7

Emily creía que ya no quedaba nadie en la cocina, Kirk fue el último en irse a la cabaña que compartía con Nube Gris y Douglas. Suponía que el señor Truman se habría acostado, aunque no le había pedido ayuda para desnudarse. Se preguntó cómo se habría quitado las botas. Sabía que no era asunto suyo, pero de todas formas le daba lástima. Su aspecto no había mejorado mucho.

Durante la cena apenas habló, pero escuchó con atención cada palabra, lo que la avergonzó. En su propia casa debía discutir cada decisión como si fuera una niña. ¿Qué pensaría Truman de su situación? Consideraría que era una inútil, incapaz de tomar las riendas de su vida.

Salió de la habitación de Cody tras comprobar que el niño estaba dormido. Habitualmente se lavaba en la cocina cuando se quedaba sola, pero la presencia de su invitado la obligaba a hacerlo en la pequeña habitación de su hijo con la escasa luz de un quinqué. Anduvo con cuidado por la cocina en penumbra con la jofaina llena de agua jabonosa. El camisón de franela apenas la abrigaba de las corrientes de aire que se colaban por debajo de la puerta y se arremolinaban en torno a sus tobillos desnudos. Se disponía a abrir para tirar el agua cuando una sombra junto a la chimenea la sobresaltó.

El señor Truman estaba sentado en silencio con la vista fija en los rescoldos de las brasas, cuyo débil resplandor le confería una apariencia adusta. Su perfil era regio y la curva de su barbilla pronunciada se difuminaba en la oscuridad por la barba. Era tan grande que la mecedora parecía la de un niño.

—No debería abrir la puerta a estas horas —comentó con voz ausente y sin mirarla.

Los ojos de Emily fueron del hombre a la jofaina que sostenía.

—¿Y qué quiere que haga con el agua sucia?

—La puede tirar mañana. ¿Dónde duermen los demás?

Con un suspiro, Emily dejó su carga junto a la puerta y se acercó a la chimenea, arrebujándose en el chal de lana. Se sentía inquieta, como siempre que se quedaba a solas con él.

—¿Necesita ayuda para acostarse?

—No.

Seguía sin mirarla, lo que la molestó. Se irguió todo lo que pudo.

—Entonces me iré a la cama.

—No ha contestado a mi pregunta.

Emily resopló, molesta. La manera de hablar del señor Truman era como la de un militar que exigiera obediencia, y ella estaba cansada de agachar la cabeza. No obstante contestó:

—En una cabaña a unos cien metros de aquí. Cody y yo no estamos solos y la puerta está bien cerrada.

Sam no le dijo que las puertas se abrían por las buenas o por las malas, no servía de nada preocuparla más de lo que estaba en su precaria situación. Desde la cena no lograba dejar de pensar en lo que se había dicho acerca de los problemas de la señora Coleman. No quería involucrarse, pero algo en él le empujaba a averiguar más. Se repetía una y otra vez que su interés no era más que agradecimiento por la hospitalidad de una mujer demasiado confiada, pero no era idiota. Sencillamente le inquietaba la seguridad de aquella mujercita de aspecto delicado como una muñeca de porcelana, que no parecía echar de menos a su marido.

—En el almacén la oí decir que llevarían su ganado a Dodge City a finales de mes. ¿Por qué no va a Abilene? Está más cerca.

Viendo que el señor Truman estaba de humor hablador, Emily se sentó muy erguida en la otra mecedora, agradeciendo el lánguido calor de las brasas. Para su sorpresa, Truman se puso en pie y, con una mueca de dolor que no pudo disimular, echó un leño y reavivó el fuego, antes de sentarse nuevamente sujetándose las costillas con una mano.

—Mi marido pensó que en Abilene tendríamos más dificultad en vender nuestro ganado compitiendo con ranchos como el XIT Ranch o el JA Ranch. La mala fama de Dodge City hace que muchos rancheros prefieran no arriesgarse a adentrarse en el condado de Ford.

Sam asintió, pensativo.

—Tendrán que evitar las granjas del centro del estado. ¿Cuántas reses llevarán?

—Unas trescientas más los terneros que hayan nacido esta primavera.

—No es mucho ganado, comparado con las tres mil cabezas que Jesse Chisholm lleva hasta Abilene cada año. Tal vez sea mejor que vayan a Dodge City, pero es un viaje largo.

—Es lo que tenemos —musitó Emily con la vista fija en el suelo.

