La gruesa salchicha roja que sirve de lengua al señor T humedece sus labios ya mojados.
—¿Y bien? —pregunta el monumental inválido, con su vocecita de rata de campo.
En la pantalla de televisión que está situada frente al señor T aparece el grueso rostro de Gerhard Smeit. Sus gafas de montura de oro no son lo único que brilla: toda su cara reluce de satisfacción.
—Señor T —dice—, tengo el gusto de comunicarle lo siguiente:
»Primero: el cuaderno C, que contiene los planos de los circuitos en miniatura Mann, está en mi poder. Ahora podemos o bien presionar aún más a nuestra informadora para obtener la entrega de los cuadernos A y B, o bien remitirnos a la reconstrucción de dichos cuadernos, hecha por el malogrado Franz Werner, que era totalmente inutilizable por si misma, pero que forma una introducción satisfactoria del cuaderno C.
»Segundo: considerando la misión como terminada, he ordenado que se reagrupen los agentes 67, 88 y 91 que la han llevado a término. Estos agentes están ahora en la sede de la antena 4, desde la que estoy emitiendo.
»Tercero: no se ha producido ningún incidente en el curso de la misión, excepto la avería de un emisor que ha dejado de funcionar, en un momento en que este fallo ya no podía causarnos ningún problema.
»Sin embargo, creo que esta antena ya ha servido bastante. Solicito su traslado, así como la dispersión de los agentes utilizados en esta misión.
El señor T se pasa la lengua por los labios. Sus ojos glaucos no expresan nada. Sin embargo, quienquiera que sea, donde quiera que esté, el señor T sabe que, a partir de ahora, posee los medios para construir un armamento temible, que le permitirá tratarse de igual a igual con las mayores potencias del mundo.
—Gerhard Smeit —pronuncia con su voz aflautada—, no esperaba menos de su capacidad. Debe usted ocuparse de hacer llegar los planos al buzón 48. Los entregará en propia mano, contra recibo, al responsable del buzón. Su antena será trasladada a Colonia. Ocúpese de buscar un local adecuado y envíeme el presupuesto por la vía ordinaria. Ordenará a los agentes 67, 88 y 91 que se dirijan a sus respectivos puntos de reunión. Sus primas de final de misión serán ingresadas en sus cuentas bancarias, igual que la suya.
—Gracias, señor T.
—Me hará llegar también un extracto de sus gastos de misión. Calcúlelos ampliamente, como de costumbre.
—Gracias, señor T.
—Deposite el material de su antena en un guardamuebles, bajo un nombre falso, a excepción de lo que puede disimularse fácilmente. Busque la forma de hacer una venta ventajosa de los locales que ocupa ahora su antena y véndalos en su propio beneficio. Este beneficio se añadirá a su prima.
—¡Oh, gracias, señor T!
—Ahora, ¿quiere enseñarme ese famoso cuaderno C? Siento curiosidad por verlo.
Gerhard Smeit, que está sentado en un sillón frente a un micrófono y una cámara de televisión que trabaja en un circuito cerrado con el misterioso cuartel general del señor T, toma la maleta de color castaño claro que reposa en sus rodillas, la abre y saca un grueso cuaderno de color amarillo. En el mismo momento, la voz del señor T chilla:
—¿Quién es ese chico?
Gerhard Smeit se vuelve. Un muchacho rubio, con chaqueta de ante y las manos en alto, está detrás de él, y, detrás del muchacho, aparece el rostro rojo y cuadrado del número 88. El señor T les ha visto en su pantalla.
—Un curiosillo que le traigo, jefe —declara el 88.
El señor T pía:
—¡Son todos unos imbéciles! Se han dejado sorprender. Mis órdenes quedan revocadas. Apliquen el programa de autodestrucción de la antena. Usted, Smeit, llevará personalmente los planos hasta el punto GB-3. Encontrará más instrucciones en el bolsillo del almirante Sir Horace Tristram, como ya sabe. En cuanto a los agentes, repliegue inmediato a los puntos de reposo. Terminado.
—Un momento, señor T —grita Smeit—. ¿Qué hacemos con el indiscreto?
Una luz cruel brilla en los ojos inexpresivos del señor T que gorjea:
—Interróguenle a fondo. Elimínenle. Hagan desaparecer el cadáver.