Apiolando fuertemente el pequeño maletín rectangular, de un bonito cuero color castaño claro, que contenía el cuaderno C, Bertha salió del hotel Bayern a las 4 horas 10 minutos de la tarde. La esperaba un taxi. Un botones le abrió la puerta y ella subió al coche.
—A la estación —dijo.
El taxi arrancó.
Bertha lanzaba en torno suyo miradas angustiadas. El chófer, un mocetón pelirrojo, le pareció sospechoso. Observó que un «Volkswagen» gris circulaba detrás del taxi y creyó que lo seguía adrede. Nunca, en toda su vida, había tenido tanto miedo.
Bertha Mann tenía miedo porque iba al encuentro de los espías, que tal vez se mostraran desagradables, que la interrogarían, la maltratarían, la secuestrarían…
Y aún tenía más miedo porque sabía muy bien que ella detestaba a aquellos espías, que era el caballo de Troya del coronel Herrschen y que, por perfectamente organizada que estuviera su protección, sería durante algún tiempo «el elemento más expuesto del dispositivo amigo», como decía elegantemente el coronel.
El enemigo podía muy bien averiguar —o adivinar— sus contactos con los servicios amigos y la cita de la Tópfergasse podía ser solamente una emboscada.
Estas eran razones suficientes para sumir en el terror a una joven de veintiún años, de naturaleza tímida.
Pero Bertha tenía aún otros tres motivos de miedo. Su padre le había entregado, según le dijo él mismo, unos planos falsos realizados aquella noche en la sección de dibujo de las Fábricas y laboratorios Mann. Ahora bien, Bertha había abierto el sobre y solamente había encontrado un cuaderno de los famosos volúmenes: el cuaderno C, A y B faltaban.
—Papá —había dicho ella, con tono medroso—, ¿y los demás cuadernos?
Mann hizo un gesto vago con sus largas manos de director de orquesta.
—No entiendes nada de estas cosas —le había contestado—. Es mucho mejor así. Diles que no has podido robar los otros cuadernos. Prométeselos para dentro de quince días. Estarán suficientemente contentos con tener éste, créeme. Por otra parte, en una noche no se hubiera podido hacer tres falsos cuadernos.
—Pero, papá…
—No repliques. Yo sé lo que conviene para tu seguridad. Ya es suficientemente terrible tener que arriesgarte en una aventura semejante para que además vengas tú a complicar las cosas. Sobre todo, no le hables de los cuadernos que faltan al coronel Herrschen. Te lo prohíbo.
Mann, que era viudo, adoraba a su hija y Bertha lo sabía muy bien.
«Pero —se decía— papá es un genio y los genios a veces, tienen ideas absurdas».
Tomó la precaución de telefonear, con un pretexto cualquiera, al jefe de la sección de dibujo.
—Lamento molestarle después de la noche que ha pasado…
—¿Yo, señorita Mann? He pasado una noche excelente, gracias. Y espero que usted haya dormido tan bien como yo. ¿En qué puedo servirle?
Así pues, tres razones suplementarias para tener miedo: los falsos cuadernos A y B no estaban en la maleta; el cuaderno C, que sí estaba, no había sido fabricado durante la noche por la sección de dibujo, como pretendía el doctor Mann y, finalmente, había una tercera razón, secreta, que daba escalofríos a Bertha.
—Ya estamos, señorita.
Bertha pagó y bajó del taxi. Estaba delante de la estación. Entró en la sala de espera. Sujetaba el maletín por el asa con las dos manos. ¿Qué ocurriría si lo perdiera?
—Soy tan aturdida… Todo lo pierdo.
Dio unos pasos, mirando unas veces el reloj de la estación y otras su relojito de pulsera de oro, espetado que fueran las 4 y 45 para coger otro taxi que la llevara a la siniestra Tópfergasse, en el otro extremo de la ciudad.
Bertha sabía que la habían hecho ir a la estación para poder observarla sin dejarse ver: así que los espías la estaban mirando. ¿Sería aquel señor que leía el periódico, o el muchacho que fumaba un cigarrillo, el encargado de vigilarla?
A las 4 horas y 36 minutos entró un tren en la estación. Los viajeros se precipitaron hacia el exterior. Bertha se refugió contra una columna para no ser derribada.
Asustada, miraba pasar aquella oleada de rostros indiferentes, pertenecientes a hombres y mujeres que vivían tranquilamente sus vidas, sin verse mezclados en asuntos de espionaje.
De pronto, se sintió empujada. Se volvió. Un hombre alto, que llevaba un abrigo al brazo, había tropezado con ella, sin verla probablemente.
—¿Quiere tener cuidado? —gritó el hombre, agarrándose a ella para no caer.
Y fue ella quien cayó.
—¡El maletín!