—¿Ya han empezado a reunir el ganado?

—Sí —contestó ella.

Extendió las manos para calentárselas echando miradas de reojo a su acompañante. Se encontraba a menos de un metro y, a pesar de la poca luz, era consciente de cada línea y plano de su rostro severo.

—Tendrán que marcar los becerros que hayan nacido estos últimos meses.

El señor Truman parecía repasar el trabajo pendiente más para sí mismo que para ella. Aunque no sabía dónde quería ir a parar, le dijo lo que esperaba oír:

—Sí. Después las reuniremos en los corrales y saldremos para Dodge City.

Por fin Sam la miró a los ojos, pensativo. Esa mujer no sabía dónde se estaba metiendo, era una auténtica locura. Y no se trataba únicamente del trabajo que tenían por delante en el rancho, era también cruzar la llanura hasta Dodge City sin contratiempos, recorriendo una media de veinte kilómetros al día a la intemperie, durmiendo en el suelo envueltos en una manta y masticando el continuo polvo que las reses levantarían a cada paso. No era vida para una mujer y su hijo. Sin hablar de los peligros a los que tendrían que enfrentarse una vez llegaran a la ciudad.

Conocía esa zozobra que le palpitaba en el pecho, la misma que años atrás le empujó a lanzarse de cabeza a una guerra que echó a perder su vida. Sería un idiota si se dejaba llevar por esa debilidad, era más sensato ceñirse a su plan de seguir hasta el este dejando atrás los problemas de la señora Coleman. Entonces cometió el error de mirar al suelo, donde vio los pies pequeños y blancos muy juntos, sosteniéndose de puntillas. Enseguida subió la mirada por el camisón de franela abotonado hasta el cuello y finalmente al rostro. Otro error, porque ella le observaba con la curiosidad de una niña. ¿Qué edad tendría? Desde luego, demasiado joven para llevar sobre los hombros todos sus problemas. Evidentemente, necesitaba ayuda. Kirk y Nube Gris parecían gente de fiar, pero Douglas le inspiraba desconfianza, sin duda escondía algo turbio. «Otro error», le avisó una vocecilla. No debía pensar en las necesidades de la señora Coleman; hasta el momento esa mujer había sabido salir adelante sin él y lo mismo ocurriría en el futuro.

—Entonces le deseo suerte, porque se dispone a emprender una locura.

Emily notó el peso de las preocupaciones. Durante unos instantes el entusiasmo de Nube Gris la había sacado del torbellino de problemas que parecía cebarse en ellos y el rancho, pero no podía obviar la realidad. El señor Truman estaba en lo cierto: era una locura. Pese a ello no tenían más remedio que intentarlo, ya no les quedaban más opciones. La única salida era llevar el ganado a Dodge City y vendérselo al señor Linker.

—Lo conseguiremos —dijo más para convencerse a sí misma que para el señor Truman.

Sam la estudió con el reflejo de las llamas en el pelo castaño todavía recogido en un moño flojo. El calor le había ruborizado las mejillas y los ojos le brillaban con una débil esperanza. «No te dejes embaucar —se dijo en silencio—, no pienses que puedes salvarla». Apartó la mirada, molesto consigo mismo. No era un caballero, era un tipo que deseaba vivir su propia vida, no luchar las batallas de otros.

—Le agradezco todo lo que ha hecho por mí, señora Coleman. Creo que pasado mañana podré volver a viajar. —Tras un carraspeo prosiguió—: Me gustaría pagarle por todas las molestias, pero los que me asaltaron me dejaron sin dinero. Aun así podría…

—No tiene que pagarme nada en absoluto. Si lo hiciera, me ofendería. Digamos que ha sido un favor por otro.

Emily no dejó que su voz transmitiera la tristeza que le producía la marcha del señor Truman. Lo sabía de sobra, sabía que tarde o temprano tendría que irse, pero poner una fecha a ese día le resultaba descorazonador, y lo peor era que no lo entendía, porque era un hombre arisco, de pocas palabras y mirada impávida.

Se puso en pie, arrebujándose en el chal.

—Buenas noches, señor Truman.

—Buenas noches, señora Coleman.

La siguió con la mirada mientras ella se alejaba. ¿Qué historia escondían esos ojos tristes? Muchas lágrimas y decepciones, sin duda, pero ¿quién no había perdido algo o a alguien en esos últimos años? Cada uno tenía que sobrellevar sus propias penas.

