CAPÍTULO IX

El coronel Herrschen, en el asiento trasero de su coche —emisora de radio en mano—, empezaba a encontrar largo el tiempo.

La ratonera Guillotina, que comprendía diecinueve vehículos y ochenta personas, estaba situada en su puesto desde las dos de la tarde. El coronel había sido puesto al corriente, minuto a minuto, de los desplazamientos del «elemento más expuesto del dispositivo».

La señorita Mann había sido vista a la salida del hotel Bayern, en la estación y en el número 44 de la Tópfergasse, de donde había salido llevando aún el maletín y sin haber mantenido contacto con el adversario: un agente disimulado en el descansillo del primer piso, aseguraba esto formalmente.

A continuación, la muchacha había dado unas vueltas por el barrio, luego había tomado un autobús y finalmente un taxi para volver al hotel.

¿Qué había pasado, entonces? El coronel Herrschen se impacientaba: sus diecinueve vehículos y sus ochenta especialistas no tenían nada que —si puede decirse así— llevarse a la boca.

El teléfono móvil zumbó en el coche. El teniente Pracht, sentado a la izquierda del coronel, descolgó.

—Para usted, mi coronel. La central le pasa una llamada por la línea recta del hotel Bayern.

—¡Pásemela! Aquí. Herrschen; escucho.

—¡Señor coronel —dijo la voz angustiada de Bertha—, ya no tengo los planos!

—¡¿Cómo?! —rugió Herrschen.

Con un gran esfuerzo, se calmó, dirigió una deslumbrante sonrisa al micrófono y pronunció.

—Póngame al corriente de todo, pequeña.

Bertha lo contó. Pracht, que había cogido el segundo auricular, traducía en voz baja. Langelot, sentado a la izquierda de Pracht, era todo oídos.

—Bien —dijo Herrschen cuando Bertha hubo terminado—. Creo saber cómo han desaparecido los planos.

—¡Pero si no he dejado el maletín ni un instante!

—Si, señorita Mann. Uno de mis hombres ha declarado que ha sido usted empujada en la estación, que se ha caído y que ha soltado el maletín durante tres segundos. Espero que no se resienta de la caída.

—Nadie hubiera tenido tiempo de abrir el maletín, coger los planos y volverlo a cerrar, señor coronel.

—Claro que no —dijo Herrschen, con una fina sonrisa—. Pero, en cambio, se ha podido producir una substitución. El hombre que la ha empujado y que llevaba un abrigo grueso al brazo, disimulaba, sin duda, bajo éste un maletín idéntico al suyo, que es el que le ha devuelto. Todo consiste ahora en saber si ese hombre formaba parte de la red que nos esforzamos en desmantelar o de una organización rival. Voy a enviar un coche a buscarla, para que la conduzca a la villa. Tendremos un consejo de guerra. Le doy las gracias, señorita Mann; ha sido usted muy valiente.

Colgó.

—¿Desmontamos la ratonera, mi coronel? —preguntó el capitán Mauer, sentado al lado del coche.

—Aún no —contestó Herrschen—. Haga enviar un coche a la señorita Mann al hotel Bayern. ¡Chófer, al cuartel general!

Cuando Mauer acababa de dar unas órdenes por radio, el teléfono sonó de nuevo. Pracht lo cogió.

—La línea directa, mi coronel.

Herrschen tendió la mano. Se oyó otro zumbido. Llamaban al coche por una segunda línea. Pracht descolgó el otro aparato.

—Mi coronel, la cabina de escucha montada en la línea directa. Le piden que oiga una grabación.

Herrschen tenía un teléfono en cada mano.

—¡Diga, señorita Mann!… ¿Acaba de recibir una llamada? Si, lo sé. Si quiere usted colgar, escucharé la grabación. ¿Oiga, servicio de escucha? Pueden empezar.

Una empleada anunció:

—Aquí servicio de escucha montado en la línea ordinaria del apartamento 312, en el hotel Bayern. Escucha, por favor, la llamada hecha desde la cabina telefónica 619, a las 17 horas 53 minutos.

Se oyó un timbre, después la voz ligeramente ansiosa de Bertha:

—¡Diga!… ¡Diga!…

—¿La señorita Bertha Mann? —preguntó una voz de hombre, un poco pastosa.

—Sí, soy yo. Diga.

—Aquí el S.N.I.F. Su envío no estaba completo.

—¿Cómo? ¿Han recibido…?

—No hemos recibido los cuadernos A y B.

—Escuche, estoy desolada. No tenía forma de avisarles. No he podido procurármelos. Déme un plazo. Haré todo lo posible…

Hubo un breve silencio. Luego la voz del hombre dijo:

—Nos pondremos en contacto con usted cuando necesitemos los otros cuadernos. De momento, es inútil correr riesgos superfluos de ser descubiertos.

Se oyó un clic: el desconocido había colgado.

Herrschen colgó a su vez. Parecía preocupado. No comprendía aquello.