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El herido no dio señales de recuperar el sentido durante todo el camino y el miedo espoleó a Emily. No volvió a sentir los embates del sueño. Con el rifle pegado al cuerpo, echaba miradas al bulto cubierto con la lona, rezando para que el hombre aguantara. La luz del día se extinguía lentamente y las sombras del camino la inquietaban cada vez más. El único consuelo era que había dejado de llover, aunque el camino había quedado hecho un barrizal resbaladizo.

A su lado Cody fruncía el ceño, tan concentrado como su madre en vigilar todo lo que los rodeaba. Él también era consciente de que quienes habían agredido al desconocido podían toparse con ellos. El pequeño estaba tenso y no abría la boca más que para preguntarle a su madre si estaba cansada.

—Estoy bien —le contestaba ella en un susurro, demasiado nerviosa para hablar con normalidad.

Cuando divisaron finalmente la casa en la ladera de la colina, los dos soltaron un suspiro de alivio. Las ventanas estaban iluminadas, lo cual significaba que los esperaban. Emily agitó las riendas y por fin Sansón apuró el paso, también consciente de que por fin llegaba a su destino. Cuando pararon la carreta frente a la casa, la puerta se abrió y Kirk echó a andar hacia ellos cojeando.

Era un hombre mayor y hasta donde alcanzaba la memoria de Emily, él había estado allí cuando el padre de ella había llevado las riendas del rancho con mano firme pero con generosidad para todo aquel que necesitara su ayuda…, menos con su hija.

—Ya era hora de que llegarais…

Emily saltó al suelo sin fijarse en los charcos.

—Ayúdame, Kirk.

Mientras se dirigía a la parte trasera de la carreta otro hombre salió de la casa, un joven de algo más de veinte años de pelo negro como la noche y ojos oscuros. Era un indio que llevaba trabajando con ellos desde que tenía siete años, cuando el padre de Emily lo encontró entre los matorrales, asustado y hambriento.

—¿Quién es? —preguntó este último cuando Emily apartó la lona.

—No lo sé —contestó ella—, pero hay que ayudarle. Le han dado una paliza y no sé si tendrá algún hueso roto.

Los dos hombres intercambiaron una mirada de incredulidad.

—No sabes quién es y lo has traído aquí —dijo Kirk con su voz aguda.

—Él nos ayudó en el pueblo —explicó Cody, y se puso a contar lo ocurrido en el almacén.

Emily apenas los escuchaba; estaba demasiado pendiente del rostro del herido, tan magullado que resultaba irreconocible. De no haber sido por los ojos, no habría sabido quién era. Pensar que lo habían golpeado y colgado de los pies después de haberla ayudado le encogía el corazón.

—Dejad de hablar como viejas cotillas y ayudadme a meterlo en casa.

—¿Y por qué no lo llevamos a la cuadra?

Era la voz de Douglas, que casi nunca abría la boca. Todos lo miraron, como solía ocurrir siempre que ese hombre alto, fornido y callado se dignaba decir algo. Era el último vaquero contratado por Gregory y, para sorpresa de todos, cuando Emily anunció al resto de los empleados que no podía seguir pagándoles, él decidió quedarse, junto con Kirk y Nube Gris.

—Porque está muy mal —replicó Emily con un deje de impaciencia. Si Gregory hubiese dado la orden de meterlo en casa, nadie habría rechistado, pero con ella siempre discutían las órdenes—. No os quedéis ahí como pasmarotes. Cody, ocúpate de dejar las patatas y las cebollas cerca del fuego para que no se pudran. Vosotros, ayudadme a meterlo en casa.

—¿Y dónde le acostará? —insistió Douglas.

—En mi cama —respondió ella con exasperación. Una vez más los tres hombres la miraron como si se hubiese vuelto loca, lo que colmó la paciencia de Emily—. ¿Queréis moveros de una vez? Nube Gris y Douglas, llevadlo dentro, a mi cama. Kirk, ayuda a Cody a descargar la carreta y después ocúpate de Sansón.

Los hombres decidieron que Emily estaba llegando al límite y acataron sus órdenes, aunque de mala gana. Así pues, agarraron al herido con brusquedad y lo llevaron, sin importarles si le hacían daño o no. Una vez dentro de la oscura habitación, lo tiraron sin contemplaciones sobre el lecho.

—Nube, tráeme toallas y una jofaina con agua templada. Douglas, ayúdame a quitarle la ropa.

El aludido la miró con el ceño fruncido.

—No irá a desnudarlo, ¿verdad?

Emily no esperó y se dedicó a soltar los botones del grueso guardapolvo de cuero, que tal vez le había protegido un tanto de la paliza. El hombre, que pesaba mucho y no podía colaborar, gruñó cuando ella intentó quitarle la prenda. Douglas se mantenía al margen, contemplándola con una expresión de reprobación. Crispada por la actitud del hombre, lo fulminó con la mirada.

—Soy una mujer casada, por si lo has olvidado, y sé qué aspecto tiene un hombre desnudo. Y ahora, si piensas ayudarme, empieza ya. Si no, sal de mi habitación y encárgate de Sansón.

Douglas soltó un suspiro de resignación y se acercó. La ayudó en silencio, esbozando una mueca de compasión al ver el maltratado rostro del desconocido.

—Está hecho una pena —dijo finalmente.

Nube Gris entró con la jofaina sujeta entre las manos y las toallas colgando de un brazo. Mientras lo dejaba todo junto a la cama silbó suavemente al reparar en el trato que había recibido ese hombre. Algunas zonas de su cuerpo ya estaban tomando una tonalidad morada y al día siguiente estarían negras. El rostro no presentaba mejor aspecto, con los párpados hinchados, un corte en la sien, el labio partido y media cara inflamada.

