CAPÍTULO XVI

Eran las cinco de la tarde cuando Langelot se despertó, reposado y ligero.

En seguida, se presentó a su mente la situación en la que se encontraba.

«El señor Mann es cliente de este hotel. Tienen todas las consideraciones para él y para su hija. No hay nada de raro en esto. Lo que resulta un poco molesto es que yo me aproveche de la protección de Bertha, mientras me estoy esforzando por estropear sus planes de espía. Pero, después de todo, lo exige la profesión. Lo peor de todo es que la he llamado por su nombre de pila, cuando debía suponerse que no la conocía. Espero que no se haya marchado por eso: ¡al capitán Montferrand no le gustaría!».

Una llamada telefónica a recepción le tranquilizó: la señorita Mann seguía en el hotel.

Era demasiado tarde para ir al banco a sacar dinero, pero en los grandes hoteles se vive sin dinero. Un criado le proporcionó una maquinilla de afeitar y un peine; una hora más tarde, cuando Langelot salió de su habitación, había recuperado la figura humana. La temperatura hacía inútil el jersey, y la camisa de cuadritos que llevaba le daba un aire deportivo, si no elegante.

«La cuestión es saber si me dejarán cenar con esta ropa. ¡Bah! Siempre puedo hacerme servir en mi habitación».

Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, salió. El aire olía a pinos. El hotel estaba situado en un parque en el que crecía una multitud de pinos piñoneros. A lo lejos, entre los árboles, se divisaba el mar, centelleante y azul.

Langelot fue a buscar su «Dos caballos» y lo llevó al garaje. Tenía un aspecto muy humilde entre los «Mercedes», los «Triumph», los «Buick» y los «DS». Buscó el «MG» rojo: allí seguía.

No había nadie en el garaje; Langelot abrió la portezuela del «MG» y metió la mano en el escondite del asiento descosido: el sobre no había cambiado de sitio. Sacó la pila de su emisor, puso otra nueva y se aseguró de que el otro emisor seguía allí.

«Ahora —se dijo—, voy a comer un bocado».

Dio la vuelta al edifico. Por el otro lado, dominando la piscina, se extendía una terraza a la que daba el bar. Langelot iba a sentarse a una mesa para pedir un té completo cuando reconoció a Bertha Mann, con un precioso traje de baño de color amarillo limón, que salía de la piscina. El muchacho se dirigió hacia ella.

—¿Ha descansado bien de su viaje?

Ella le contempló un momento antes de contestar.

—Sí, gracias —dijo finalmente.

—Ha sido una idea extraña bañarse en la piscina. El mar está a dos pasos. «El Alcázar» tiene playa privada.

—Lo sé, pero hay olas así de grandes. Las he visto y he tenido miedo.

—Sin embargo, no es usted asustadiza. Esta mañana, con cuatro voces, ha metido en cintura al cancerbero.

—¡Oh! Eso es precisamente porque soy tímida. Cuando me enfado, echo chispas.

—¿Quiere tomar una taza de té conmigo?

—Con mucho gusto —dijo ella, tras una corta vacilación.

Se instalaron al borde de la piscina. Algunos nadadores se perseguían, riendo. Una señora gruesa trepó al trampolín, que estuvo a punto de ceder bajo su peso. Unas palomas se arrullaban en los árboles. Langelot encargó dos tés.

—¿Completos, señor?

—Lo más completos posible. Me muero de hambre. La señorita también, supongo.

Bertha que parecía aún más delgada que de costumbre, observaba a Langelot. El se volvió hacia ella y le sonrió con franqueza.

—He dormido todo el día —dijo— y no he podido pasar por el banco. Pero mañana mismo podemos arreglar las cuentas. Supongo que aún estará aquí…

—No vale la pena —contestó Bertha—. He avisado a papá por telegrama de que estoy en la Costa Azul. No se asombrará de recibir la factura de «El Alcázar».

