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Estado de Kansas, 1879

Si alguien necesitaba cualquier cosa, un retal para un vestido, un saco de harina o una pala, solo tenía que acercarse al almacén de Gertrud y Pete Schmidt. No había nada que ellos no consiguieran en el condado de Ellsworth. Tal vez por eso el establecimiento era el corazón de aquella pequeña población de poco más de cien habitantes, con calles polvorientas en verano y nevadas en invierno, que se convertían en un lodazal con las lluvias de primavera u otoño. No había otro almacén en cincuenta kilómetros a la redonda, lo que obligaba a los rancheros y granjeros del condado a recurrir a la pareja para cualquier necesidad que se les presentara.

Por esa misma razón no era de extrañar que Gertrud llevara su negocio como una reina que impartiera justicia divina. Ni el más audaz de la zona se atrevía a romper las normas de esa mujer de rostro enjuto. Su mirada de halcón era bien conocida, nada se le escapaba en su reino atestado de cachivaches y era capaz de averiguar si faltaba algo con una simple ojeada.

Llevaba el cabello siempre tan tirante que muchos aseguraban que no tenía arrugas por ese sempiterno moño negro salpicado de canas. Sus ojos oscuros, pequeños y vivaces, se agitaban de un lado a otro sin perder de vista su mercancía, y cuando algo la molestaba, fruncía la boca de labios finos. Menuda y flaca hasta parecer un junco y pese a su escaso metro cincuenta de estatura Gertrud era capaz de hacer temblar al más temido. Esa mujer rezumaba autoridad y no dudaba en usar su lengua viperina cuando alguien no acataba sus normas.

Como era de esperar, allí estaba cuando Emily entró en el almacén acompañada de su hijo Cody. La recién llegada habría preferido con mucho encontrarse con Pete Schmidt, un hombre afable de rostro rubicundo y siempre sonriente. Inhaló lentamente para darse ánimos, porque ya sabía lo que estaba a punto de suceder: tendría que humillarse para conseguir los artículos de primera necesidad de la lista arrugada que aguardaba en su bolsillo. Echó un vistazo a la calle, donde la lluvia se cebaba engrosando los charcos que amenazaban con tragarse las ruedas de las carretas. La suya esperaba a pocos metros y Emily se compadeció de Sansón, su viejo caballo, un animal tranquilo que aguantaba con resignación el tamborileo de la lluvia con los cascos hundidos en el barro. Era absurdo esperar a que Pete regresara de donde estuviera; si ella y Cody salían, se calarían hasta los huesos en un abrir y cerrar de ojos, y lo único que conseguirían sería un buen catarro. Su orgullo tendría que sufrir las consecuencias del arisco carácter de Gertrud. Oteó el local desde la puerta y descubrió que en ese momento no había más clientes; al menos en eso tendría suerte: nadie sería testigo de su vergüenza.

—¡Cierre la puerta!

La voz de Gertrud restalló como un latigazo en el ambiente tranquilo del almacén. ¿Cómo había notado su presencia si no había hecho ruido con la puerta, y Gertrud no había levantado la mirada de su libro de cuentas?

La mujer la estudió desde detrás de sus gafas pequeñas y redondas esbozando una sonrisa que provocó un escalofrío en Emily.

—Señora Coleman, justo estaba pensando en usted hace un momento.

De haber provenido de cualquier otra persona, esa frase habría sido una bienvenida. Viniendo de Gertrud, en cambio, era una clara alusión a lo que Emily le debía. El dedo índice de la mujer golpeaba rítmicamente el libro de cuentas, atrayendo la mirada de la recién llegada. Esta tragó el nudo que llevaba anidado en la garganta desde que había salido del rancho. No supo qué contestar, de manera que avanzó hacia el mostrador y sus pasos resonaron sobre el suelo de madera, al ritmo de los fuertes latidos de su corazón. Estrechó la mano de Cody para infundirse valor y el niño le devolvió el apretón, consciente del mal trago que les esperaba. Llegó al mostrador de madera con una vitrina de un extremo a otro dividida en compartimentos, donde se exponían artículos tan dispares como fruslerías de encaje y municiones de rifle.

Emily se dispuso a hablar cuando Gertrud alzó una mano para atajarla.

—Espere aquí, tengo que sacar una cosa al mostrador.

