—En todo caso, no parece tener prisa —observó Langelot.
Bertha había telefoneado a Ludwig Hoffmann a las diez y cinco. Eran las once y media. No solamente el relojero no había escrito ninguna nota, no había llamado por teléfono ni había puesto ninguna señal en la puerta o en la ventana, sino que tampoco había recibido ni un solo cliente.
El coronel Herrschen seguía sonriendo, pero tenía un pliegue de impaciencia en las comisuras de la boca; el capitán Mauer comprobaba a cada momento el funcionamiento de los receptores y de los aparatos de televisión; el teniente Pracht miraba las musarañas. Langelot observaba, mordiéndose los puños.
Sonó el teléfono en la cabina. Mauer descolgó.
—Línea directa del apartamento 312 del hotel Bayern. Para usted, mi coronel.
El coronel recordó hacer un gesto cortés a Siegfried para autorizarle a traducir. En la sonrisa que acompañó el gesto, Langelot creyó leer una expresión irónica que no se explicaba.
—¿De qué linea se trata, Siegfried?
—De una línea que se tendió en el curso de la fase preparatoria entre el apartamento que se reservó en el hotel Bayern para la señorita Mann y nuestra propia red. Escucha.
Herrschen había enchufado un amplificador a su teléfono para que sus compañeros pudieran oír la conversación.
—¿Coronel Herrschen? Aquí Bertha Mann —pronunció la voz inquieta de la muchacha.
—Le escucho, señorita Mann.
—Ya está. Los otros se han puesto en contacto conmigo.
—¿Cómo? ¿Por teléfono?
—No, señor coronel. Un repartidor de los grandes almacenes Weil acaba de dejar a mi nombre un maletín de cuero.
—¿Qué usted no había encargado?
—Que yo no había encargado. El maletín contenía una carta escrita a máquina. ¿Se la leo?
—Desde luego.
—«Señorita Mann, ponga los documentos en este maletín. Salga del hotel Bayern a las 4 horas y 10 minutos en taxi, con el maletín en la mano. Hágase llevar a la estación. Pasee usted por allí de forma que se la pueda ver fácilmente. De esta forma nos aseguraremos de que no la siguen. A las 4 horas 45 minutos, coja otro taxi y hágase llevar al número 44 de la Tópfergasse. Llamará al apartamento número 1 y preguntará por el señor Braun. Su seguridad nos garantiza su exactitud en el cumplimiento de estas instrucciones, así como la calidad de los documentos que va usted a entregar».
—¿No esta firmado?
—Está firmado «S.N.I.F.».
Al explicar a Langelot este último punto —que le parecía colosal—, el teniente Pracht estalló en una risa tan sonora que le procuró una mirada reprobadora del coronel.
Por lo demás, el coronel estaba encantado.
—Muy bien, señorita Mann —dijo—. Siga puntualmente estas instrucciones y habrá hecho un señalado servicio a su país. En cuanto a su seguridad, no tema nada. Estaremos constantemente cerca de usted para protegerla. Además, con los planos artísticamente disfrazados que habrá preparado con toda seguridad el doctor, no corre usted ningún riesgo.
—Señor coronel, a este respecto quería decirle precisamente…
—¿Qué?
—No, nada.
El coronel sonrió con indulgencia.
—Esté tranquila, hijita, esté bien tranquila. Todo irá bien. Toda la patria le habla por mi voz. Mis respetos, señorita Mann.
Colgó.
—¡Mauer!
—A sus órdenes, mi coronel.
—En primer lugar: no haga ninguna averiguación sobre el repartidor de Weil. Con toda seguridad, se trata de un repartidor falso, y todos los esfuerzos que hagamos para informarnos sobre él sólo servirían para traicionarnos. Segundo, compruebe si por casualidad ese Braun está fichado, aunque lo más probable es que se trate de una contraseña más que de un apellido, lo mismo que la dirección indicada es probablemente la de una etapa, a partir de la cual la señorita Mann será trasladada hacia el lugar del encuentro propiamente dicho. Tercero, prepare un plan de ratonera móvil en torno a la Tópfergasse.
—Bien, mi coronel.
Mauer salió y Herrschen se volvió hacia Pracht y Langelot.
—«Todo está perfectamente. Pero se me escapa una cosa: ¿cómo el relojero ha podido en contacto con sus jefes entrar? No me lo explico».
—Tal vez su teléfono esté conectado con un circuito de escucha, mi coronel —contestó Pracht.
—«No. Mauer todo ha hecho verificar. Nadie puede las comunicaciones del viejo bribón escuchar…, salvo nosotros» —añadió el coronel, con visible satisfacción.
—¿Y es muy importante eso, mi coronel?
—Ciertamente. Aprenda, mi joven camarada, que, en la información, todo una importancia igual reviste. Todo de un importancia primordial, es. ¿No es así, joven y brillante teniente Languelotte?
—Soy de su opinión, mi coronel. Incluso pienso que quizás no deberíamos seguir adelante hasta que hayamos puesto en claro este punto.
—«La exageración a la juventud pertenece» —declaró majestuosamente Herrschen, que suavizó su majestad con una sonrisa deslumbradora.
Ya volvía Mauer.
—El apartamento número 1 de la Tópfergasse está habitado por Heinrich Braun, lampista, de 38 años, no fichado.
—Gracias.
Pasaron otra media hora mirando trabajar al viejo relojero. Poco después del mediodía le visitaron dos clientes.
—Todo esto es muy instructivo —dijo Langelot—. Cuando me jubile, podré hacerme relojero.
No apreciaron su humor. Mauer se presentó de nuevo.
—El proyecto de ratonera, mi coronel.
—Explíqueme su esquema. Pracht, es inútil que traduzca estos detalles técnicos que pueden aburrir a su camarada.
Langelot se mordió los labios: no había comprendido todas las palabras, pero adivinaba que se trataba de una prohibición. Pracht enrojeció hasta la raíz del cabello. Langelot no insistió, pero estaba que trinaba.
Adivinó que se habían preparado considerables efectivos, que estaban previstas fuerzas de intervención de a pie y motorizadas, que se proveería a dichas fuerzas con los equipos y armamentos más modernos, con coches con radio, micrófonos parabólicos, fusiles con mira telescópica, gases hilarantes, etc., que la operación era suficientemente amplia para poder intervenir en la Tópfergasse o bien seguir al adversario, una vez se hubiera manifestado, en cualquier dirección en la que se batiera en retirada. Fünf guardaespaldas estaban exclusivamente encargados de proteger de cerca a la señorita Mann.
—¿Cuánto es fünf? Eso me lo puedes decir —preguntó a Pracht.
—Cinco —contestó muy bajito el bueno de Pracht, que no estaba seguro de no traicionar un secreto de estado.
Cinco eran muchos, pero Langelot encontraba que no eran suficientes: hubiera querido un sexto.
Herrschen hizo algunas críticas, trazó algunos rasgos con lápiz rojo en el proyecto, sonrió tres veces y ordenó.
—¡Ejecución!
Luego, volviéndose hacia el francés:
—«Languelotte —dijo—, le invito a asistir a la captura de los espías que buscamos. Con el plan que acabo de aprobar, no pueden escapársenos. Es una imposibilidad matemática. Verá usted una demostración de lo que un servicio perfectamente organizado hacer puede y debe. Ahora, vamos a almorzar».