—No hay ningún motivo para que le deba nada a su padre. De momento, lo que tendría que hacer es explicarle a usted por qué estoy aquí, sin un céntimo. Tenía que encontrarme con unos amigos que tienen una casa en la montaña. Pero, según parece, no han llegado aún. Por eso…

Ella le escuchaba distraídamente.

—¡Qué coincidencia! —dijo de repente—. Ayer me ayudó usted a resolver una avería en la carretera, y hoy…

—Me ayuda usted a resolver una avería en «El Alcázar». No es una coincidencia: es un intercambio de buenas maneras.

Sus ojos se encontraron: Langelot tenía el rostro más inocente del mundo… Al fin. Bertha apartó la mirada: parecía preocupada.

—Aún estoy cansada —murmuró—. Nunca había conducido tanto tiempo seguido.

—Sin embargo, tiene un bonito coche.

—Es un regalo de papá. Es muy severo, pero muy generoso.

—Ya imagino el tipo. ¿Vive siempre con él?

—No. De momento, vivo en París. Preparo una tesis sobre los primitivos alemanes en el museo del Louvre.

—Es interesante.

Mientras hablaba, comía con excelente apetito. Tampoco la espía se hacía rogar para repetir con la mermelada.

Langelot se recostó en su sillón. Tenía menos hambre; el sol de la tarde era suave y acariciante; de la piscina subían risas alegres; desde luego, la enemiga a la que acosaba no carecía de encanto.

»Esto es la buena vida —pensó el agente secreto.

La señorita Mann había terminado su té.

—Dígame —dijo clavando en Langelot la mirada vigilante de sus grandes ojos oscuros—, ¿cómo sabía usted que me llamo Bertha?

Langelot vaciló durante una fracción de segundo.

—¡Oh, es muy sencillo! —contestó—. Su ficha se había quedado sobre el mostrador del recepcionista y, maquinalmente, he leído nombre y apellido. Como el recepcionista la llamaba señorita Mann, he pensado que era también Bertha.

—¡Ah! ¿Sí? —dijo la espía.

Su recelo se había convertido en incredulidad.

—Sí —dijo Langelot esperando lo que vendría a continuación.

—Me parece curioso —dijo la señorita Mann—, porque en este hotel nos conocen tanto que nunca llenamos ficha de entrada.

Langelot se echó a reír.

—Mi querida Bertha —exclamó—, si no llenan ustedes las fichas es porque alguien lo hace en su lugar. El recepcionista probablemente.

Gracias a su ingenio, había salido de aquel mal paso.

Bertha se mordió el labio inferior.

—Es posible —dijo, poniéndose en pie.

—¿Cena usted aquí?

—Tal vez.

—¿A las ocho, en el bar?

—… Si le parece.

Langelot detestaba hacer esperar a las chicas pero aquella vez estaba decidido a hacer una pequeña investigación en la habitación de la espía, mientras ésta le esperaba en el bar.

»Es alemana —pensó—. Será puntual. Yo llegaré a las ocho y cuarto. Si se asombra, le diré que mi reloj atrasa.

Dio una vuelta por el garaje para enviar un breve mensaje en clave al S.N.I.F.:

Visto obligado a seguir contacto prohibido con sospechoso; Stop; En interés del servicio; Stop; Seguiré informe.

Luego fue a la recepción, para preguntar dónde estaba la habitación de la señorita Mann, y fue a explorar el ala del hotel en que estaba situada y que aún no conocía.

La disposición del lugar le pareció favorable. La habitación de Bertha estaba en el primero. La escalera que conducía a aquel piso partía del patio, de donde surgían las columnas árabes y las plantas grasas, tras las cuales es fácil esconderse. Para ir al bar. Bertha debía atravesar necesariamente el patio y Langelot, al verla, sabría que el camino estaba expedito.

Claro que aún faltaba entrar en la habitación, pero eso no debería presentar dificultades insuperables, con los instrumentos de ladrón que llevaba Langelot.

Lleno de confianza, Langelot volvió a su habitación. A las ocho menos cuarto, volvió a salir y se apostó en el patio.

Allí se acodó, con la involuntaria postura de un romántico soñador, en un pilón de mármol blanco.