Sam apenas pudo abrir los ojos cuando fue saliendo de la nube algodonosa que lo envolvía. Poco a poco fue tomando conciencia del dolor que le martilleaba el cráneo y de que el cuerpo apenas le respondía. Se quedó quieto intentando recordar y averiguar dónde se encontraba. Lentamente pasó una mano por las mantas que lo abrigaban. Ese sencillo gesto fue un suplicio, así que se vio obligado a desistir de indagar un poco más. Se notaba el pecho comprimido y le costaba respirar. Aquella oscuridad le estaba poniendo nervioso y su visión limitada no contribuía a calmar su inquietud.
En algún lugar oyó que una puerta se abría y cerraba al momento. Estaba en una casa, a juzgar por el aroma a guiso y el colchón blando de paja en el que estaba acostado. ¿Cómo había llegado hasta allí? Su último recuerdo era el cielo encapotado visto desde abajo y la lluvia que para él caía del revés. Carson y sus hombres le colgaron por los pies, no recordaba mucho más porque perdió el conocimiento enseguida. Alguien había dado con él y se lo había llevado. No encontraba otra explicación.
Captó ruidos al otro lado de la puerta, una persona que andaba con pasos cortos. Sin pretenderlo, el recuerdo de la mujer del almacén y su hijo regresó a su memoria. Estarían lejos, al abrigo de su casa, o al menos eso esperaba él. Mientras la vieja víbora mortificaba a la desconocida, él se enteró de muchos más detalles de su vida de los que habría deseado averiguar. Supo que el marido de la señora Coleman llevaba seis meses buscando oro en Oregón. ¿Quién en su sano juicio dejaba esposa e hijo sin protección para aventurarse a buscar oro? Si él tuviese una familia, su bienestar sería lo primero, pero no tenía a nadie y tampoco lo buscaba. Para la clase de vida que llevaba, habría sido una tortura arrastrar a una mujer por esos caminos peligrosos o por los pueblos que se habían ido creando alrededor de las minas, con toda la escoria imaginable. Aquello no era vivir, sino sobrevivir.
La puerta se abrió lentamente dejando entrar un hilo de luz, que bastó para deslumbrarlo. Se subió un poco más la manta para protegerse. Unos pasos vacilantes se fueron acercando hasta detenerse junto a la cama. Sam permaneció en silencio rezando para que no fuera alguien peligroso, porque en su estado no podía defenderse más que un recién nacido.
—¿Señor?
La voz infantil le sorprendió, bajó de nuevo la manta y distinguió la silueta de un niño recortada por la luz que entraba por la puerta abierta. No pudo ver mucho más.
—¿Señor? —insistió el pequeño—. ¿Se encuentra mejor?
—¿Dónde…? —La voz fue apenas un susurro ronco. Carraspeó y lo intentó de nuevo—. ¿Dónde estoy?
Sentía la boca como si la tuviera llena de algodón; ni él mismo estaba seguro de haber entendido lo que acababa de decir.
—En nuestro rancho, señor, en el condado de Ellsworth. ¿No lo recuerda? Mi madre y yo lo encontramos en el camino.
En el hueco de la puerta se recortó la silueta de otra persona, una mujer menuda de cabello castaño.
—Cody, te dije que no le molestaras. Necesita descansar.
El niño se dio la vuelta enseguida al oír a su madre.
—Pero, mamá, lleva tres días durmiendo. Tal vez tenga hambre.
—Cody, ve fuera y ayuda a Kirk.
El niño titubeó un instante y salió arrastrando los pies. Cuando caminó junto a su madre, esta le acarició el cabello corto en un gesto tierno que no pasó desapercibido a Sam. La voz de aquella mujer le resultaba conocida, así como el nombre del niño: Cody. ¿Dónde lo había oído antes? Era un nombre corriente, podía haber sido en cualquiera de los pueblos por donde había pasado en los últimos días.
La silueta femenina se acercó a las dos ventanas y abrió los postigos. Una luz grisácea se abrió paso por la estancia, cegándole. Cerró al instante los párpados, que se notaba inflamados. Oyó que los pasos se acercaban a la cama y se sobresaltó al notar una mano pequeña y fresca posarse suavemente en su frente.
—¿Cómo se encuentra?