Emily asintió agradecida por esos minutos de gracia. Madre e hijo intercambiaron una mirada. Cody le dedicó una sonrisa vacilante enseñando el hueco que un incisivo de leche había dejado la noche anterior al caerse mientras cenaba. Aquel gesto tan sincero e inocente le llegó a Emily al alma, hasta el punto de que se agachó para besarle la coronilla al pequeño con toda la ternura de una madre.

Atrás oyó un ruido, pero no se dio la vuelta, porque en ese momento Gertrud regresaba con una bandeja de manzanas recubiertas de reluciente caramelo. Desprendían un olor dulzón que arrancó a Cody un suspiro de deseo. Instintivamente el pequeño se puso de puntillas agarrando el filo del mostrador para ver de cerca esas delicias brillantes y sabrosas. Le encantaban, de hecho habría dado cualquier cosa por un bocado, pero en casa el azúcar era un lujo que no se podían permitir, y mucho menos para un despilfarro como manzanas caramelizadas. Se pasó la punta de la lengua por el labio inferior con los ojos fijos en la tentación.

—Aparta, niño —le ordenó Gertrud, y agitó una mano delante de las narices de Cody, como si su simple presencia pudiera contaminar las manzanas—. Ya sabes que no puedes permitirte una.

Emily apretó los labios, sintiendo el impulso de alargar la mano y agarrar uno de los palitos de madera clavados en las manzanas para dárselo a su hijo. Reprimió el gesto, consciente de no poder pagar semejante capricho. Carraspeó tragándose la congoja y se sacó la lista del bolsillo de su abrigo húmedo.

—Buenos días, señora Schmidt. Necesitaría estos artí…

La interrumpió el chasqueo de lengua de Gertrud, que la miraba con una condescendencia insultante.

—Todavía nos debe los últimos tres encargos, señora Coleman.

Emily arrugó la lista en el puño. Gertrud ya le había advertido anteriormente de que no le fiaría más. Aun así necesitaba aquellas cosas tan sencillas.

—La última vez le dije que a finales de mes llevaremos el rebaño a Dodge City. Cuando nos paguen, saldaré mi deuda con ustedes. El señor Schmidt estuvo de acuerdo.

—¿Sigue con esa absurda idea? ¿Llevará un rebaño con un cojo, un gandul y un indio?

—Yo también iré y ayudaré —intervino Cody—. Tengo casi nueve años y sé montar a caballo y manejar el lazo.

Gertrud ni siquiera se molestó en mirarlo, sino que clavó los ojos en la lista que Emily había dejado sobre el mostrador.

—Es una insensatez. Debería ser más responsable y vender la propiedad junto con el rebaño a Cliff Crawford. Sabe que está interesado en esas tierras desde que se estableció en el condado. Es una locura que una mujer lleve un rancho ella sola.

—Mi marido volverá… —aseguró en voz baja Emily.

Un nuevo chasqueo de lengua la interrumpió.

—¿Cuánto tiempo hace que el cabeza hueca de su marido se marchó a Oregón en busca de oro, señora Coleman?

—Seis meses —murmuró, consciente de que Gertrud lo sabía a la perfección.

—¿Y cree que volverá?

Su mirada inquisitiva encogió a Emily. Todos sabían que Gregory se había marchado seis meses antes en busca de oro, dejando a su familia sola en un rancho aislado con tres personas para ayudar a su mujer. Pero nadie sabía cuándo regresaría, ni siquiera su esposa.

—Volverá —insistió Emily—. Y llevaremos el rebaño a Dodge City —reafirmó, devolviendo la mirada a la mujer—. Por favor, necesitamos esos artículos.

Gertrud apretó los labios y los surcos que iban de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios se acentuaron. Leyó en silencio la lista.

—Esto es pan para hoy y hambre para mañana. ¿Es consciente de los peligros a los que tendrá que enfrentarse para llegar a Dodge City? Además, una vez allí ningún hombre querrá hacer negocios con una mujer.

—Gregory ya había apalabrado la venta del ganado, el comprador nos espera a finales de mes.

—Esta será la última vez —sentenció Gertrud—. Tiene que pagarnos lo que nos debe, y si a final de mes no lo hace, hablaré con el sheriff.

Emily asintió, sintiéndose como una niña a la que estuvieran dando una reprimenda. Se obligó a tragarse las palabras que pugnaban por escapar de sus labios, como que todos sabían que las básculas del almacén de Gertrud estaban manipuladas a favor de los Schmidt; lo que pesaba una libra para Gertrud, era algo menos en cualquier otra balanza.

