El ruido de la lluvia tamborileando contra los cristales de las ventanas despertó a Sam. Enseguida se ubicó, reconoció la habitación, el aroma a cocina casera, y el estómago le rugió de hambre. Eso era buena señal. Se movió con cuidado intentando sentarse. Esperaba sentir un nuevo mareo, pero por suerte la cabeza parecía algo más estable que esa misma mañana. Porque seguiría siendo el mismo día, ¿no? La duda le inquietó. El niño había dicho que estuvo tres días durmiendo. ¿Habrían pasado otros tres días sin que él se diera cuenta?
Al otro lado de la pared no se oía ningún ruido. Supuso que alguien se asomaría, pero no fue así. Fuera oía las voces de dos hombres. Recordó a la arpía del almacén y lo que le había dicho a Emily. La señora Coleman quería llevar su ganado a Dodge City con tres hombres y un niño. Aquello era una locura, pero también tenía que recordar los apuros económicos que la vieja cara de palo había mencionado. Si la señora Coleman no conseguía vender el ganado, sin duda se vería en un grave aprieto, porque si debía dinero a los dueños del almacén, sin duda debería más a otros. Llevar un rancho era costoso y tendría que pagar a los vaqueros, aunque solo fueran tres. Y una vez que vendiera las reses, ¿qué harían?
Pensó en el joven Cody. El chico le caía bien, se le veía espabilado y obediente con su madre. Él había sido un buen hijo, pendiente de ayudar a su padre, respetuoso con su madre y su hermana. Llevó una vida sencilla pero feliz, era trabajador y creía en valores que merecían ser defendidos, hasta que estalló la guerra entre el Norte y el Sur. Cometió la locura de pensar que debía luchar contra la injusticia. Nadie podía ser dueño de la vida de otro ser humano. Creía que podía cambiar algo. Fue un necio, un estúpido idealista, y los sueños de convertirse en héroe lo abofetearon de la manera más cruel. La guerra era brutal, una zorra voraz que sacaba lo peor de cada hombre. Diez años después, algunas noches se despertaba con el cuerpo bañado en sudor, el corazón desbocado y la mente atormentada por imágenes sangrientas.
Se sacudió esos recuerdos. Su cuerpo le exigió que atendiera sus necesidades. Buscó a su alrededor y encontró su ropa pulcramente doblada sobre la silla, con una camisa que no era la suya. Soltó un gruñido al incorporarse lentamente. Se movía como si el aire fuera agua y le entorpeciera los movimientos. Sacó las piernas y un pensamiento cruzó su mente embotada: estaba desnudo bajo las mantas. Arqueó las cejas y enseguida se arrepintió por el dolor que le produjo en toda la cara aquel sencillo gesto. Gimió al ponerse en pie sobre la alfombra trenzada. Dio un paso inseguro, luego otro más, hasta que finalmente llegó a la silla. Ya estaba sudando copiosamente. Se preguntó cómo lograría ponerse los pantalones sin desmayarse. Sentirse tan débil le mortificaba; se sabía vulnerable, a merced de los habitantes de la casa.
Veinte minutos después resollaba como un animal agotado. Solo había conseguido ponerse los pantalones y las botas. Ya no le quedaban fuerzas para más. Torpemente se echó la camisa por encima de los hombros ahogando una maldición. Cada gesto le suponía un suplicio. Caminó hacia la puerta con los brazos extendidos, rezando por alcanzar el marco y poder descansar. A ese paso, llegaría al exterior al día siguiente, si no se moría antes por el camino.
La puerta principal se abrió y notó el frío sobre su piel sudorosa. Se estremeció con fuerza, lo que a punto estuvo de echar a perder sus esfuerzos por mantener su precario equilibrio. Logró agarrarse con fuerza a la madera del marco de la puerta. Dios, no recordaba haber estado tan débil desde que lo azotaron. En aquel entonces deseó morir, pero en ese momento únicamente quería llegar a la letrina. Lo poco que le quedaba era su dignidad.
Oyó una exclamación aguda y unos pasos irregulares que se acercaban presurosos.
—¿Adónde crees que vas?