Aquella voz era suave, con una entonación agradable. La curiosidad pudo más que el temor a verse de nuevo deslumbrado por la claridad; con aprensión trató de enfocar la vista hasta que poco a poco los rasgos de la mujer se fueron haciendo cada vez más claros y definidos. Una emoción desconocida se agitó en su pecho. Era la mujer del almacén tal y como la recordaba: menuda y de aspecto frágil como un cervatillo. Permanecía de pie con los dedos entrelazados a la altura de las esbeltas caderas que ni el horrendo vestido gris lograba afear. Los puños se veían desgastados y el cuello de batista blanca lucía un zurcido. No se podía decir que la señora Coleman fuera una belleza elegante, aun así sus ojos tenían algo que atraían como el agua a un sediento en pleno desierto. De repente se dio cuenta de que llevaba un buen rato estudiándola en silencio y que ella esperaba una respuesta.
—Me siento como si una manada de bisontes me hubiese pisoteado.
—Si hubiese sido el caso, no habría estado peor. Mi hijo y yo le encontramos colgado de un árbol, atado por los pies.
—Me cuesta respirar.
—Le vendé las costillas, tal vez haya apretado demasiado. Si me permite, podría aflojar el vendaje.
Sam asintió, pero cuando trató de incorporarse, la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. Se llevó una mano a la cabeza al tiempo que se dejaba caer sobre la almohada. Ella se acercó enseguida.
—¿Se ha mareado?
—Sí, la cabeza me va a estallar.
—Tengo un poco de láudano, si quiere.
Sam alzó una mano y la agitó, incapaz de hablar, porque temía devolver. El estómago le bailaba amenazando con vaciarse.
—No —logró murmurar.
Se sobresaltó cuando la señora Coleman le apartó las mantas y, sin decirle nada, se puso a soltar los nudos que mantenían fija la venda. Se la fue aflojando con gestos precisos y cautelosos para no dañarle. Sam trató de ayudarla arqueando la espalda, pero aquel pequeño esfuerzo lo dejó exhausto. Cuando hubo terminado, Emily volvió a taparlo con cuidado.
Sam tardó varios minutos en poder hablar. Se sentía tan agotado que los párpados se le cerraban y sudaba como si hubiese corrido hasta el agotamiento.
—¿Quiere comer algo? Puedo traerle un poco de caldo de verdura.
—No, gracias. —Inhaló lentamente y volvió a soltar el aire con cuidado. Con la venda aflojada podía respirar mejor, aunque el pecho seguía doliéndole como si una piedra se lo comprimiera. Volvió a respirar con cuidado hasta que encontró las fuerzas necesarias para seguir hablando—. ¿Dónde están mis cosas?
—He lavado su ropa, pero la camisa está hecha jirones. Podría zurcirla, aunque no creo que valga la pena. Le daré una camisa de mi marido, si no le importa. También he limpiado su sombrero y su guardapolvo, y Cody se ha encargado de quitarle el barro a su silla de montar. Dice que en cuanto esté bien seca le dará grasa. Su caballo está con los nuestros en la cuadra, lo cepillamos y le damos de comer y beber. Está bien atendido. Ayer Kirk aceitó sus Colts; están en sus alforjas, a los pies de la cama.
Emily hablaba en voz baja, consciente de la debilidad del hombre acostado en su cama. Su aspecto era realmente alarmante: los moratones se le habían puesto casi negros, la hinchazón del ojo apenas le dejaba abrir el párpado y el labio inferior estaba abultado con un corte profundo. Sin hablar del pómulo tumefacto. Eso era lo que podía ver en ese momento, pero lo que las mantas escondían era también preocupante. La noche anterior, cuando todos se fueron a dormir, Kirk la ayudó a vendarle las costillas por temor a que tuviese alguna rota debido a los golpes que había recibido. Estaba asustada porque sus conocimientos médicos eran escasos y temía equivocarse. Se sobresaltó cuando oyó la voz ronca proveniente de la cama.
—Gracias, señora Coleman.
—Usted me ayudó y yo le ayudo ahora.
Sam la miró a los ojos. Lo que él había hecho no había sido más que cargar unos cuantos sacos, en cambio ella le había bajado de aquel árbol y se lo había llevado a su casa sin saber quién era, sin duda salvándole la vida.
—Le debo mucho, señora Coleman.
Emily se removió, incómoda.
—No se canse hablando. Le dejaré dormir un poco más y a mediodía le traeré algo para comer.
Ella se disponía a abandonar la habitación cuando Sam recordó algo.
—Me llamo Sam Truman.
Los labios de la señora Coleman se curvaron ligeramente esbozando casi una sonrisa.
—Encantada, señor Truman.
Le dejó solo saliendo con pasos cortos, sin hacer ruido, como un ratón.