—Por supuesto —convino Emily a desgana—. A final de mes tendrá el dinero que le debemos.

Gertrud estudió la lista y arqueó las cejas.

—¿Huevos? ¿Acaso sus gallinas ya no ponen?

—Se murieron —informó Emily con una nueva oleada de vergüenza.

—Insensata —musitó la otra.

Gertrud la examinó unos segundos en silencio hasta que algo captó su atención justo detrás de Emily. Entornó los ojos antes de volver a posar su mirada en Cody y su madre.

—Tendrán que esperar a que Pete regrese. No seré yo quien salga con este tiempo para cargar la carreta.

—¿Y cuándo llegará? —inquirió Emily, conteniendo un suspiro de alivio, Gertrud parecía haber capitulado.

—No lo sé. Puede que no vuelva hasta esta tarde.

—No puedo esperar tanto…

—Es lo que hay. Ya que no paga, no pretenderá que se le dé un trato preferencial.

Emily era consciente de que Gertrud la estaba castigando.

—Yo podría cargar mi carreta y Cody me ayudaría…

—Ni hablar —negó Gertrud, regodeándose—. Pete es el encargado de eso y nadie más lo hará. Tendrá que esperar; ni usted ni el niño tienen fuerza suficiente para cargar esos sacos.

—No puedo esperar tanto, se nos hará de noche.

—No debería haber venido sola con un niño —espetó Gertrud.

—Yo cargaré la compra de la señora.

Una voz profunda provino de la espalda de Emily, que se dio la vuelta con un sobresalto. Tuvo que levantar la cabeza para ver el rostro del hombre vestido de negro de los pies a la cabeza. Su ropa, así como su sombrero de ala ancha, goteaban dejando un charco en el suelo de madera. Lo único que se le veía era el rostro, porque hasta las manos estaban enfundadas en cuero desgastado.

Emily registró todo en unos segundos y finalmente se fijó en los ojos del desconocido; eran azules, tan claros que asustaban por su frialdad. Le recordó la nieve azulada del invierno cuando se reflejaba el cielo en ella. Si no hubiese sido por las pupilas negras y el filo que rodeaba el iris de un azul mucho más intenso, habría tenido ojos de ciego. La nariz era recta con un ligero abultamiento en el centro. De ahí bajó a los labios firmes y ligeramente carnosos. La barbilla prominente estaba partida por una cicatriz que se prolongaba por la parte derecha de la mandíbula. En aquel rostro no había nada suave, todo eran planos y ángulos, y la barba de varios días no ayudaba a suavizar unos rasgos tan masculinos.

Instintivamente Emily dio un paso atrás sin apartar la mirada del desconocido. Su mano buscó la de su hijo, que se pegó a ella al momento.

—Gracias por su ayuda, pero no puedo aceptarla. No nos conocemos…

—Es una estupidez. Yo no tengo nada que hacer y usted ha de irse cuanto antes.

Aquella voz profunda la sobresaltó una vez más, parecía provenir del interior del ancho pecho cubierto de cuero reluciente por la lluvia.

—No puedo pagarle.

—¿Acaso le he pedido que me pague?

El desconocido parecía morder las palabras y su voz sonaba ronca, como si no hablara con frecuencia.

—No, pero…

Los ojos claros del hombre dejaron de observar el rostro asustado de Emily y se clavaron en Gertrud, quien le sostuvo la mirada con inquina.

—Prepare todo lo que la señora ha pedido, yo la ayudaré a cargar la carreta. Con esta lluvia, dentro de una hora los caminos estarán tan embarrados que apenas logrará llegar hasta su casa si espera unos minutos más.

—¿Y usted quién es? —inquirió Gertrud secamente.

—Eso no importa. Cuando haya acabado con la señora, quiero esto. —Le lanzó sobre el mostrador una lista corta garabateada en un trozo de papel sucio.

Gertrud la leyó y asintió.

—Está bien. No es asunto mío quién sea usted y si ayuda a la señora Coleman. Desde luego, no voy a ser yo quien cargue su carreta.

