Los dos jóvenes pasaron la noche en la villa del coronel Herrschen. Compartieron una habitación muy cómoda, que daba a un patio interior.
—Dime, Siegfried —preguntó Langelot, con tono burlón—, ¿me enseñas la propiedad?
El enorme teniente Pracht enrojeció como una colegiala.
—Escucha, mi joven camarada —dijo—. Me eres muy simpático, pero ¿por qué no tratas de demostrar mayor comprensión? ¿Crees que si fuera a París, te autorizarían a enseñarme de cabo a rabo la sede de S.N.I.F.?
Langelot se vio obligado a reconocer que Siegfried tenía razón. Recordó su experiencia de colaboración con los servicios ingleses[5], y comprobó una vez más que la soledad de los agentes secretos no era una palabra vana. «Solitarios, pero solidarios», decía la divisa del S.N.I.F.
De momento, Langelot no estaba muy seguro de si tendría derecho a la solidaridad, pero en cuanto a la soledad, estaba bien servido. Aunque Siegfried Pracht, muchacho amable y probablemente excelente oficial, dormía en la misma habitación. Langelot no se había sentido nunca tan solo.
La inacción le pesaba. Sin confesárselo, esperaba un momento propicio para tomar iniciativas, aunque estuvieran prohibidas.
A la mañana siguiente, tuvo el honor de ser conducido al edificio de las secciones técnicas por el chófer del coronel, en compañía del propio coronel. Desde luego, Siegfried formaba parte de la comitiva.
—Y bien —dijo Herrschen con una deslumbradora sonrisa—, «¿cómo al joven y brillante subteniente Langelot el trabajo de nuestros equipos especiales ha parecido?».
—Mi coronel —contestó cortésmente Langelot—, hay que reconocer que en cuanto a discreción y camuflaje, los servicios alemanes no tienen rival en el mundo.
En todas las salas por las que pasó el coronel hubo gritos de «¡En pie, firmes!» en alemán, pero él, sonriendo con benevolencia, pedía que nadie se distrajera de su trabajo.
Sin embargo, a pesar de las repetidas recomendaciones de su superior, el capitán Mauer se empeñó en dar su informe en posición de firmes.
—Operación Guillotina. Operación entrada en fase activa en el día J a la hora H. Primera fase, terminada.
Primer movimiento llevado a cabo. Segundo movimiento llevado a cabo. Sin resultado. Tercer movimiento llevado a cabo. Sin resultado. Segunda fase empezada. Primer movimiento llevado a cabo. Esperamos sus órdenes para desencadenar segundo movimiento.
—Mi coronel —intervino Langelot—, ¿podría usted autorizar al teniente Pracht a traducirme todo esto? Se han olvidado de darme la clave para descifrarlo.
—«Desde luego —contestó Herrschen con su brillante sonrisa—. Yo mismo se lo traduciré para demostrarle con qué puntualidad los servicios alemanes funcionan. La misión que consistía en el relojero alejar se ha cumplido. Las diversas investigaciones se han realizado, pero nada sospechoso ha sido hallado. Las conexiones de telecomunicaciones se han realizado igualmente, pero nada sospechoso ha sido aún registrado. La señorita Mann ha llegado esta mañana al hotel Bayern, que es el mismo donde de costumbre el doctor con ella se alojan. Ella tiene falsos planos por el señor doctor preparados. Ella espera nuestra señal para con el enemigo contacto tomar».
—¡Qué hermosa lengua es el alemán! —exclamó Langelot, parafraseando a Moliére.
El coronel Herrschen, acompañado de su séquito, pasó a la sala de telecomunicaciones. Unos tabiques insonorizados dividían aquella sala en una veintena de celdillas. Una de ellas estaba reservada a la operación Guillotina.
Una empleada vigilaba los nueve receptores y los nueve magnetofones correspondientes. En cuanto se oía un ruido, la empleada anotaba la hora exacta y el receptor que acababa de entrar en acción. Al mismo tiempo, el magnetófono correspondiente se ponía a grabar automáticamente. Cuando cesaba el ruido, la empleada anotaba de nuevo la hora y el magnetófono dejaba de grabar.
