CAPÍTULO XVII

Entre tanto, 67 el «esqueleto», había atravesado el jardín precipitadamente. Por prudencia, Gerhard Smeit se había situado en el umbral del pabellón, a la sombra de la puerta, y esperaba el desarrollo de los acontecimientos.

El «esqueleto» abrió la verja y giró hacia la izquierda. A aquella hora, el barrio solía estar desierto, pero, por una vez, dos hombres de fuerte constitución estaban en la acera y se contaban en voz alta historias de pesca con caña.

»¿Por qué hablan tan alto? —pensó el “esqueleto”.

Dio media vuelta y subió la calle hacia la derecha.

Un caballero cubierto con sombrero salía a su encuentro y le pidió fuego. 67 hubiera preferido no detenerse, pero el caballero le interceptaba el paso. Así que 67 se detuvo y metió la mano en el bolsillo, en aquel momento, se dio cuenta de que los dos pescadores habían interrumpido su conversación. Mirando por encima del hombro, les vio acercarse. Iban a cercarle. Entonces, en lugar de un encendedor, sacó una pistola.

—¡Déjeme pasar! —dijo al señor del sombrero.

Este no traicionó el menor asombro y se apartó. El 67 se precipitó hacia delante.

Aún no había dado tres pasos cuando un gigante rubio, saltando desde el quicio de una puerta, le desarmó haciéndole una llave en el brazo derecho y echándole a los brazos de los dos pescadores.

—¡Tomad, muchachos! ¡No han pescado nunca un atún tan colosal! —gritó alegremente el teniente Siegfried Pracht, bajando la calle en dirección al pabellón.

Siegfried no sabía si Langelot era un verdadero oficial francés que había descubierto el refugio de los espías, o un falso oficial francés que se había refugiado en él. Pero no dudaba de que los espías —y tal vez aún los preciosos planos— estuvieran allí.

La puerta del 17 de la Bruderstrasse se cerró bruscamente. Después de pasar cuatro cerrojos de seguridad, Gerhard Smeit atravesó la casa de parte a parte y fue a ver qué pasaba por el otro lado.

91, el hombre que había empujado a Bertha en la estación, había salido por la puerta trasera, que daba a una callejuela que no tenía salida por la izquierda y por la derecha desembocaba en una calle perpendicular a la Bruderstrasse. Al llegar al extremo de la calle, 91 la encontró bloqueada por un coche grande que, aparentemente, estaba haciendo desesperadas maniobras para entrar o para salir.

—¡Está prohibido estacionar aquí! —lanzó 91 en un tono furioso.

Quiso pasar, y dio la vuelta a la esquina. Un brazo lo agarró por la manga.

—¡Alto! Control de policía.

Arrancó su manga de la mano del desconocido y corrió a lo largo de la calle. Un automóvil arrancó tras él, le alcanzó, depositó a un hombre tres metros detrás de él y otro tres metros delante, armados ambos con metralletas.

Todo estaba realizado con la precisión de un sistema de relojería. El 91 se detuvo allí mismo y alzó los brazos: se rendía.

Smeit cerró la puerta trasera: no había visto la captura de su ayudante, pero había oído las palabras «control de policía». Llevando consigo el maletín color castaño claro, subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que conducía al piso: luego, de dos en dos, la escalera que llevaba al granero.

Abajo, oyó una explosión: Siegfried acababa de hacer estallar una carga de plástico bajo la puerta de entrada del pabellón y, pistola en mano, se precipitaba en el vestíbulo. La primera persona a quien encontró fue a Langelot que salía rápidamente del sótano, armado con el BAR.

—¡Los planos! —gritó Pracht.

—¡Sígueme! —contestó Langelot.

Había oído la carrera de Smeit por la escalera y se lanzó en su persecución.

Siegfried, sin saber aún qué pensar, corría detrás de Langelot.

»Por lo menos éste no se me escapará —se decía.

Llegados al granero, los dos oficiales divisaron un ventanuco abierto. Estuvieron a punto de pelearse para ver quién pasaba el primero.

—¿Y qué me dices de la hospitalidad? Estoy en Alemania, ¿no? —dijo Langelot.

Pracht lanzó una mirada al rostro sincero del francés y se rindió a su argumento.

Entre tanto, Smeit corría por los tejados, esperando aprovechar la oscuridad para deslizarse en algún patio particular.

Pero la ratonera había sido montada a la perfección. Ya había algunos hombres situados tras las chimeneas y, a una orden, encendieron seis proyectores, enchufados en los acumuladores de coches estacionados en torno a la manzana de casas. Los tejados quedaron inundados de luz.

Smeit, esgrimiendo el maletín, saltaba de un lado a otro. Por todas partes, se alzaban hombres armados de metralletas, que salían a su encuentro.

Decidió batirse en retirada. ¿Seguiría estando libre el camino del ventanuco?

Gerhard Smeit se dejó resbalar sobre el tejado y aterrizó precisamente entre Siegfried y Langelot. Uno le cogió por el cuello y le sacudió como a una rata, mientras el otro le arrebataba el maletín

—¡Dame eso! —gritó Pracht a Langelot—. Es de una colosal importancia. Y, por lo que sé de ti, te considero capaz de fotografiar los planos para que el S.N.I.F. tenga una copia.

—Ya la hubiera hecho hace tiempo —contestó Langelot con modestia—. Pero, sin tener los cuadernos A y B. ¿de qué quieres que nos sirva el C?

Tendía la preciosa maleta. Pracht la cogió con su manzana.

—Con esto —dijo—, espero que el coronel suspenda los ocho días de arresto que me ha impuesto por tu culpa.