que no todos eran bestias sin compasión, que podía dar la cara sin esperar lo peor, confiar en sí misma.
Con mucho cuidado de no avasallarla, le acarició la cabeza como habría hecho con un animal herido. Emitía ruidos reconfortantes sin atreverse a pronunciar una palabra por temor a asustarla otra vez. La rigidez tardó en remitir, pero los temblores persistieron. Al cabo de un momento oyó los sollozos silenciosos de Emily, un llanto seco que la sacudía de la cabeza a los pies. Instintivamente estrechó el abrazo y descansó la mano sobre la cabeza agachada, invitándola a apoyar la mejilla en su pecho. Era tan menuda que ni siquiera le llegaba a la barbilla y entre sus brazos le pareció quebradiza, como el cristal. Sin saber muy bien cómo empezó, Sam se percató de que la estaba acunando, meciéndose de un lado a otro con suavidad como haría para dormir a un niño inquieto. Ignoraba de dónde le salía ese gesto protector, porque ya no recordaba cuándo había sido la última vez que se preocupó por alguien.
El corazón de Emily latía desbocado; sin pretenderlo, había reaccionado como lo habría hecho con Gregory, huyendo del peligro. Y allí estaba, en brazos de un hombre al que apenas conocía y que la acunaba con delicadeza, un gesto que no habría imaginado en un hombre tan imponente y de aspecto tan amenazador. Pese al consuelo que Truman le estaba prodigando con la torpeza de un oso, el miedo persistía, así como la vergüenza por su debilidad. Era consciente de lo pequeña que era comparada con Sam. Sus brazos la envolvían por completo y su ancho pecho era tan duro como templado. Si lograra controlar el miedo, el azoramiento que la dominaba por instinto cuando percibía un peligro, ya fuera real o imaginario, tal vez un día dejara de huir y plantara cara al destino y a todos los Gregory del mundo.
Cuando el temblor fue remitiendo poco a poco, el bochorno se adueñó de Emily, quien sintió que el rostro se le encendía según se iba ruborizando. Iba vestida únicamente con un camisón y estaba en brazos de un hombre. Los puños que aferraban la camisa de Truman se fueron aflojando. De alguna forma, él tuvo que notar el casi imperceptible movimiento, porque se detuvo y dejó caer lentamente los brazos. Emily no se sobresaltó cuando Truman le sujetó la barbilla obligándola a alzar el rostro. Con una delicadeza desesperante le secó las lágrimas con los pulgares, sin dejar de mirarla a los ojos enrojecidos por el llanto.
—Nunca he lastimado a una mujer. No vuelva a huir de mí.
Si no estuviese tan mortificada se habría reído, tal vez de manera histérica, porque le resultó gracioso que se lo dijera precisamente con la misma voz que unos minutos antes la había asustado tanto.
—No volverá a suceder, señor Truman —aseguró en un hilo de voz.
Y era cierto, no volvería a huir de él porque a la mañana siguiente los dejaría y no lo vería nunca más. Aquel pensamiento hizo que sus ojos volvieran a colmarse de lágrimas. Se puso de puntillas y se atrevió a hacer algo que la dejó tan sorprendida como a él. Le besó en la mejilla recubierta de barba áspera. Después se fue corriendo a la habitación sin mirarle, con el eco de sus latidos resonando en cada rincón de su ser.
Sam permaneció en el mismo sitio varios minutos, procesando lo que acababa de vivir. Era absurdo, pero aquel beso tan ingenuo como sutil le había golpeado de lleno en el pecho. Se marcharía por el bien de los dos, porque si se quedaba allí, la señora Coleman se convertiría en algo inalcanzable, despertando anhelos que le estarían vetados con una mujer casada.