Otra empleada vigilaba las nueve pantallas de televisión y las nueve cámaras automáticas. Procedía de la misma manera que su colega, con la diferencia de que a ella le correspondía también dirigir por medio del telemando los movimientos de los periscopios disimulados en casa del relojero.
Así, en el momento en que el coronel y los demás oficiales entraron en la celda, la pantalla número 1 mostraba al viejo Ludwig Hoffmann, con una lente colocada en el ojo izquierdo, que estaba arreglando un reloj. El magnetófono n° 1 dejó oír el sonido de una campanilla, que fue debidamente grabado. Se vio levantar la cabeza al relojero. En seguida, la empleada maniobró el periscopio de forma que apareciera en la pantalla la puerta del taller. Se vio la imagen de una gruesa ama de casa que llevaba un reloj a arreglar a casa de Hoffmann.
—Guten Morgen, Herr Hoffmann! —transmitió el emisor número 1.
—Nein, es regnet nicht —contestó Hoffmann, con tono enfadado.
Siegfried Pracht se echó a reír.
—El viejo está sordo como una tapia —explicó a Langelot. Le dicen «buenos días»; contesta «no, no llueve». ¡Colosal!
El coronel Herrschen preguntó a Mauer lo que contenían las grabaciones y las películas realizadas desde la víspera.
—Nada interesante, mi coronel. El viejo regresó a casa y se fue a dormir. Esta mañana ha desayunado. Ha recibido algunos clientes. No se ha pronunciado ninguna palabra sospechosa.
—Echaré un vistazo.
Pracht traducía amablemente este diálogo. Herrschen entró en la celda-depósito, donde se hizo proyectar las películas y poner las cintas magnéticas. Langelot no fue invitado a seguirle.
—Puedes distraerte mirando las pantallas —le aconsejó, amistosamente Siegfried.
Langelot se quedó solo con las dos empleadas. La que se ocupaba de la radio era una vieja señorita, delgada, con gafas.
—Tiene un trabajo muy cansado, señorita —le dijo Langelot—. ¿Qué hace si los nueve receptores se ponen a funcionar al mismo tiempo?
Por toda respuesta, recibió una mirada iracunda y un murmullo confuso que debía de significar: «No hablo francés».
Langelot no se dejaba desanimar fácilmente. Se volvió hacia la encargada de las pantallas y de los periscopios. Era una señora de unos treinta y cinco años, corpulenta y atareada.
—Señora —le dijo Langelot—, de usted depende todo el éxito de la operación Guillotina. Un movimiento de periscopio a la derecha cuando debería girar a la izquierda, y ¡todo fracasa! Pero estoy seguro de que sus periscopios girarán siempre hacia el lugar conveniente.
La empleada enrojeció de placer.
—Ach! —contestó ella—. Solamente los franceses saben ser tan corteses con las señoras.
—¡Cómo, señora! —se asombró él—. ¡Pero si habla usted francés!
—Lo hablo un poco —contestó ella, pavoneándose—. Tenía una corresponsal francesa y fui a pasar ocho días con ella.
—¿En qué región? —preguntó Langelot, apoyándose en el pupitre de mando de los periscopios.
—En Plougastel-Plouézec.
—¡Muy bien!
Ella se echó a reír
—Y usted, mi teniente, ¿de dónde es?
—De París.
—Ach! ¡París! —exclamó ella—. ¡Debe de ser maravilloso! Los museos, los jardines…
—¡Y los escaparates!
—Y los escaparates.
La empleada encargada de la radio se agitaba en su asiento. No aprobaba aquella conversación con un extranjero. Pero, como su colega ocupaba un puesto más importante que el suyo, no se atrevía a decir nada.
Entre tanto, Langelot seguía charlando agradablemente. Cuando el coronel Herrschen salió de la cabina reservada, el subteniente francés y la señora Gertrude Tisch se habían presentado mutuamente y Langelot había prometido guiar por París a la buena señora y a su esposo cuando fueran a pasar unas vacaciones en la capital francesa.
—«Mauer razón tenía —dijo Herrschen—. Por el momento, nada nos permite aún saber cómo el relojero con los espías en comunicación entra».
