Langelot y Bertha estaban instalados ante dos tazas de exquisito chocolate, aún humeante, y una enorme bandeja de pasteles.
—Sigo sin entenderlo —decía Bertha.
—Siga el razonamiento —contestó Langelot—. Uno: los mejores especialistas del mundo en registros y el mejor sistema de vigilancia del mundo me indican que Hoffmann no ha comunicado con el enemigo.
»Dos: la menuda Bertha (la muchacha sonrió al oír este apodo) telefonea a Hoffmann y el enemigo reacciona en seguida.
»Esto significa que el enemigo ha sorprendido la comunicación, sin que Hoffmann tenga conocimiento de ello. ¿Cómo? ¿Por un aparato de escucha en el teléfono? No, el circuito ha sido comprobado. Entonces, por radio. Pero sabemos que la víspera no había ningún emisor de radio en el taller de relojería, así que el emisor ha sido introducido entre el momento del registro y el momento en que la menuda Bertha ha llamado a Hoffmann. Es infantil, ¿no lo cree así?
—Humm… —murmuró Bertha, sorbiendo su chocolate.
—Ahora bien, resulta que no hay nada más fácil que introducir un emisor de radio en la relojería: se esconde el emisor en un reloj y se lleva a arreglar éste. Como Hoffmann es sordo, aunque el aparato no transmita muy claramente su mensaje telefónico referente a los tres relojes de cuco, se verá obligada a repetirlo tantas veces que, finalmente, no quedará ninguna duda posible. Y presenta una ventaja inestimable: Hoffmann es inocente: aunque le detengan, aunque le interroguen, no dirá nada que pueda perjudicar a los espías.
»El único trabajo de éstos consistirá en acudir a retirar el reloj en cuanto les haya prestado el servicio previsto. Han debido de precisar que la reparación no era urgente y, ahora, encontrarán un pretexto cualquiera para recoger su tesoro. De hecho, hubieran podido hacerlo ya esta misma tarde, a primera hora, pero han preferido asegurarse de que no denunciaba usted a Hoffmann a las autoridades.
»Si hubiera habido una investigación después de su llamada, si se hubiera montado una trampa en el taller, los espías lo hubieran sabido de inmediato y hubieran podido huir sin dejar el menor rastro tras ellos. ¿Le gusta este chocolate? Yo lo encuentro demasiado dulce.
»Y ahora me voy porque ahí está el espía-jefe que se ha dado cuenta de que la emisora no funciona y viene a ver qué pasa. En realidad, el emisor sigue funcionando, pero en otra longitud de onda. Resultado, aunque no conozco Munich, probablemente conseguiré seguir a nuestro hombre hasta su refugio.
»Hasta pronto. Bertha. En el extremo de la calle encontrará el coche del coronel Herrschen. No tema nada: el chófer es muy complaciente. Dígale que va de mi parte.
Y Langelot, dejando por primera vez en su vida que una chica pagara la cuenta, salió precipitadamente de la pastelería Niklaus. Acababa de descubrir a un antiguo conocido: un señor rubio y regordete, con gafas de montura de oro, que entraba en el taller de Hoffmann.
Había llegado el crepúsculo. Se encendieron los faroles. A la luz de su lamparilla de pantalla verde, el relojero seguía trabajando. Tras una discusión con su cliente, dio un puñetazo sobre el mostrador. Todas sus herramientas volaron por el aire. El cliente recogió el reloj de péndulo rococó y salió, caminando precipitadamente Friedrichsstrasse arriba.
Unos sesenta metros tras él andaba Langelot, quien, en apariencia, sufría un fuerte dolor de muelas, porque apretaba un pañuelo contra su mejilla… y un auricular contra su oído. El receptor seguía escondido bajo su chaqueta y le indicaba que seguía la dirección conveniente, de forma que no necesitaba seguir de cerca a su hombre: cuando los ruidos de la calle que llegaban a través de la radio se alejaban, él apresuraba el paso; cuando se acercaban, iba más despacio.
A cuarenta metros de Langelot, rozando las paredes con una habilidad profesional que le hacía casi invisible a pesar de una gigantesca talla, caminaba el teniente Siegfried Pracht, que encontraba cada vez más sospechosa la conducta del oficial francés y había decidido averiguar la verdad. Después de todo, podía haberse producido una substitución. Tal vez Languelotte no era Languelotte sino un espía que había ocupado su lugar.
Y, a treinta metros detrás de Pracht, avanzaban los elementos más próximos de los efectivos empleados en la ratonera Guillotina. Otros elementos lo hacían por calles paralelas. Otros preparaban barreras más adelante o puntos de concentración detrás. Un coche celular, una ambulancia y diecisiete vehículos-radio de los servicios de seguridad convergían así en dirección del número 17 de la Bruderstrasse, hacía el que se dirigía el señor Gerhard Smeit, con un reloj rococó debajo del brazo.