Sam se fijó en el rostro arrugado de un viejo desdentado. La barbilla y la nariz casi se tocaban y los labios eran una finísima línea fruncida apenas visible. Su pelo gris estaba recogido en una coleta mediante una cinta de cuero, dejando a la vista una piel curtida por el sol. Era lo más parecido a un pellejo.
—Necesito ir a la letrina.
Los hombros del viejo se sacudieron y Sam dedujo que se estaba riendo en silencio. Se enderezó todo lo que pudo, que no fue mucho, porque las costillas le dolían a rabiar.
—Ahí tienes un orinal, chico.
—No uso un orinal desde que mi madre me quitó los pañales —rezongó Sam.
La risa silenciosa regresó, lo que le fastidió un poco más.
—Si Emily te encuentra, se pondrá hecha una furia.
—Más furioso me pondré yo si no llego a tiempo a la letrina. En lugar de reírse de mí, ayúdeme a andar sin que me desplome como un leño.
La puerta se abrió de nuevo y, por la exclamación que oyó, supo que la señora Coleman había sorprendido a su paciente en pie. Al instante notó que las pequeñas y frescas manos de la mujer le rodeaban la cintura. El contacto le produjo un calorcillo que le sorprendió.
—¿Cómo ha podido levantarse, por el amor de Dios?
—Señora —empezó Sam con toda la dignidad que le quedaba, que no era mucha—, hay cosas que un hombre tiene que hacer de pie, si me permite que se lo diga.
La risa ahogada del viejo lo incomodó un poco más. Por su parte Emily enrojeció hasta las orejas.
—Tiene un orinal en la habitación, señor Truman.
Sam inclinó la cabeza para mirar a la cara a la señora Coleman. Durante unos segundos se fijó en aquellos ojos pardos y pensó que eran preciosos, como los de una cría de gamo, con espesas pestañas y unas delicadas cejas del color de la canela en rama. También distinguió unas pocas pecas que le salpicaban la nariz pequeña y algo respingona. El ruido de la puerta al abrirse lo sacó de su contemplación. Cody apareció acompañado de dos enormes perros de aspecto fiero.
—Buenos días, señor Truman —le saludó el niño con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Se encuentra mejor?
—No hasta que llegue a la letrina —masculló. Aquello estaba resultando cada vez más humillante.
—Cuando estoy enfermo, uso el orinal.
Sam apretó los dientes, ignorando las punzadas de dolor que eso le causó.
—Si alguien más me habla del maldito orinal, se lo pongo de sombrero hasta las orejas. —Enseguida se arrepintió de su exabrupto, porque el niño dio un paso atrás, arrimándose a los dos perros—. Lo siento… —se disculpó, mirando a Cody.
—Cariño, saca los perros de aquí, lo manchan todo de barro —le pidió Emily, que se había puesto tensa a su lado. Dio un paso atrás soltando a Sam y este echó de menos su calor enseguida—. Ya que el señor Truman no quiere usar el orinal, Kirk, ¿podrías ayudarle?
A pesar de su aspecto amenazador, los perros se dejaron guiar, comportándose como corderos mansos cuando Cody los empujó. El niño no le miraba y eso molestó a Sam, porque sabía que le había asustado.
—Chico —dijo con lo que él consideraba una voz suave, pero que en realidad no fue más que un gruñido—. No me vendría mal un par de piernas más.
Cody lo miró de reojo, a unos pocos metros. Parecía meditar la petición y Truman se preguntó si llegaría a pisar la letrina antes de perder la compostura delante de la señora Coleman.
—¿Seguro que no quieres usar el orinal? —preguntó Kirk con un brillo divertido en los ojos rodeados de arrugas. Se rio de nuevo—. Ya sé lo que has dicho hace un momento, pero corro muy rápido cuando quiero, aunque tenga una pata tiesa.
Sam soltó un suspiro de fastidio. Prefería morirse de frío a usar el orinal, pero esa gente le estaba poniendo entre la espada y la pared. Cody pareció compadecerse de él, porque se acercó, tímido, y le pasó una mano por la cintura, algo más seguro.