No cerró la puerta, de manera que Sam la oyó moverse al otro lado de la pared. Se centró en estudiar la estancia. Era un dormitorio pequeño con una cama de matrimonio. Frunció el ceño: estaba acostado en la cama de la señora Coleman, no habría otra cama de matrimonio en el resto de la casa. Ese pensamiento le avergonzó, porque eso significaba que la había dejado sin su lugar para descansar. Demonios, esa mujer era demasiado generosa, cualquier otro en su lugar no habría dudado en dejarle en un montón de paja con una manta como mucho para abrigarse. Siguió estudiando lo que le rodeaba; frente a él había una cómoda toscamente tallada y a los pies de la cama un baúl cuya tapa se veía golpeada y arañada. Junto al lecho había una silla de aspecto incómodo y, al otro lado, una pequeña mesa con una lámpara de aceite. El suelo era de madera y, aunque se veía limpio, hacía mucho que había perdido su lustre. Era una habitación sencilla y limpia, pero las paredes amarillentas y cuarteadas reclamaban a gritos una mano de pintura.
El agotamiento fue venciéndolo y se dejó llevar por una bruma de sueño, sintiéndose seguro como no lo había estado en los últimos diez años.
En la cocina, Emily se afanaba preparando la comida para los hombres. No lograba apartar de su mente la preocupación que le atenazaba la garganta. No era solo por el señor Truman; la precaria situación del rancho también la acongojaba. Antes de final de mes tenían que llevar el ganado a Dodge City. El viaje suponía todo un reto, ya que solo serían cinco personas para ocuparse de todo el trabajo, y eso contando con la ayuda de Cody, que pese a poner toda su voluntad, no dejaba de ser un niño de nueve años. Además, Kirk estaba limitado por su cojera. Quedaban Nube Gris y Douglas. Ella llevaría la carreta con los víveres, de manera que los hombres tendrían que guiar las reses sin que ninguna se desviara. Tardarían varios días, siempre que no se encontraran con ningún peligro, y una vez allí, Emily rezaba por encontrar el señor Hans Linker. Si no aparecía, sería la ruina para ellos, porque por desgracia nadie querría hacer negocios con una mujer, o sencillamente le robarían hasta las botas. Sintió un escalofrío. Era preciso salir adelante; de lo contrario, perdería el rancho y se quedarían sin su hogar.
Sumida en estos lúgubres pensamientos, no oyó que Douglas entraba y se sobresaltó cuando lo vio a su lado.
—Por favor, Douglas, deja de andar con tanto sigilo.
El hombre la miró fijamente a los ojos sin decir nada. Aquellas miradas silenciosas la ponían nerviosa porque se sentía como si la desnudara. Decidió ignorarle esperando a que se decidiera cuanto antes a soltar lo que fuera.
—¿Cómo está el tipo? —preguntó finalmente.
—Todavía muy débil. Se llama Sam Truman.
—Eso no es mucha información. Podría ser un ladrón, un asesino o un violador. No debería estar aquí, en la casa, con usted todo el día metida entre estas cuatro paredes.
—En estos momentos hasta yo podría derribarle. Deja de preocuparte por mí, Douglas. No corro ningún peligro.
Este apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.
—Gregory no vería con buenos ojos lo que hizo usted con ese tipo.
—Pero como él no está, yo soy la responsable de la casa, del rancho y de cuantos viven aquí.
Su voz sonó mucho más seca de lo que habría deseado, pero Douglas se empeñaba en recordarle su debilidad, algo que no necesitaba, porque las limitaciones de su condición no hacían más que aumentar su frustración día tras día. Gregory o cualquier hombre, por inepto que fuera, tenía más poder que una mujer. Para muchos, el género femenino apenas si podía abrir la boca; las mujeres nacían para servir y tener hijos, obedeciendo hasta la humillación. Era la peor de las cárceles, una condena perpetua a la esclavitud.
La puerta volvió a abrirse y Nube Gris apareció. Se acercó mirándolos con cautela, consciente de la tensión que se respiraba entre Emily y Douglas. Este lo fulminó con la mirada.
—¿Qué haces aquí, inútil? Te he dicho que limpiaras la cuadra y rellenaras los abrevaderos de los caballos.
Emily se irguió, indignada. No soportaba que Douglas humillara a Nube Gris, pero el indio contestó antes de que ella pudiera hacerlo.
—Está todo hecho. Kirk me ha pedido que cogiera el linimento para su pierna porque le duele.
Douglas entornó los ojos sin apartar la mirada del indio. Exasperada, Emily se interpuso.
