Tres minutos más tarde, llegaban Bertha y sus guardianes.
Langelot se contentó con observar la escena de lejos, disimulado en un «Volvo» y un «Opel», pero hubiera podido mostrarse menos prudente; un lavacoches y dos clientes pasaron a dos pasos del «MG» sin que los falsos agentes del S.N.I.F. parecieran preocuparse por ello.
—Abre la portezuela de la derecha —ordenó el esqueleto, mientras el carnicero preparaba una máquina fotográfica con «flash».
Bertha obedeció.
—La costura del asiento está descosida. Mete la mano dentro.
Bertha tenía la mano en el escondite, cuando el carnicero hizo la primera foto.
—Retira el sobre que colocaste en este escondite.
—Yo no… —empezó Bertha, pero el hombre la hizo callar.
Tenía el sobre en la mano cuando brilló el segundo relámpago del «flash».
—Ahora —dijo el esqueleto, con voz de hipnotizador—, ¡abre el sobre!
Ella lo abrió y sacó los papeles que contenía. Un tercer relámpago iluminó el garaje. A Langelot le costaba un esfuerzo enorme no echarse a reír, detrás del «Opel».
—Que… que… que… —balbuceó el carnicero, viendo las tiras de historietas que se desdoblaban y caían al suelo.
—¡Eres tú quien ha hecho esto! —silbó el esqueleto con los dientes apretados.
Sus delgadas manos se tendieron hacia el cuello de Bertha. La muchacha sacudía desesperadamente la cabeza.
—¡Le juro que no comprendo…! ¡No comprendo nada…! ¡Ni siquiera sabía que la costura estaba descosida…!
Haciendo un esfuerzo, el esqueleto recuperó la calma. Se volvió hacia su compañero.
—Las tiras de historietas ilustradas no estaban en el programa. Nos veremos obligados a dar cuenta de ello antes de continuar la sesión.
—A menos que ella acepte ahora mismo —contestó el otro.
—No. No podemos tomar decisiones. Si los jefes pensaran que no habíamos tomado la acertada…
El carnicero se pasó el dedo por el cuello con aire elocuente.
—Pero ya sabes que no les gusta que nos pongamos en relación directa con ellos —observó el primero—. Prefieren los buzones.
—Este —decidió el esqueleto— es un caso de emergencia. Vuelve a llevar a la chica a su habitación y no te muevas de allí. ¿Comprendido?
Langelot no había oído nada de todo aquello, pero los gestos y las expresiones le parecieron suficientemente elocuentes. Cuando vio que el esqueleto se dirigía hacia el «BMW», que estaba estacionado a la entrada del garaje, y que el carnicero cogía a Bertha por el brazo y la guiaba hacia el hotel, pensó que el descubrimiento de las historietas había suspendido la ejecución de los planes del enemigo.
»Golpear al adversario por sorpresa y aprovechar el respiro obtenido para preparar una trampa: esto está perfectamente de acuerdo con la táctica de la “casa” —pensaba Langelot corriendo a través del jardín.
Desde el punto de vista de un agente del S.N.I.F., incluso las columnas árabes pueden tener algo de bueno. Rodeando con brazos y piernas la que sostenía el balcón de Bertha, Langelot hizo una soberbia —aunque discreta— demostración de esta verdad. No en balde, el S.N.I.F. sometía a sus agentes a un riguroso entrenamiento físico.
Seis segundos después de haber dejado el suelo, Langelot estaba ya en el balcón. Se cogió al alféizar de la ventana del cuarto de baño y no necesitó más que otros seis segundos para encontrarse en el interior.
Cerró de nuevo la ventana, fue al lavabo y abrió un poco el grifo de agua fría. Bajo el grifo colocó un vaso de forma que las gotas de agua hicieran al caer el máximo de ruido posible. Luego, cogió el tubo de dentífrico y escribió en el espejo:
Cierre la puerta con cerrojo. Haga correr el agua.
En aquel momento oyó que entraban en la habitación; seguramente, se trataba de Bertha y de su guardián.
Sin el menor ruido, fue hasta la bañera empotrada, se metió en ella, echó las cortinas de plástico, y esperó.
Reinaba un silencio absoluto.
En aquel silencio, cada gota de agua que caía en el vaso parecía más estrepitosa, más molesta. Clac, hacían las gotas, clac…, clac. El espaciamiento y la regularidad de aquellos clacs empezaban a irritar al propio Langelot, cuando la voz del carnicero dijo:
—Tienes un grifo que pierde agua.
No hubo respuesta.
—¡Ve a cerrarlo!
Bertha tuvo un movimiento de rebeldía.
—¡Vaya usted!
—No soy tan idiota —se burló el otro—. Yo he de vigilar la puerta. ¡Ve tú te digo!
Unos pasos se deslizaron por la moqueta. La puerta del cuarto de baño se abrió. Bertha entró muy pálida. Fue hacia el lavabo, puso la mano en el grifo.
De pronto su mirada se fijó en la inscripción del espejo. La leyó, la releyó, se volvió. Vacilaba. Por fin, se encogió de hombros: ya no tenía nada que perder, pensaba. Abrió el grifo, volvió a la puerta, la cerró y pasó el pestillo.
—¡Eh! ¿Qué haces? —preguntó el carnicero.
Langelot entreabrió las cortinas, asomó la cabeza.
—Dígale que toma una ducha.
El ruido del agua ahogó el de su voz. La estupefacción se pintó en los rasgos de Bertha cuando reconoció al muchacho. Gritó:
—¡Tengo mucho calor! Voy a tomar una ducha.
—Muy bien —dijo Langelot, con tono alentador—, saliendo de la bañera.
Abrió la ducha a toda potencia para poder hablar tranquilamente.
—¡No trates de escapar! —gritó el carnicero—. También vigilo el balcón.
—Dígale que puede vigilar lo que quiera —sopló Langelot.
—No tengo intención de escapar —dijo Bertha.
—¿Qué? —preguntó el carnicero.
—¡Que no tengo intención de escapar! —repitió Bertha más fuerte.
—¡Mejor para ti!
Langelot se dirigió hacia Bertha, sonriendo, la cogió por los codos y la hizo sentar en una silla que estaba cerca de la bañera; entonces, le enseñó su carnet del S.N.I.F.
—Pobre Bertha —murmuró—. Ha debido de pasar mucho miedo. Ahora se terminó: aquí tiene a Langelot para protegerla. Yo soy un verdadero «snifiano»; los otros son unos falsos agentes, deje de temblar así, mi pequeña Bertha. Yo le sacaré de este mal paso. Pero es preciso que me lo diga todo, y aprisa, mientras el señor que parece un esqueleto está fuera.
Bertha le miró. Toda la personalidad de Langelot respiraba sinceridad. Así que se confío y habló.