Apenas hubo acabado de hablar cuando la mano del desconocido pasó por encima del hombro de Emily y agarró el palito de una de las manzanas caramelizadas. Sin una palabra se la tendió a Cody. Este buscó los ojos de su madre, dividido entre el deseo de hincarle el diente a la manzana y el miedo que le inspiraba el hombre, que le parecía un gigante. La duda del niño pareció irritar al desconocido.

—¡Cógela!

Cody se sobresaltó y se aferró aún más fuerte a la mano de su madre. Emily se enderezó, aunque el gesto no sirvió de mucho, porque apenas llegaba al hombro del desconocido.

—No puedo pagarla —dijo con toda la dignidad de la que fue capaz.

—¿Quién le ha dicho que la pagará usted? —gruñó el hombre. Volvió a mirar al niño con el ceño fruncido—. Cógela, aprovecha lo bueno que te ofrezcan porque nunca sabrás cuándo volverá a suceder.

Emily se moría por dar un manotazo al desconocido, sin embargo sabía de sobra que su hijo adoraba las manzanas caramelizadas y, aunque le resultara irritante dar la razón a un hombre tan mal educado, no podía saber cuándo tendría Cody la oportunidad de volver a disfrutar de una golosina. Las expectativas no eran halagüeñas y a esas alturas, si el hecho de pisotear un poco su amor propio era el precio por conseguir algo que su hijo deseaba, lo pagaría de buena gana.

—Cógela y dale las gracias —cedió finalmente, tragándose el orgullo.

—Y usted, caballero, ¿tiene dinero suficiente para todo lo que me ha pedido? —intervino Gertrud con malicia—. La munición que desea es cara…

En silencio y con la vista clavada en Cody, que mordisqueaba la manzana con timidez, el hombre sacó un pequeño fajo de billetes enrollados y húmedos y lo arrojó sobre el mostrador.

—Ahí tiene, coja lo que sea mientras cargo la carreta.

Emily quiso decirle que Gertrud le cobraría más de lo que costara la compra si no estaba pendiente de la cuenta, pero al final decidió guardarse el consejo.

Gertrud chasqueó la lengua en gesto reprobatorio.

—Pues venga a por los sacos de la señora Coleman.

De nuevo en silencio, el hombre siguió a Gertrud dejando a Emily y Cody frente al mostrador. Los dos se miraron, todavía consternados.

—Es un pistolero, mamá —susurró el niño—. ¿Has visto sus Colts? Lleva dos colgados al cinto, como los pistoleros…

Emily había vislumbrado las armas cuando el desconocido sacó el dinero. Tragó con dificultad; no sabía si acababa de aceptar la ayuda de un asesino. No entendía por qué la socorría, no parecía de esa clase de hombres. Se preguntó qué habría oído de la conversación que ella había mantenido con Gertrud. Supuso que el desconocido se habría enterado de sus apuros económicos y eso la mortificó hasta la médula, pero lo peor era que habría averiguado que estaba sola. Reprimió un estremecimiento de miedo. Puso un dedo sobre los labios pegajosos de su hijo para acallarlo.

—No digas nada más y cómete la manzana antes de que salgamos de aquí o se te empapará con la lluvia.

En ese momento el hombre apareció con dos sacos cargados sobre los hombros como si no pesaran nada. Se la quedó mirando sin moverse. Emily se removió incómoda ante un escrutinio tan poco amistoso. La ayudaba, y sin embargo la atravesaba con su mirada helada.

—¿Qué? —espetó él—. ¿Dónde está su carreta?

Emily enrojeció hasta las orejas al comprender de repente que no la estaba admirando, sino que esperaba a que le guiara. ¿Y quién se molestaría en mirar a una mujer como ella, vestida como una monja y con el pelo pegado a la cabeza por la lluvia, que ni la lona encerada había impedido que se empapara?

—Sí, claro. Sígame, está aquí, delante de la barbería —explicó ella precipitadamente, abochornada por su torpeza—. Antes había otra carreta delante y no pude acercarla más. Si me espera aquí, la pondré justo enfrente para que no tenga que mojarse más de la cuenta.

Cuando se disponía a salir, recibió un empujón que la apartó de la puerta y el hombre salió. Sus pasos resonaron en la acera de madera, protegido por el alero del tejado del almacén de los Schmidt. Después el desconocido bajó los tres escalones y se acercó a la carreta de Emily sin importarle el barro que le manchaba las botas ni la lluvia que se le echó encima con violencia. Descargó los sacos y los tapó al momento con la lona. Acto seguido regresó al almacén y se metió de nuevo en la trastienda. Salió cargado con un barril lleno de patatas y cebollas sin dirigir ni una mirada a Emily y su hijo. Durante unos minutos, la silenciosa escena fue repitiéndose mientras la señora Schmidt amontonaba la compra del hombre sin dejar de observar el proceso. Cuando el desconocido salió por última vez, la tendera chasqueó la lengua.