—Douglas, seguro que tienes que hacer algo fuera. Yo buscaré el linimento para Kirk.
El hombre se marchó, no sin antes lanzar una mirada hosca al indio. Por suerte este permanecía sereno, pero ella sabía de sobra que tras esa aparente calma escondía la humillación que latía en su interior cada vez que le trataban de manera tan injusta.
—Lo siento —susurró cuando se quedaron solos—. Si no le necesitara, le habría echado hace tiempo, pero no podemos prescindir de su ayuda. Trabaja sin cobrar.
—¿Y eso no te parece sospechoso?
Emily frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices? Prometí que le pagaría en cuanto cobrara el dinero de la venta de las reses en Dodge City.
—No me fío de él.
Emily se dejó caer en un banco junto a la larga mesa donde servía las comidas. Estaba abatida, a punto de perder el último atisbo de esperanza.
—No sé qué hacer, Nube Gris. Estoy asustada. Si era desgraciada con Gregory, ahora que se ha ido me siento aún peor. No sé si desear que regrese o rezar para que no vuelva nunca. ¿Qué pasará cuando vendamos el ganado?
Nube Gris se sentó a su lado, sin tocarla, y permaneció en silencio meditando una respuesta. A pesar de ser tan joven, era cabal y reflexivo. No hablaba a la ligera y Emily siempre le escuchaba con atención.
—Podríamos dedicarnos a cultivar cereales.
—Esta parte de Kansas es tierra de ganadería. Además, los que intentaron cultivar trigo vieron sus cosechas arruinadas por las plagas y la sequía.
Nube Gris negó con la cabeza.
—Hace unos días me acerqué al arroyo del árbol caído y me encontré con un ruso que lleva en Kansas unos dos años. Estaba de paso y estuvimos hablando mientras su caballo descansaba. Me dijo que se había traído de su país semillas de un trigo diferente, que se planta en otoño y se recolecta al final de la primavera. De esa manera evitan las sequías del verano y en invierno hay menos riesgo de que las plagas destruyan las cosechas.
Emily consideró las palabras de Nube Gris. Podía ser una salida a su problema. Había oído hablar de esos rusos que se estaban instalando en la zona, pero esa gente no solo se enfrentaba a los caprichos del clima, también tenía que protegerse de los ganaderos que les plantaban cara porque cercaban sus tierras para proteger los cultivos. Los ganaderos odiaban los alambres de espino porque las reses se herían con los pinchos.
—No lo sé… —musitó Emily.
—Tres hombres, un niño y una mujer no pueden llevar un rancho. Apenas logramos salir adelante, y lo sabes.
Emily se pasó una mano por la frente, de repente le dolía la cabeza.
—Podría vender las tierras a Cliff Crawford.
Al momento desechó esa idea. Si lo hacía, todos se quedarían sin hogar, no solo ella y su hijo, sino también Kirk y Nube Gris. ¿De qué vivirían?
—¿Por qué no te marchaste con los vaqueros hace unos meses? Podrías encontrar trabajo en algún rancho, eres hábil con el lazo y un excelente jinete. Además, sabes cuidar de los caballos.
Nube Gris sonrió con tristeza.
—Donde fuera me tratarían como a un perro. Sabes tan bien como yo que no soy más que un indio con ropa de hombre blanco. Ellos únicamente ven el color de mi piel, no miran más allá. Este ha sido mi hogar porque tu padre me recogió cuando mataron a mi familia. Tus padres siempre me trataron con respeto. Fuera de aquí, soy escoria. Pero si decides vender, acataré tu decisión. Son tus tierras.
—Son de Gregory —musitó Emily con la mirada fija en las tablas del suelo—. El día que me casé con él, se convirtió en el dueño de todo lo mío.
Nube gris era consciente del desasosiego de Emily y se sentía impotente por no poder ayudarla. Gregory era una bestia sin compasión. Él permanecía en el rancho por los motivos que acababa de enumerar, pero también para protegerla del marido, que tendía a golpear indiscriminadamente a su mujer o a su hijo.
—Pero ahora no está. Eres tú quien debe tomar las decisiones.
—¿Y si plantamos trigo, como dices, y Gregory desaprueba mi decisión cuando regrese?
—No te adelantes al mañana. Ahora Gregory no está y, la verdad, no creo que vaya a volver. Tú tampoco deberías mentirte, sabes que no regresará.
Emily lo miró fijamente y sintió un ligero temblor.
—¿Eso cómo lo sabes?
—Lo presiento.