—Yo le ayudaré —murmuró sin mirarle a la cara.
—Gracias —masculló Sam.
Fue laborioso, pero finalmente llegó a su destino: una tosca y diminuta cabaña a pocos metros de la casa. Cuando salió se sintió un poco mejor, pero al llegar a la altura de la señora Coleman el estómago decidió recordarle que llevaba varios días sin tomar nada. Emily oyó la protesta de sus tripas.
—Mamá, me parece que el señor Truman tiene hambre —dijo Cody con una risita.
—Sí, eso parece —respondió Emily sin dejar de mirar a su invitado. No le gustó que ese hombre hablara con tanta brusquedad a Cody, pero también había advertido que el señor Truman trató al momento de enmendar su tono amenazador solicitando la ayuda al niño. Tal vez fuera su forma de pedir disculpas y eso era más de lo que Gregory había hecho con su hijo—. Acostadlo enseguida. Creo que ya ha hecho demasiados esfuerzos por hoy.
Obedientes, lo condujeron de nuevo a la cama. Sam se dejó descalzar, pero frunció el ceño cuando trataron de quitarle los pantalones. Kirk volvió a reírse por lo bajo y señaló con la cabeza los calzoncillos largos que había sobre la silla.
—Creo que con eso estarás más cómodo, aunque debo confesar que te he visto el culo, chico, y no es para tanto.
Emily se apresuró a salir de la habitación. Ya le había visto desnudo, pero entonces el señor Truman había estado inconsciente. Despierto y mirándola como si quisiera borrarla de la estancia, prefería dejar en manos de Kirk el trabajo de ayudarle. Se dispuso a calentar una sopa espesa de verdura. Sirvió un generoso tazón y esperó a que avisaran de que su invitado estaba cómodamente acostado.
Pensar que ese hombre ocupaba su cama la turbaba cada vez más. El día anterior, cuando entró para darle algo de comer, no tuvo el valor de despertarle. El sueño era reparador y cuanto más descansara, antes se recuperaría su cuerpo. Esa certeza la entristeció. No sabía por qué, pero el mero hecho de pensar que el señor Truman se marcharía y ella no volvería a verlo la dejó deprimida. Se había quedado allí sentada velando su sueño relajado durante un buen rato, hasta que Douglas entró y la sorprendió. No era un hombre hablador, pero desde que ella cuidaba del herido, el vaquero se mostraba más locuaz que nunca, hasta tal punto que Emily echaba de menos sus silencios inquietantes.
Kirk salió señalando el interior de la habitación.
—Ya está acostado y con los calzoncillos puestos.
El viejo se alejó riéndose, dejándola con el tazón humeante en una mano y una cuchara en la otra. Esperó a que su hijo también saliera, pero Cody no apareció. Se asomó con cuidado, con la intención de espiar lo que estaba ocurriendo en la habitación. Las cejas se le arquearon cuando vio a su hijo en la silla y el señor Truman sentado muy tieso en la cama y tapado con las mantas. Los dos permanecían en silencio y sin mirarse, pero allí estaban, juntos.
Cody huía de la presencia de su padre porque le tenía miedo, Douglas le inspiraba recelo y nunca se acercaba a él, solo se sentía cómodo con Nube Gris y Kirk. Emily se extrañó de que su hijo permaneciera a solas con el señor Truman, sin asustarse de la mirada fría del hombre.
En cuanto entró, dos pares de ojos se clavaron en ella. Cody se levantó de un salto y acercó la silla un poco más a la cama para su madre. Ella le sonrió y se sentó.
—Aquí le traigo un poco de sopa. Lleva varios días sin comer y no creo que su estómago admita nada más consistente. Además, podría dolerle al masticar.
Sam asintió. No estaba acostumbrado a que lo trataran con tanta amabilidad, y eso le hacía sentirse como si le pincharan. Carraspeó.
—Gracias, señora Coleman.
En esos catorce años podía contar con los dedos de una mano las veces que había dado las gracias por algo. Desde que conocía a la señora Coleman, no hacía otra cosa que agradecer sus atenciones.
—De nada —murmuró ella sin mirarle.