—Le han dado una buena —observó Douglas—. Tal vez se lo mereciera. ¿Cómo se le ha ocurrido traerlo aquí? —la recriminó sin esconder su enojo.

—Esta es mi casa y puedo traer a quien se me antoje. Las botas —le indicó con un gesto de cabeza—, quítaselas. Nube, tráeme un paño para lavarlo.

El joven salió al momento, no porque la jefa lo hubiese ordenado, sino porque presentía que se estaba fraguando una discusión entre Emily y Douglas. Este último se mostraba excesivamente protector con ella, lo que muchas veces la enfurecía.

—Me parece que ha actuado usted de forma muy imprudente. Mañana este tipo podría volver en sí y robarle, si no algo peor.

Emily apretó los labios. No quería discutir con Douglas, estaba demasiado angustiada al constatar que, a pesar de los zarandeos, el herido no daba muestras de volver en sí. Se concentró en el rostro castigado y se dio cuenta de que por primera vez podía fijarse en el color del pelo. Lo tenía negro y demasiado largo. No era una sorpresa, porque la barba de varios días era morena, así como las cejas y las pestañas largas, negras como la noche.

«Resiste», rezó en silencio, desoyendo las recriminaciones que seguían cayendo sobre ella como la lluvia que la había calado hasta los huesos.

—¿Y ha pensado dónde dormirá usted mientras él descansa a cuerpo de rey?

—Con Cody —contestó sin mirarlo. Se dispuso a soltar el cinturón del herido cuando una mano firme le agarró la muñeca. Para su sorpresa, era Douglas quien la frenaba.

—Yo me encargo de eso, salga de aquí.

Se zafó con un gesto brusco. Ya se estaba cansando de ese pesado.

—Creo que eres tú quien debe salir. Ve a ver si Kirk necesita ayuda con Sansón.

El vaquero tensó los puños y no se movió.

—¡Fuera! —gritó Emily.

Douglas salió con la espalda rígida y ella por fin pudo desnudar al herido. Fue dejando la ropa empapada en el suelo, sin preocuparse por si se mojaba la alfombra. Se sentía responsable, ya que él la había ayudado sin esperar nada a cambio. Ahora era el momento de devolverle el favor. Lo cuidaría hasta que pudiera seguir su camino.

Su desnudez no la incomodó, porque lo trataba como a su hijo cuando el pequeño estaba enfermo y la fiebre le subía hasta hacerle castañear los dientes. Le pasó con sumo cuidado el paño húmedo por el rostro, el cuello y el pecho firme. Lentamente fue bajando por los brazos largos y musculosos hasta el vientre plano. No prestó atención a su entrepierna, para ella no era más que un apéndice que permitía concebir un hijo cuando un hombre hacía uso de ello con una mujer. Gregory se lo había dejado bien claro: para una mujer el sexo no era más que un trámite necesario para tener descendencia.

Apartó de la mente el recuerdo de su marido. Pese a los seis meses que llevaba fuera y la delicada situación en la que la había dejado, no lo echaba de menos.

Siguió lavando al herido con gestos meticulosos para no infligirle más dolor. Con un esfuerzo lo puso de lado y siguió por la espalda hasta que su mano se quedó en el aire. Al desnudarlo no se había fijado, pero en ese momento le llamaron la atención las laceraciones que presentaba la piel. Pasó el índice por una de esas líneas. Eran marcas antiguas, blancas e irregulares. En algún momento del pasado lo habían azotado. Eso la llevó a estudiar el cuerpo grande e inmóvil. No eran las únicas señales: el hombro derecho mostraba una cicatriz de bala, otra línea le cruzaba el costado izquierdo transversalmente, y en el muslo derecho lucía una quemadura.

Todas aquellas cicatrices la impulsaron a mirarlo con otros ojos. ¿Quién era ese hombre y qué vida había llevado hasta entonces? La guerra entre el Norte y el Sur había acabado más de diez años atrás. Le estudió el rostro en vano y tuvo que recurrir al recuerdo de esa mañana para deducir que tendría más de treinta años. Era posible que hubiera participado en esa guerra; por su acento sureño, incluso podía haber luchado y perdido todo: hogar, dignidad, esperanzas.

Llevada por una ternura que solo sentía por su hijo, le acarició el cabello húmedo apartándoselo de la cara. Un hombre que había sufrido tanto tenía dos salidas: convertirse en un animal dispuesto a herir como habían hecho con él, o cerrarse a cuanto le rodeaba protegiéndose tras un escudo para no volver a sufrir. Él la había ayudado, por lo tanto aún era capaz de sentir compasión, y no le había hecho ningún daño, lo que significaba que seguía sintiendo respeto por los demás. Tal vez ese hombre misterioso todavía tenía una oportunidad de ser feliz en el futuro.

Cuando el enfermo estuvo limpio, lo arropó con varias mantas y se sentó en una silla junto a la cama. Debería cambiarse de ropa, comer, descansar, pero algo la obligaba a quedarse con él y velar su sueño, esperando que recobrara cuanto antes la consciencia. Lo único que la impulsó a ponerse en pie, pasados unos minutos, fue el pensamiento de que su hijo la necesitaría. Cerró los postigos de las ventanas, apagó la lámpara de aceite y salió de puntillas.

Fuera, en la sala que hacía las veces de cocina y comedor, todos la miraron con diferentes expresiones. Ella únicamente se centró en su hijo, que se mostró preocupado por el herido.

—¿Se pondrá bien, mamá?

—Sí, mañana estará mucho mejor.

Al menos eso esperaba ella, porque no había médicos en la zona y si ese hombre tenía alguna costilla rota o una lesión interna, no sabría qué hacer con él.