Langelot echó un vistazo a la pantalla número 1. Ludwig Hoffmann, de 77 años, con sus hirsutos cabellos blancos formando una aureola en torno a su cabeza, seguía manejando, con sus manos de venas abultadas, unas pinzas y un destornillador. De vez en cuando, cambiaba de herramientas, mascullando algunos inofensivos juramentos, que la radio transmitía fielmente.
Si Langelot seguía razonando como lo había hecho a propósito de Bertha, considerando que una apariencia inofensiva era una prueba de culpabilidad, debía concluir que el relojero Ludwig Hoffmann era un maestro de espías. Pero, después de haberse equivocado con Bertha, el joven agente secreto estaba dispuesto a una mayor circunspección.
—¡Pobre viejo! —murmuró, viendo que Hoffmann cambiaba de lupa con aire enfadado y oyéndole gruñir una vez más:
—Donnerwetter noch einmal!
»Querría saber qué hará para comunicar con los otros espías, cuando Bertha le de el santo y seña —pensaba Langelot.
El coronel Herrschen dio tres pasos con las manos a la espalda, se detuvo, sonrió.
—Empieza el segundo tiempo de la fase activa —anunció.
Fue a sentarse ante un escritorio provisto de teléfono, marcó un número, pronunció unas palabras y se puso en pie, encantado.
—«La señorita Mann sabe que ella al relojero ahora llamar debe. Y nosotros, desde aquí, vamos los acontecimiento a observar».
Los cuatro oficiales se sentaron ante las cámaras. Siegfried servia de intérprete a Langelot.
—Supongo que el teléfono de Hoffmann está conectado al cuadro de escucha —dijo Herrschen a Mauer.
—Si, mi coronel. Con el grado de sensibilidad de nuestros micrófonos, es solamente una precaución suplementaria. Espero que desde aquí lo oiga todo.
Sonó el timbre de teléfono.
En la pantalla, Hoffmann se sobresaltó, juró en voz baja, tendió la mano al aparato y descolgó.
—Hoffmann, escucho.
—No entiendo lo que ha dicho —observó Herrschen.
El relojero no entendió tampoco.
—¡Hable más alto! —gritaba en tono furioso.
Nuevo murmullo. Langelot apenas podía reconocer la voz de Bertha.
—¡Más fuerte! ¡Más fuerte! —vociferó Hoffmann—. Si está afónica, vuelva a llamarme cuando se haya curado.
—¿Me oye ahora? —preguntó Bertha.
—¡Ahora se la oye! —exclamó Herrschen—, mal, pero se oye.
—Distingo lo que dice, hijita —gritó el relojero—, pero sólo porque tengo un oído muy fino. Debería cuidar usted sus cuerdas vocales. ¿Qué desea?
—Soy Bertha Mann. Estoy alojada en el hotel Bayern. Tengo tres relojes de cuco para…
—¿Qué está diciendo?
—Que soy Bertha Mann. Estoy alojada en…
—¿Quién es usted?
—Bertha Mann.
—¡Ah! Bertha Mann. ¿Por qué no lo decía? ¿Y de dónde me llama?
—Desde el hotel Bayern.
—¿Bayern?
—Si.
—Perfecto. ¿En qué puedo servirla?
—Tengo tres relojes de cuco para arreglar. ¿Puede venir a buscarlos?
El viejo relojero estuvo a punto de dejar caer el teléfono.
—¡Loca! ¡Está usted loca! —gritó—. ¿Tres relojes de cuco para arreglar y quiere usted que yo me moleste? Yo soy un médico, señorita. Visito a domicilio a los enfermos que merecen la pena. Para los demás, doy horas de consulta en casa. ¡Tres cucús! Si quiere que vea lo que les pasa, coja el autobús y venga a verme. Esta juventud moderna, no piensa. Buenas tardes, señorita. Y, fíjese, voy a darle un buen consejo que no le costará nada: ¡tome clases de dicción!
Colgó y volvió a su trabajo, mascullando sus consideraciones sobre la juventud.
—«¡Muy bien! —exclamó el coronel Herrschen—. Ahora me gustaría saber cómo el viejo pillo va a hacer para poner sus jefes al corriente».