—De todo lo expuesto, se deduce claramente esto —dijo Langelot a Bertha, saliendo de la sala de conferencias—. En una primera fase, el joven y brillante subteniente Languelotte no hará nada; en una segunda fase, no hará nada tampoco y, en una tercera fase, el menos joven y menos brillante teniente Siegfried Pracht cuidará de que Languelotte no haga realmente nada.
El pesado puño de Siegfried se abatió amistosamente sobre el hombro de Langelot.
—Mi joven camarada —dijo en un francés impecable—, comprendo tu decepción. Pero tendrás una compensación colosal; verás trabajar a los servicios secretos alemanes, que son los mejores del mundo.
Era la primera misión de Langelot en Alemania, y hubiera preferido un papel más activo. Miró de abajo arriba a Siegfried Pracht, que le pasaba en altura la cabeza, una cabeza rubia y rosada, de bondadosa expresión llevada con dignidad sobre un cuello de toro.
—Voy a ponerme a estudiar alemán: así no me darán más papeles de figura de porcelana —declaró el francés.
—¡Ja. ja! ¡Figura de porcelana! ¡Colosal!
La risa homérica del buen Siegfried hizo temblar los cristales.
—Ven —dijo—. Verás operar nuestras secciones técnicas. Todo está previsto hasta la décima del milímetro, hasta la fracción de segundo. En los servicios secretos alemanes, mi joven camarada, la electrónica es lo primero.
Langelot debió rendirse a la evidencia: la trampa que se le había ocurrido unos días antes, iba a ponerse en práctica con toda la minuciosidad requerida. No pudo impedir el sentirse halagado. Era como si, por medio de otra persona, él siguiera actuando.
Ante todo, el señor Mann y su hija fueron llevados de nuevo a través de subterráneos de cemento, hasta otra villa, situada un kilómetro más lejos, por la que ya habían entrado antes y por la que salieron a la calle. El «Mercedes» de Mann llevó a padre e hija a Osterhausen tras un rodeo suplementario de cien kilómetros.
Entonces, después de una cena frugal, a base de conservas, Siegfried y Langelot partieron hacia la sede de los servicios técnicos. Ya era oscuro y el francés no tuvo oportunidad de admirar Munich.
—Cuando hayamos capturado a todos los espías —prometió Pracht— haremos un banquete colosal, con mucho vino del Rhin, en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Cantaremos canciones y verás, mi joven camarada, que Alemania es el último país que aún sabe divertirse.
De momento, Langelot no sentía el menor deseo de divertirse. Interiormente, echaba pestes contra el capitán Montferrand que le había hecho la mala pasada de enviarle allí.
—¡Si por lo menos viera a Bertha! —prensaba—. Pero, según el plan del coronel, yo estoy siempre en el punto W cuando ella está en el punto S, y viceversa.
Siegfried Pracht introdujo a Langelot en un inmueble moderno en el que no había nada que llamara la atención de los transeúntes. En el interior, no se encontraban las oficinas que pudiera esperarse, sino una multitud de diversos laboratorios. Los dos tenientes bajaron al sótano y se encontraron en una sala cinematográfica. El comentador del film era el capitán Mauer; el público, además de Langelot y Siegfried, comprendía una treintena de hombres y mujeres de expresión grave y atenta.
—Operación Guillotina —anunció el capitán Mauer con su voz entrecortada, cuando se apagaron todas las luces a excepción de un estrecho haz fijo en la pantalla—. Este nombre ha sido escogido por el propio coronel, para honrar a nuestros amigos franceses, a quienes debemos la ocasión de llevar a cabo con éxito esta misión.
Todos los rostros se volvieron a Langelot; nadie pensaba en ocultar su curiosidad. Siegfried traducía a media voz las palabras del capitán.
—Curiosa manera de honrarnos —observó Langelot, a quien la palabra «guillotina» traía malos recuerdos—. ¿Y qué dice ahora? Sé amable, Pracht, sigue traduciendo: no comprendo una palabra.
El teniente alemán pareció un poco embarazado, y contestó:
—Es que… yo no soy intérprete. Ya has oído, mi joven camarada, la misión que me ha encomendado el coronel: guiarte en tus desplazamientos; no traducirte estas conversaciones que se consideran confidenciales desde el punto de vista técnico.
—¡Ah, muy bien! —dijo Langelot.
Por joven que fuera, sabía que todos los servicios especiales del mundo son celosos de sus secretos, y no le asombraron las reticencias del alemán. Casi se alegró de ello: ahora se sentía más a sus anchas para trabajar por su lado, y un caso de conciencia que le atormentaba quedaba definitivamente resuelto.
Aquel mismo día, en un aparte en «La Rotonde», Montferrand le había dicho:
—Llevará con usted la foto del personaje rubio con gafas doradas que ante usted tuvo contacto con Leblanc, en la «Conciergerie». Pero no se la enseñe a los alemanes más que en el caso de que le den la impresión de jugar con las cartas boca arriba. De lo contrario, conserve este triunfo oculto. Podrá servirle en el momento oportuno.