Se levantó lentamente y fue hasta la habitación a oscuras. Una vez dentro hizo lo posible por desnudarse sin emitir un gruñido de dolor. Se metió en la cama pensando en la mujer que se habría dormido en la habitación contigua. Se la imaginó con un bonito vestido floreado y el pelo trenzado con cintas de colores, sonriendo despreocupadamente. Esa debería haber sido la señora Coleman, pero por el motivo que fuera, todo indicaba que no había sido feliz en su matrimonio y la preciosa flor se había marchitado.

A la mañana siguiente Sam se despertó sintiéndose algo mejor. Al menos pudo vestirse sin resollar como un animal. En la cocina se encontró un desayuno bajo un paño limpio de lino: unas gruesas rebanadas de pan untadas con mantequilla, un tarro de miel y unas lonchas de jamón asado de aspecto jugoso. Sobre la cocina una cafetera todavía tibia estaba llena de café. Muy cerca, dos masas de pan fermentaban a la espera de ser horneadas y una jarra de leche recién ordeñada con una espesa capa de crema en la superficie se enfriaba. Junto a la ventana, una jarra desportillada de barro adornaba la estancia con flores silvestres. Todo aquel despliegue tan hogareño le recordó la época en que vivía con sus padres y cada mañana su madre le preparaba el desayuno en un silencio reconfortante. Aquello le hizo añorar la vida sencilla, marcada por el ritmo del trabajo.

Las tripas de Sam rugieron anticipándose a lo que le prometía el desayuno y dejó atrás los recuerdos dolorosos. Se sentó y empezó a comer vorazmente. Una vez más recordó la situación económica de la señora Coleman y se sintió como un malnacido. Cody le había llevado a su habitación todo lo que su madre y él encontraron en el camino y no había dinero, pero disponía de algo más que bien podía servir a su anfitriona. No podía comer en la mesa de una mujer como Emily y no aportar nada. Se sorprendió al pensar en ella nombrándola mentalmente por su nombre de pila.

«Mal asunto», pensó. Era preciso irse de allí cuanto antes.

Media hora después salía de la casa protegido con su guardapolvo, que no lucía tan buen aspecto desde hacía años. Oteó a su alrededor y, como en el interior, todo precisaba unos cuantos arreglos. Pese a ello, la casa con forma de ele se veía acogedora con el techo a dos aguas y la fachada de madera y troncos. Alrededor de las ventanas crecían enredaderas con las primeras campanillas azuladas asomándose tímidamente al pálido sol. Debajo, unas verbenas de color rosa oscuro surgían por entre los matorrales. No sabía dónde estaba, no tenía ni idea de la distancia que la señora Coleman había recorrido desde que lo recogiera en el camino, pero aquel lugar, que parecía olvidado de la mano de Dios, tenía cierto encanto que se ajustaba a su dueña.

Examinó el paisaje circundante. Al frente, una vasta extensión ondulante se perdía en el horizonte uniéndose con el cielo de primavera, salpicada de árboles agrupados como si necesitaran pegarse unos a otros por temor a perderse en aquel mar de pastos verdes. A la derecha se alzaban unas edificaciones de madera que tenían que ser el establo y la cuadra, donde se encontraría su caballo, al que no veía desde que perdió el conocimiento. Más allá una pequeña cabaña con una tosca chimenea se cobijaba entre arbustos de aspecto espinoso: el hogar de los tres hombres del rancho. Aún más lejos divisó dos grandes tanques de agua llenos hasta arriba. Los graneros presentaban el mismo aspecto tosco y descuidado que el resto de las edificaciones. Por lo demás, todo se veía desierto. Aquel lugar debería haber hervido de vida y actividad, sin embargo, el canto de algún pájaro era el único ruido de la pradera que interrumpía el silencio.

Fue hasta la bomba de agua y llenó un balde que encontró ahí mismo, sobre un tocón. Se lavó la cara con cuidado y se secó con los picos del pañuelo que llevaba anudado al cuello.

A lo lejos reconoció el mugido del ganado y los gritos de los jinetes que guiaban a los animales. Se fue acercando hasta que llegó a una zona que no se veía desde la casa. Dejó atrás las cuadras hasta que dio con varios corrales comunicados por pasillos estrechos, listos para la llegada del ganado. Subido a una valla, Cody esperaba. El pequeño contemplaba un grupo de reses que se acercaban azuzadas por dos jinetes. Un par de perros, los mismos que había visto dos días antes, corrían en los flancos del rebaño e impedían que alguna se despistara. Los jinetes iban atrás, empujando a los animales a seguir adelante.