Ese sonido seco exasperaba a Emily, lo odiaba.

—No sé si sabrá lo que está haciendo aceptando la ayuda de ese hombre. Lleva la muerte pintada en la cara.

Las palabras de Gertrud la estremecieron. ¿Y si ese desconocido le pedía algo a cambio? No precisamente dinero, sino tal vez algo más peligroso. Sintió frío, mucho frío. Cuando iba al pueblo, hacía lo posible por pasar inadvertida porque todos sabían que estaba sola, sin un marido que la protegiera de cuantos pudieran considerarla una presa fácil. Se palpó el arma que llevaba en el bolsillo interior del abrigo y eso le dio algo de confianza, aunque su puntería fuera pésima. Y tenía el pequeño puñal que Nube Gris le había entregado antes de salir. Lo llevaba en la caña de la bota, pegado a la media de lana.

El hombre la sacó de sus cavilaciones plantándose delante de ella como un árbol en medio del camino.

—Ya lo tiene, ahora márchese cuanto antes. La lluvia arreciará enseguida y podría quedar atascada en el barro.

—¿Por qué me ayuda? —susurró para que la señora Schmidt no la oyera.

Los ojos de hielo la contemplaron en silencio unos segundos, sin parpadear.

—Porque me recuerda a una persona. ¡Y váyase ya!

La cogió del brazo y, con un movimiento fluido de la otra mano, alzó a Cody para llevárselo en volandas pegado a su cuerpo. Los sacó del almacén sin darles tiempo a despedirse de la señora Schmidt. Esta no los perdió de vista hasta que pasaron el amplio ventanal que daba a la calle. Los llevó hasta la carreta cargada, los ayudó a instalarse y se las arregló para que la lona cubriera la carga al tiempo que los protegía de la lluvia.

Una vez madre e hijo estuvieron acomodados, él se quedó observándolos, con las botas hundidas en el barro y sin despegar los labios. Emily quiso decirle algo agradable, pero no se le ocurría nada. La había ayudado y aparentemente no iba a pedirle nada a cambio. Sin embargo, ¿qué se le decía a un hombre que no deseaba ni que le dieran las gracias? Se limitaba a permanecer allí plantado, esperando a que se marcharan, como si eso fuera lo último de una prueba autoimpuesta para demostrarse que podía permitirse ser un buen cristiano y ayudar al prójimo.

—Debería repasar la cuenta de su compra —le aconsejó ella.

El desconocido asintió en silencio.

—Me llamo Emily y este es mi hijo Cody —añadió finalmente, cohibida. La mirada de hielo la intimidaba a pesar de la ayuda.

El hombre asintió una vez más, en silencio.

—¿No va a decirme su nombre? —preguntó ella.

—No creo que eso sirviera de nada. No volveremos a vernos, solo estoy de paso.

Emily agarró las riendas, consciente de que él se quedaría allí hasta que se marcharan. Los regueros de lluvia que le recorrían el sombrero y el guardapolvo no parecían molestarle en absoluto, y cualquiera habría dicho que era inmune al frío y al viento, que convertía las gotas de lluvia en gélidas agujas. Ella asintió. Ya era hora de volver al rancho; tenían por delante un buen trecho y con el mal tiempo tardarían mucho más de lo habitual.

—Entonces adiós, señor desconocido —se despidió Emily—, y gracias por su ayuda. Que dios le bendiga.

Azuzó suavemente a Sansón, que agitó la cabeza y echó a andar dócilmente con lentitud. Se negó a mirar atrás, aunque se moría por hacerlo, porque estaba convencida de que su misterioso buen samaritano seguiría allí hasta que ellos dos se perdieran de vista.

Cuando la carreta estaba ya a varios metros, el hombre se pasó una mano por la cara para apartar las gotas de lluvia que se le adherían a la barba incipiente. Los ojos no se despegaban de la carreta que traqueteaba por la calle enlodada.

—Me llamo Sam Truman —susurró más para sí mismo que para que ella lo oyera.