Langelot sonrió amablemente a Siegfried y decidió no enseñar la foto. Por lo demás, no tuvo gran necesidad de intérprete para lo que siguió a continuación. Las imágenes proyectadas en la pantalla hablaban solas.
Primero se vio un plano de Munich; un círculo indicaba el barrio en el que estaba situada la casa de Ludwig Hoffmann. A continuación apareció una fotografía aérea del mismo barrio, una cruz señalaba el domicilio del relojero.
Luego, se vio un cliché de la casa, una vieja construcción alemana con dos pisos en voladizo. Siguió un plano, era el de la planta baja, que comprendía una tienda, y luego la caja de la escalera y una trastienda. Otro plano mostraba la disposición de las habitaciones del primer piso. Langelot creyó comprender que el segundo piso servía de granero.
A continuación, el capitán Mauer explicó la misión de cada uno de los presentes; Langelot entendió algunas palabras, porque el capitán repetía lo que Bertha le había traducido dos horas antes. La primera fase prevista por el coronel iba a descomponerse en tres movimientos: 1°, despejar el terreno; 2°, estudiar el terreno; 3°, preparar el terreno.
Había cuatro equipos previstos para ejecutar estas misiones y para asegurar la vigilancia y la seguridad. El primer equipo comprendía tres hombres, disfrazados uno de chófer particular, el segundo de criado, el tercero de viejo señor excéntrico.
Después de haber recibido sus órdenes, los tres hombres abandonaron la sala; ya no se les vio más porque debían ignorar todo el resto de los acontecimientos.
El segundo equipo estaba formado por siete investigadores profesionales que no hacían otra cosa que registrar y escudriñar: eran los mejores de toda Alemania. Usaban zapatos con suela de «crepé» y guantes de goma; cada uno de ellos llevaba un equipo de herramientas que correspondía a su especialidad: registrar revestimientos de madera de distintos tipos, rebuscar en la casa, registrar el mobiliario, etc.
Una vez entendida su misión, el segundo equipo abandonó también la sala y fue a esperar en un coche la orden de ponerse en camino.
El tercer equipo —el más numeroso— comprendía diez instaladores de diversos aparatos: micrófonos, cámaras, periscopios, etc. El papel de cada uno de sus componentes se explicó por medio de una nueva proyección de los planos de la casa. Langelot comprendió que la tienda y el domicilio del viejo relojero se transformarían en las horas siguientes en un laboratorio equipado con los instrumentos más modernos y perfeccionados.
El tercer equipo fue también enviado fuera y solamente quedaron los encargados de la vigilancia. Eran, sin duda, los mejores de Alemania; todos ellos tenían aspecto de burgueses perfectamente pacíficos, pero estaban equipados no solamente con gemelos de rayos infrarrojos, máquinas fotográficas y emisoras de radio portátiles, sino también con armas de mira telescópica…
Para ellos, se hicieron varias proyecciones que representaban el casco antiguo, en el que iban a operar. El lugar que debía ocupar cada uno había sido cuidadosamente escogido por un especialista en la cuestión. El menor movimiento sospechoso sería inmediatamente descubierto y señalado, sin que el enemigo pudiera sospechar ni por un momento la vigilancia de que era objeto.
Los vigilantes salieron a su vez. Quedaron solamente Mauer, Siegfried y Langelot.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Langelot.
Nadie le respondió. Esperaban algo. Pero no esperaron mucho tiempo. Sonó el teléfono. Mauer descolgó, escuchó y rugió:
—«Sehr gut!». Y colgó.
—¿Qué significa «Sehr gut»? —preguntó Langelot a Siegfried.
—Ahora puedo decírtelo —contestó el alemán—. Él primer movimiento de la primera fase, de la operación Guillotina se ha desarrollado en la forma prevista. Un chófer particular se ha presentado en el 33 de la Friedrichsstrasse y ha declarado al relojero Ludwig Hoffmann que su señor deseaba hacer reparar inmediatamente un viejo reloj de péndulo, al que tenía mucho cariño. El relojero se ha dejado conducir a un apartamento que el capitán Mauer ha hecho amueblar especialmente esta tarde. Un criado ha abierto la puerta. En este momento, el señor y el relojero examinan el viejo reloj de péndulo.
—Espero que esté realmente averiado —dijo Langelot.
—Ha sido estropeado científicamente por un relojero que pertenece a nuestro servicio —contestó orgullosamente Siegfried Pracht.
—¿Y eso cuándo?
—En el transcurso de esta tarde.
—Pero, entonces, hace tiempo que el primer movimiento de la primera fase…
—No, no, mi joven camarada, no confundamos. Las operaciones que han tenido lugar durante esta tarde constituían la fase preparatoria. Ahora acabamos de entrar en la fase activa.
—¡Ya me dirás! —exclamó Langelot.
El capitán Mauer dio orden de que los vigilantes se situaran. Luego, dirigiéndose a Langelot:
—«Señor coronel autorizar usted. Languelotte, asistir segundo y tercer movimiento primer tiempo fase activa. Adelante, ¡en marcha!» —rugió.