Sam los contempló. Uno de ellos era Nube Gris, pero el otro no le resultaba conocido. No podía ser Kirk ni Douglas, ya que parecía mucho más pequeño, aun así manejaba con soltura su montura, agitando un látigo que restallaba sobre las cabezas de las reses. Se acercó un poco más y ahogó una exclamación cuando reconoció a la señora Coleman. Era el segundo jinete. Aquello lo pilló desprevenido. Nunca habría imaginado a la delicada Emily subida a horcajadas sobre un caballo, guiándolo con tanta destreza.

Las reses entraron en tropel, atropellándose unas a otras. Los largos cuernos característicos de la raza longhorn sobresalían como un bosque de astas por encima de sus pieles moteadas. Sam se llevó el pañuelo a la boca para protegerse del polvo que levantaron los animales. El ruido a su alrededor era ensordecedor: los perros corrían en torno al corral ladrando y el ganado acorralado contestaba mugiendo tras las vallas, todo salpicado con los gritos de los dos jinetes, que guiaban los últimos rezagados hasta la entrada del corral. Aquella escena recordó a Sam cómo era trabajar al aire libre, sobre un caballo dócil y rápido, pendiente de cada movimiento del compañero.

Cody cerró el corral en cuanto entró el último animal y aseguró el pestillo de madera con los labios apretados. El hombrecillo de la casa llevaba puesto un sombrero de ala ancha que le iba grande y le llegaba casi hasta los ojos. Una corriente de aire se lo llevó justo cuando Emily se acercaba. Ella desmontó y revolvió el pelo de su hijo con una sonrisa. Por primera vez la veía relajada, sin la tirantez que la hacía encoger la boca o fruncir el ceño. Varios mechones se habían escapado del sombrero y le enmarcaban el rostro feliz. La vio intercambiar una broma con Nube Gris y el joven se echó a reír, dando a su patrona un ligero empujón con el hombro.

¿Estaría Douglas en lo cierto con respecto a Nube Gris y Emily? Los contempló sin que ellos se percataran y no vio más que una conversación amistosa. Al cabo de unos minutos, el indio se alejó con un gesto de la mano y se dirigió hacia el corral. Emily siguió andando con la cabeza gacha y una leve sonrisa en los labios. Detrás de ella Cody corría tras un perro que llevaba en la boca el sombrero. Esa vez fue Sam quien sonrió al ver los torpes intentos del pequeño por recuperarlo. Corría como un cachorro que acabara de aprender a andar, iba trazando eses y de vez en cuando tropezaba con sus propios pies, aleteando con los brazos para recuperar el equilibrio. Emily se había parado para ver cómo su hijo luchaba tironeando del rabo del perro y se echó a reír. Entonces Sam perdió interés por el niño y clavó su atención en ella. Se había quitado el sombrero y una larga trenza, que le llegaba a la cintura, se balanceaba con cada movimiento. Algo en el interior de Sam se removió, algo apenas perceptible y sin embargo real, un ligero encogimiento, un latido en vilo, un suspiro reprimido. No lo reconocía porque era algo desconocido para él.

No pudo permanecer al margen por más tiempo y echó a andar hacia ellos. Cuando los alcanzó, Cody ya había ganado la batalla con el perro e intentaba recomponer el sombrero, bastante maltrecho. Madre e hijo le sonrieron a la vez cuando se percataron de su presencia y aquella sensación reapareció. Ambos tenían el mismo gesto, una expresión luminosa como un amanecer.

—Buenos días, señor Truman —le saludó Emily.

Cody trotó hasta él.

—Buenos días, señor Truman. ¿Se encuentra mejor?

Sam prefirió prestar atención a Cody, porque mirar a la cara a Emily le turbaba como ninguna mujer había conseguido ni con las artimañas más osadas.

—Buenos días. Ya me encuentro mucho mejor.

Echó una ojeada a la mujer, que deslizaba entre los dedos el filo de su sombrero. Se fijó en su atuendo: una amplia falda pantalón que le permitía montar a horcajadas y dejaba a la vista unas botas que le parecieron de juguete. Se abrigaba con un grueso chaquetón de paño de lana gris y un pañuelo le protegía el cuello. A pleno sol el cabello brillaba con destellos rojizos. A pesar de tener el rostro polvoriento, los ojos chispeaban de felicidad, borrando cualquier otro detalle. Seguía sonriendo enseñando unos dientes pequeños y bien alineados, como pequeñas perlas perfectas.

