El porvenir reservaba una sorpresa agradable al número 67, llamado el esqueleto. Cuando entró en la habitación de la señorita Mann, decidido a decirle que la anegaría en vitriolo si en un plazo de seis días no le entregaba una copia de los famosos planos, encontró a la chica no solamente recién duchada sino también con un humor decididamente cooperador.
—He reflexionado —dijo la muchacha—. Alemania y Francia son potencias amigas. No cometo un gran delito entregando esos planos a representantes oficiales de un servicio francés.
El esqueleto se quedó de una pieza.
—¿Y… las tiras de historietas ilustradas? —preguntó.
—Encontré los planos escondidos en mi coche. Pensé que los habían puesto allí para comprometerme. Los quemé y los reemplacé por las historietas, para que la persona que había metido el sobre creyera que seguía estando en el sitio.
El número 67 había entrado en la habitación dispuesto no solamente a intimidar sino a aterrorizar. No podía convencerse de que debía guardar sus amenazas para otra ocasión.
—¿Nos firmarás una declaración prometiéndonos la entrega de los planos? —preguntó, incrédulo.
—¿Tienes una estilográfica? —preguntó Bertha sin inmutarse.
El documento fue escrito al dictado y firmado a continuación:
La abajo firmante. Bertha Mann, declara por la presente estar dispuesta a colaborar con el portador y a hacerle llegar los tres cuadernos marcados A, B y C, que contienen los planos de los circuitos electrónicos miniaturizados, llamados «Circuitos Mann».
—No hay duda —observó el carnicero—: una ducha sienta muy bien. Sirve para aclarar las ideas.
—Los planos están en Osterhausen, en casa de mi padre —dijo Bertha—. ¿He de traerlos aquí?
—No —contestó el esqueleto—. Tenemos una «antena» en Alemania. En cuanto tengas los planos escúchame bien y trata de recordar, te irás a Munich. Allí te alojarás en un hotel y telefonearás a Ludwig Hoffmann, relojero. Le dirás: «Aquí Bertha Mann; me he alojado en tal sitio. Tengo tres relojes de cuco para arreglar. ¿Puede venir a buscarlos?». Esta será la contraseña. Un poco después, entraremos en contacto contigo para indicarte cómo debes remitirnos los planos. ¿Has entendido?
Bertha repitió dócilmente las instrucciones.
—Y no te hagas la idea de burlarte de nosotros. Este papel firmado por ti te costaría muy caro si lo entregáramos a la policía alemana.
—No sólo cuenta la policía alemana, ¡también está papá! —contestó Bertha.
Los falsos agentes del S.N.I.F. recogieron sus cosas y se marcharon. Ni siquiera se tomaron la molestia de utilizar aquella noche las habitaciones que habían tomado: cinco minutos después, habían desaparecido con su «BMW».
—Les encontraremos otra vez en la próxima vuelta —dijo Langelot saliendo del cuarto de baño.
Bajó al garaje y envió un largo mensaje cifrado al capitán Montferrand después de lo cual volvió a subir a la habitación de Bertha donde los dos jóvenes cenaron agradablemente, contándose los detalles del asunto que solamente ellos conocían.
Al día siguiente salieron hacia París en avión. Dos chóferes del S.N.I.F. se encargarían de recoger los automóviles.
Los dos jóvenes tenían una cita con Montferrand en la Rotonde de la Muerte.
—Probablemente es la última vez que nos vemos. Langelot —dijo Bertha deteniéndose en el umbral del café—. Querría darle las gracias por todo lo que ha hecho. Tengo un miedo terrible a la aventura en la que usted me ha embarcado, pero, si tuviera que correrla con usted, creo que tendría mucho menos.
Langelot sonrió:
—Gracias, Bertha. Desgraciadamente, a partir de ahora los servicios alemanes toman el asunto a su cargo, y existen pocas probabilidades de que yo vea el final. Vamos a presentarnos al capitán. Seguramente me llevaré una buena reprimenda.
El capitán Montferrand estaba ya sentado ante una mesa y fumaba en pipa. Saludó a Bertha con aire cortés y reservado; luego se volvió a Langelot.
—Así —dijo—, si he comprendido bien su informe, ¿se ha salido usted deliberamente de los limites de su competencia?
—Deliberadamente, mi capitán —contestó Langelot con sangre fría.
—¿Se ha permitido usted, sin pedir autorización para ello, contratar una informadora, tender una trampa a largo plazo y dejar partir a dos peligrosos espías sin intentar siquiera seguirles?
El tono de Montferrand era severo. Bertha temblaba por Langelot. Pero Langelot no temblaba en absoluto. Sabía que si su jefe hubiera querido hacerle serios reproches no hubiera invitado a una joven —extranjera por añadidura— para que estuviese presente en la entrevista.
—Si, mi capitán. Pensé que era en interés del servicio… Tomaré un zumo de naranja, si no le importa.
—Langelot —contestó Montferrand—, tiene usted suerte. Snif es de su misma opinión. Piensa también que las iniciativas que ha tomado usted son útiles a los intereses del servicio. El asunto Guillotina se ha puesto en manos de nuestros colegas alemanes. Para agradecernos este gesto, el coronel Herrschen nos ha pedido que destaquemos un oficial para participar a su lado, como espectador, en el final de la investigación…
—¡Señor capitán! —exclamó Bertha, juntando las manos—, se lo suplico: envíe a Langelot.
Montferrand la contempló, sonriendo.
—Es lo que pienso hacer —dijo— y les diré la razón. El coronel Herrschen no quiere un oficial en misión, sino simplemente un oficial destacado. El papel de Langelot será puramente… decorativo. De ahora en adelante, las iniciativas le están no solamente desaconsejadas sino prohibidas. Además como no habla alemán, ¡le sería muy difícil tomarlas! Creo que no corremos ningún riesgo por ese lado.
—¡Enterado, mi capitán! —dijo Langelot.
Bertha parecía extasiada.
—Con usted —le dijo a Langelot— creo que tendré valor hasta para presentarme a papá.