Le había sido arrebatado en su caída; lo vio bajo los pies de la gente, a dos metros de ella.
—Bueno, bueno, perdón. Le pido disculpas. Es usted un poco torpe —dijo el señor del abrigo.
Fue hacia el maletín y lo agarró por el asa. Un instante después, Bertha estaba de nuevo en pie, apretando contra su cuerpo la preciosa maletita que el hombre le había devuelto, después de recogerla y darle excusas.
—Si los espías me han visto perderla, ¿qué van a decirme? —pensaba. Y, al mismo tiempo se sentía llena de agradecimiento hacia el hombre que la había empujado, pero le había devuelto su tesoro.
Espero a las 4 y 45, cogió otro taxi, cuyo conductor le pareció aún más sospechoso que el primero, y dio, tartamudeando, la dirección del señor Braun. Absurdos pensamientos asaltaban su mente.
—Este chófer puede trabajar para los espías, pero también puede ser un confidente de la policía. En ese caso, tal vez sepa que Braun es un espía. En lugar de llevarme al sitio indicado, quizás me conduzca directamente a la cárcel.
Sabía que esto era imposible. Pero su imaginación exacerbada por los meses de angustia que acababa de vivir, deliraba.
Además, la protección organizada por el coronel Herrschen estaba tan perfectamente disimulada que Bertha no conseguía distinguir a ninguno de los guardaespaldas que le habían prometido.
—¿Y si el coronel me hubiera olvidado? —pensaba—. ¿O bien quiere que me sacrifique deliberadamente? Los agentes de los servicios secretos son así, excepto Langelot, desde luego: dispuestos a todo con tal de realizar con éxito su misión…
El taxi se detuvo en una estrecha callejuela. Bertha se encontró sola ante el número 44. Su vista se turbó ligeramente. Entró en un pasillo estrecho, pero escrupulosamente limpio. Sólo había una escalera y tres puertas. Una de las puertas llevaba el número 1. Bertha la contempló durante casi un minuto, antes de reunir el valor suficiente para llamar. Finalmente, oprimió el timbre.
No hubo respuesta.
Tocó una segunda y después una tercera vez. Llamó con los nudillos, golpeó con su puñito.
Se abrió la puerta del apartamento número 2. Un ama de casa de aire amenazador apareció en el umbral.
—¿El señor Braun? —preguntó Bertha.
—¿El lampista?
—El del apartamento 1.
—Ese es el lampista. Está trabajando. No vuelve antes de las siete.
—Tengo…, tengo que entregarle esto —dijo tímidamente Bertha, tendiendo el maletín.
—No acepto encargos. Buenas tardes —replicó el ama de casa, dando un portazo.
Bertha trató de razonar.
«¿Qué ha ocurrido? Yo no he visto a mis guardaespaldas, pero los espías se habrán dado cuenta de algo. Y han anulado la cita. Ahora, saben que les he traicionado. Y me asesinarán… He de huir lo antes posible».
Salió precipitadamente de la casa. Subió corriendo la Tópfergasse, giró a la derecha, luego a la izquierda.
Pasó un taxi que no detuvo, pensando que se lo habían enviado los espías.
Subió a un autobús y bajó en la tercera parada. Allí, se atrevió a coger un taxi y se hizo llevar al hotel Bayern. Esperaba que la llevaran a algún refugio de los bandidos, pero no: se encontró sana y salva en la escalinata del hotel.
—¡Ah, ya lo adivino! —pensó—. Me esperarán en mi habitación, como la otra vez en «El Alcázar». No subiré. Sin embargo, es preciso que avise al coronel Herrschen de lo que ocurre. El único sistema es la linea directa que parte de mi habitación. ¿Qué hacer? ¡Si estuviera aquí Langelot!
Pidió a un botones que subiera con ella.
—No me encuentro muy bien —dijo.
Esto no sorprendió a nadie: tenía muy mala cara.
El botones le abrió la puerta de su habitación y se apartó para dejarla pasar.
—No, no —dijo ella—. Pase delante. Tengo mucho miedo.
El hombre estaba muy bien adiestrado. Y llevó su conciencia profesional hasta el punto de registrar los armarios y meterse debajo de la cama para asegurarse de que la habitación estaba vacía, sin que Bertha tuviera que pedírselo siquiera. Estaba acostumbrado a las clientes nerviosas.
—¿Mando a buscar a un médico? —preguntó.
Bertha le dio las gracias, le explicó que ya se encontraba mejor y cerró la puerta con pestillo en cuanto salió el botones. A continuación, revisó ella misma todos los armarios. El hombre había dicho la verdad: no había nadie en la habitación.
Entonces decidió telefonear al coronel. Pero antes quiso sacar del maletín los planos, para esconderlos, como medida de prudencia.
Los cierres crujieron al abrirse.
El maletín estaba vacío.