—¿Ha desayunado? —preguntó ella suavemente.

—Sí, gracias. Estaba todo muy bueno.

Cody le sacudió la manga con nerviosismo.

—¿Quiere ver a su caballo?

Sam asintió con seriedad.

—Por supuesto, espero que se haya portado bien.

El niño hinchó pecho, satisfecho por lo que iba a decir.

—Yo he cuidado de su caballo, señor Truman, y también he limpiado su silla de montar. Es una buena silla y habría sido una lástima que se echara a perder.

Sam echó otro vistazo a Emily y durante unos segundos sus miradas se cruzaron. No fue mucho, pero sí suficiente para que él diera un paso atrás como si le hubiesen asestado un puñetazo en el pecho.

—¿Nos acompaña, señora Coleman?

—No, tengo que volver a la casa para preparar la comida y hornear el pan. Le dejo en buena compañía, Cody es el amo de la cuadra. Nadie mejor que mi hijo para enseñarle nuestros caballos.

Sam se sintió decepcionado, pero recapacitó al momento. Era lo más sensato. Asintió e hizo un gesto con la cabeza al niño para que le enseñara el camino, aunque en realidad ya sabía dónde estaba la cuadra. Se separaron y Emily tomó el camino de la casa con pasos tranquilos, como saboreando todo lo que la rodeaba. No cabía duda: amaba esa tierra tanto como a su hijo, y estaba a punto de perder su rancho, el hogar de su familia.

Taciturno siguió al niño, que parloteaba agitando las manos mientras le explicaba que esa mañana iban a separar los novillos para marcarlos. Estaba nervioso porque su madre le había asegurado que podría ayudar con los hierros. La responsabilidad que le esperaba le hacía tartamudear de expectación. Sam permaneció en silencio, emitiendo de vez en cuando unos ruidos que bien podrían ser una respuesta. Y por lo visto Cody lo entendía así, porque le miraba, escuchaba el ruido de Sam y seguía asintiendo, como si eso mismo fuese lo que él habría dicho. El chico se conformaba con un poco de atención para sentirse feliz.

Una vez en la cuadra, los caballos asomaron las cabezas en cuanto entraron. Rufián relinchó al percibir a su amo y agitó la crin en señal de alegría. Pero para sorpresa de Sam, la cabeza del animal se acercó primero a Cody y le empujó con suavidad el hombro, antes de buscar las pequeñas manos removiendo con cuidado los belfos y haciéndole cosquillas.

—No tengo nada para ti —dijo Cody riendo—. Siempre me registra cuando me acerco —añadió a modo de explicación.

—Por eso le llamo Rufián, porque si pudiera, te robaría la comida bajo tus propias narices.

Viendo que no conseguía lo que deseaba, Rufián prestó atención a Sam, agitando la cabeza de arriba abajo. Era su forma de decirle que llevaba demasiado tiempo encerrado. No le vendría mal ensillarlo y dar una vuelta con él, de esa manera podría medir su resistencia si deseaba irse al día siguiente. Y recordando su reacción al ver a la señora Coleman esa misma mañana, era urgente alejarse cuanto antes.

—¿Dónde está mi silla de montar? —No pudo evitar entrecerrar los ojos cuando el niño se la señaló colocada sobre el pasamanos de una barandilla. Se la veía reluciente, con el cuero satinado por la grasa, mientras que las tachuelas y el pomo centelleaban suavemente bajo la escasa luz que entraba por la claraboya del techo—. Has hecho un trabajo excelente, Cody. La has dejado como nueva.

El niño sonrió, orgulloso.

—Ha sido un placer, señor Truman.

El pequeño se enderezó como un soldado de juguete, los brazos firmes a cada lado y la cabeza bien alta. Sam no pudo resistirse y le dio un golpecito a su sombrero de manera que le tapó los ojos. Cody se rio al tiempo que se lo enderezaba.

—Voy a dar una vuelta con Rufián, le vendrá bien salir y trotar un rato.

—¿Le ayudo a ensillarlo, señor?

Había tanta ansiedad en la voz aguda del pequeño que Sam no fue capaz de rechazarlo. Renuente, asintió sin decir nada. «Vete cuanto antes o la madre y el niño te reblandecerán el cerebro».