CAPÍTULO XV

El número 17 de la Bruderstrasse era un edificio de ladrillo, de aspecto modesto, con una puerta que daba a un jardincillo estrecho. A cada lado de dicha puerta, una ventana. Y otras tres ventanas en el piso. El jardincillo quedaba cerrado por una verja que bordeaba a lo largo de la calle.

Apresurando el paso, Langelot vio a Gerhard Smeit que atravesaba el jardincillo y entraba en la casa. Aparentemente, se había limitado a empujar la puerta, sin utilizar llave alguna.

Langelot se detuvo, perplejo. Cuarenta metros tras él, Siegfried Pracht se detuvo también y lo mismo hicieron todos los elementos de la ratonera Guillotina.

¿Convenía entrar en el pabellón, siguiendo al hombre del reloj? ¿Era mejor esperar a que saliera de nuevo? ¿Había que buscar un medio de llegar hasta el coronel Herrschen y pedirle que hiciera cercar la casa? Langelot vacilaba.

Sus dudas quedaron resueltas muy pronto, gracias al receptor que mantenía pegado a su oreja.

—¿Va todo bien? —preguntaba una voz desconocida, probablemente la del hombre que llevaba el reloj.

—¡Como un reloj! —contestó otra voz, que se parecía a la del espía a quien Langelot apodaba el «esqueleto».

—Bien. Voy a llamar inmediatamente al señor T ya que es la hora de una de las posibles conexiones. Estará contento de saber que tenemos los planos. Ustedes echan un vistazo a este emisor que no funciona. Sin embargo, el relojero me ha dicho que nadie había tocado el reloj.

—Démelo, jefe.

Luego se oyó un ruido de puertas que se cerraban, de un cajón que se abría el roce de un destornillador…

Al cabo de unos instantes, el enemigo sabría que el emisor no estaba estropeado, que la longitud de onda con la que funcionaba había sido cambiada, simplemente. Sería la alarma. Los espías se dispersarían de inmediato, llevándose los planos que por lo que decía el hombre del reloj, aún no habían sido enviados a su destinatario.

Debía intervenir urgentemente, por escasas que fueran las probabilidades de éxito.

—¡Snif snif! —murmuró Langelot.

La alegría que se apoderaba de él en los momentos de peligro brillaba en sus ojos cuando empujó la verja y atravesó el jardincillo del número 17, con un paso ligero de gato salvaje.

Una placa de cobre clavada en la puerta decía: Gerhard Smeit. Ingeniero. Al lado, había el pulsador de un timbre. Todo parecía muy corriente. Ni siquiera había mirilla en la puerta.

—El sistema de seguridad está en el interior —murmuró Langelot.

Por última vez, apretó el receptor contra el oído. Silbando, el «esqueleto» atacaba con su destornillador la tapa que cerraba el fondo de la caja del reloj. Langelot se desembarazó del receptor, lo depositó en el suelo, metió la mano derecha bajo su brazo izquierdo y sacó la pistola de calibre 22 largo que llevaba en todas las misiones.

Encogiendo el brazo derecho en el interior de la manga, de forma que sólo asomara el extremo del cañón, respiró profundamente y empujó la puerta, girando el picaporte con la mano izquierda.

La puerta cedió, sin poner en marcha ningún timbre de alarma. Langelot la abrió de par en par, sin el menor ruido. Daba a un vestíbulo estrecho y oscuro en el que nada una escalera que llevaba al piso superior, dispuesta de tal forma que podía haber alguien vigilando sin peligro de ser visto a su vez.

Sin embargo, era preciso entrar.

En dos zancadas Langelot se situó debajo de la escalera. Si había un centinela estaría entonces sobre Langelot sin posibilidad de hacer nada contra él. Esperó tres segundos. No ocurrió nada.

Cerca de él había una puerta por debajo de la cual se filtraba un rayo de luz. La empujó y entró, pistola en mano, en un comedor de lo más vulgar. Había un aparador con vajilla de mayólica, una mesa cubierta con un mantel de cuadros y seis sillas barnizadas. En una de ellas estaba sentado «el esqueleto»: el pedestal del reloj rococó se veía en el suelo, cerca de él: la caja reposaba sobre sus rodillas y él contemplaba con estupefacción la longitud de onda indicada por el emisor: 011, cuando él mismo la había colocado para que funcionara en 018.

Al oír el ruido que hizo el pomo de la puerta, alzó los ojos. Un muchacho con chaqueta de ante le amenazaba con una pistola.

—¡Manos arriba, de cara a la pared! —ordenó Langelot.

El «esqueleto» rió a carcajadas.

—¡Qué bueno! El pequeño cree que lo ha logrado —exclamó—. ¡Se imagina que ha descubierto y capturado a una banda de espías! Tira tu arma, muchachito. Y no trates de volverte. Tienes un fusil ametrallador contra la pared.

Langelot dudaba de si debía creerle, pero la presión de un cañón contra los riñones le hizo cambiar de opinión. Había caído en una trampa, cuya existencia había adivinado previamente. ¡Qué estúpido era!

El centinela de los espías estaba, sin duda, en la escalera en el momento en que él entró: le había visto y le había seguido: ahora se hallaba en una situación mucho más desesperada que la del día en que se dejó coger la cabeza en una guillotina.

Dejó caer su pistola.

A sus espaldas, sonó la voz del «carnicero».

—¿Quién es este botarate? Vamos, avanza.

Langelot penetró en el interior de aquel comedor de aire tan intimo, tan banal. El «esqueleto» salió a su encuentro.

—¿De dónde sales?

Langelot le miró a los ojos. De momento, su imaginación, que solía ser fértil, no encontraba ninguna escapatoria.

—¿Hablarás? —preguntó la voz del carnicero.

La presión del cañón se hizo más fuerte. En aquel momento, un tercer personaje entró en la habitación. Langelot no podía verle, pero le oyó hablar.

Was isi los? —preguntó.

»Si hay toda una guarnición y, además, con franceses y alemanes mezclados, estoy fastidiado —pensó Langelot.

El «esqueleto» contesto en francés.

—Una visita que no esperábamos.

—Hay que presentarle al jefe —decidió en seguida el recién llegado.

—Es una buena idea —observó el carnicero—. Tal vez el jefe no estaría contento si arregláramos la cuestión sin él. Acércate, chico. Media vuelta, y no pretendas hacerte el listo. Tengo munición del 7.62 en el cañón.

Langelot, obedeciendo las instrucciones del carnicero, pasó al vestíbulo, lo recorrió en toda su longitud, abrió una puerta baja y descendió por una escalera que conducía al sótano.

—Empuja —ordenó el espía.

Langelot empujó una puerta de acero y se halló en una habitación sin ventanas, con paredes de cemento. Como único mobiliario, había un sillón de plástico y níquel colocado de espaldas a la puerta, frente a una cámara de televisión y una estación de radio emisora-receptora. Una cabeza rubia, que Langelot reconoció como la del hombre a quien seguía desde veinte minutos antes, coronaba el sillón.

El «carnicero», seguido por el «esqueleto» y por un mocetón —el mismo que había empujado a Bertha en la estación y efectuado la substitución del maletín—, se detuvo en el umbral.

Fue entonces cuando el señor T interrumpió a Gerhard Smeit para preguntarle quién acababa de entrar.