No añadió más. Fue a un armario, abrió la puerta y cogió el linimento para Kirk.
Emily permaneció sentada en el banco con la mirada fija en el suelo. Si su condición de mujer la limitaba en todo, como si llevara un velo que la hiciera invisible a los ojos de los hombres, Nube Gris sufría el desprecio constante de los demás, hombres, mujeres y niños, como si fuera poco más que un gusano. Tal vez por eso lo apreciaba tanto: porque entendía su soledad. El rancho era el único lugar donde el indio se sentía seguro, como ella. Fuera, todo resultaba amenazante y cruel, aunque en los últimos años incluso su hogar se había convertido en una pesadilla.
Se resistió a dejarse llevar por los recuerdos, con todo estos se colaron traicioneros en su cabeza haciéndola retroceder unos años, cuando conoció a su marido. Gregory llegó al rancho buscando trabajo y su padre lo contrató. Al principio se conformó con mirarla de lejos y ella se sintió en una nube de felicidad por ser el centro de atención de un hombre tan fuerte y apuesto. La primera vez que él le dirigió la palabra, Emily empezó a balbucear frases, cohibida y encantada. A pesar de vivir rodeada de hombres, su padre la había protegido, alejándola de los vaqueros que iban y venían por el rancho.
Pero cuando Gregory llegó a ellos, su padre no era el mismo; la muerte de su mujer lo había dejado sumido en un mar de tristeza y ya no estaba tan pendiente de su hija. Eso permitió que Emily empezara a escaparse para encontrarse con Gregory. Él la sedujo con palabras bonitas, la engatusó como una serpiente a un ratón y, cuando la tuvo embelesada y enamorada, pidió su mano a su padre, quien, para sorpresa de la joven de diecisiete años, accedió sin poner la menor objeción.
El casamiento se celebró enseguida y la pareja se instaló en una de las cabañas del rancho. La noche de bodas no resultó como ella esperaba. Su flamante marido se mostró brusco e impaciente hasta el punto de convertir lo que Emily había supuesto la unión más perfecta entre un hombre y una mujer en algo desagradable. A oscuras, cuando Gregory se durmió dándole la espalda, la joven lloró hasta que los ojos se le secaron. Aquello no fue más que el preludio de lo que estaba por llegar.
Su padre fue dejando cada vez más el rancho en manos de Gregory, y según este iba ganando poder, se mostraba cada vez más autoritario y violento. La primera bofetada la sorprendió tanto que apenas si pudo abrir la boca. Tardó meses en recibir la siguiente, cuando nació Cody y el bebé lloraba por las noches. Él la hizo responsable y le cruzó la cara hasta dejarla aturdida. La vergüenza le impidió acudir a su padre; al fin y al cabo, los asuntos de una pareja eran algo privado que no debía airearse.
Aprendió a detectar los cambios de humor y desaparecer con el bebé, al que su marido apenas aguantaba a su lado. Lo que no imaginó fue que la situación empeoraría con la muerte de su padre. Entonces el matrimonio se trasladó a la casa principal y Gregory se convirtió en un verdadero déspota. Trabajaba cada vez menos y se limitaba a ir y venir a caballo, armado con una fusta que descargaba sin compasión. Muchas veces Nube Gris era el blanco de sus golpes. Durante todos esos años, Emily no entendía por qué el joven indio no se marchaba del rancho e incluso llegaba a interponerse entre Gregory y su mujer para recibir el golpe destinado a ella.
Sin embargo, lo peor estaba por llegar. Hasta que Cody cumplió los siete años, Gregory lo ignoró, pero poco a poco el niño fue también víctima de su padre y esos golpes dolían a Emily más que los que ella recibía. No tenía a nadie a quien recurrir, aunque de todas formas nadie la habría ayudado, porque un hombre era el dueño absoluto de su familia y podía castigarlos a su antojo con total impunidad.
Cuando Gregory le habló de irse a Oregón, Emily no se lo creyó y pensó que era una fantochada más de su marido. No se lo imaginaba trabajando en una mina, esforzándose por encontrar oro, cuando tenía el rancho en las manos. No obstante rezó noche tras noche para que se fuera. De manera que cuando una mañana constató que su marido no estaba, como tampoco su caballo, Emily comprendió que se había marchado sin despedirse, aunque esto no la sorprendió. Ese día lloró de felicidad por el paréntesis de calma que se le presentaba.
Después llegaron los problemas económicos. Gregory los había dejado sin nada para hacer frente a las deudas. Lo único que quedaba era el ganado.