Al salir de París dejó de llover. Incluso un rayo de sol se filtró entre dos nubes e iluminó la carretera mojada.
Langelot corría por no dejarse distanciar por el «MG». Estaba encantado de abandonar París, de dirigirse hacia el sur, persiguiendo a la linda espía.
«Con un poco de suerte —pensaba—, se pasará un par de días en la costa. El tesorero refunfuñará por los gastos de la misión. Entre tanto, me hará bien tomar unos baños».
Sus previsiones iban a realizarse, al parecer: la señorita Mann seguía hacia el sur.
Almorzó en un hostal y Langelot se aprovisionó de emparedados en una cafetería de la carretera. Los dos volvieron a llenar de gasolina el depósito. Por la tarde, estaban en el valle del Ródano.
Tan pronto corrían como iban despacio. No era la marcha que había llevado Langelot en su expedición anterior al mediodía, junto al profesor Propergol y la encantadora Choupette[4], pero no se lamentaba del bajo promedio que daba la señorita Mann a su «MG»: si hubiera ido más deprisa no hubiese podido seguirla.
De momento, el radio telémetro indicaba que no corría en absoluto.
Langelot aminoró la velocidad, frenó y se detuvo. El «MG» estaba a unos quinientos metros de él y, por una razón desconocida, no se movía.
¿Estaba averiado? ¿O tal vez la espía tenía allí, en plena carretera, un contacto con sus jefes o sus cómplices?
Langelot decidió ir a ver. Tomó la curva que le separaba de su presa y vio el «MG» detenido al borde de la carretera. La señorita Mann se había apeado, había levantado el capó de su coche y hacía gestos desesperados.
Así, pues, era una avería.
Un reglamento estricto prohíbe a los agentes secretos, cuya misión consiste en seguir a una persona, que tomen contacto con ésta. Se considera que no se puede seguir discretamente a nadie a partir del momento en que el seguido conoce a su seguidor, por poco que sea.
Pero ¿qué podía hacer Langelot? Bertha le había visto y le hacía señas. Pasar de largo sin detenerse hubiera sido bastante sospechoso y grosero al mismo tiempo.
—¡Bah! —se dijo—, los buenos agentes obedecen siempre a los reglamentos, pero los brillantes a veces los ignoran… Seamos brillantes.
Avanzó pues hasta el «MG» y se detuvo delante.
«De todas formas es una ocasión excelente de cambiar la pila de mi emisor que empieza a agotarse».
Se apeó. Bertha Mann corría ya hacia él.
—Por favor, señor ¿puede usted ayudarme?
Tenía unos grandes ojos oscuros, de expresión inocente y angustiada.
El sonrió.
—¿Que le ocurre, señorita? ¿Una pequeña avería?
—¡Oh. no! Una catástrofe. Mi coche no quiere seguir marchando.
—Es lo que ocurre, generalmente, cuando hay una avería.
Ella no recogió la broma. Se retorcía las manos con desesperación.
—Tengo tanta prisa… —dijo—. He ido muy aprisa desde París, excepto cuando recordaba que hay agentes de policía en moto, que son muy malos.
—No son tan malos como todo eso. Yo siempre me llevo bien con ellos. Lo único que quieren es ayudarle a uno.
—A usted, tal vez. A mí. siempre me ponen multas. Pagar, no me importa, pero siempre me riñen: entonces, me da miedo. Siempre pienso que quieren ponerme de rodillas al borde de la carretera o abofetearme.
Langelot se echó a reír.
—Un país sin autopistas, es horrible —añadió ella.
—¿No es usted francesa?
—Soy alemana.
—Habla muy bien el francés: puede engañar a cualquiera.
—Lo aprendí de pequeña. ¿Quiere mirar el motor de mi coche? Yo no entiendo nada, ¿sabe?, nada en absoluto. Ni siquiera sé si los cilindros están en las bujías o las bujías en los cilindros.
—A primera vista —dijo gravemente Langelot, inclinándose sobre el motor que humeaba—, debe de tener el carburador obstruido.
Con el rabillo del ojo observaba a Bertha. Ella contestó.
—¿Eso cree? Es posible. ¿Podrá «desobstruirlo»?
El no contestó directamente.
—¿Quiere sentarse en el sitio del conductor?
Ella obedeció. Con el capó levantado. Langelot no corría ningún riesgo. Se inclinó rápidamente, cambió las pilas y volvió a poner el emisor en su sitio, diciendo:
—Quite el contacto. Vuelva a darlo. Pise el acelerador…
Dio la vuelta por delante del coche y fue a sentarse al lado de la muchacha. Un vistazo al tablero le informó.
—¿Está segura de tener gasolina?
—Ach —exclamó ella en alemán—. El avisador está en rojo.
—Exacto —dijo Langelot moviendo la cabeza con aire de reproche—. Tiene usted un bonito juguete, señorita, pero no sabe utilizarlo.
Bertha enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Soy una estúpida —dijo—. Tenía tanta prisa que he olvidado la gasolina. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué se hace cuando se queda uno sin gasolina?
—Se espera a que pase un chico previsor, que no se desplace sin llevar un bidón lleno.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿Es usted el muchacho previsor?
—Yo soy.
Fue hasta el «Dos caballos», sacó un bidón de gasolina y vertió la mitad en el depósito del MG.
—Es posible que lleve usted incluso un depósito de emergencia —dijo—, pero no lo sé. No he conducido nunca un «MG».
El motor se puso en marcha después de varios intentos.
—¡Oh, gracias! —gritó la señorita Mann, como si Langelot le hubiera salvado la vida.
Él le dijo, sentencioso:
—Ahora, conduzca usted sin correr mucho hasta la primera estación de servicio y hágase llenar el depósito. ¿Va usted muy lejos?
—Voy… voy a Cannes; no, quiero decir a Niza. Es decir, a Montecarlo.
—¡Vaya! Un poco por cada sitio. Bien, buen viaje, señorita. Tal vez la alcance en la gasolinera: yo también he de abastecerme.
Ella pensó que se trataba de una alusión.
—¡Oh! —dijo, enrojeciendo—, ¿puedo… puedo pagarle lo que le debo?
—Desde luego —contesto Langelot con un tono muy serio.
La muchacha llevó la mano a su bolso.
—No, no así —dijo él—. Sonríame.
De momento, ella no comprendió que ésa era la recompensa que pedía el muchacho; después, adivinando lo que él quería decir, le sonrió ampliamente, con una sonrisa infantil, pero no desprovista de coquetería.
—Gracias —dijo Langelot.
Miró como se alejaba el «MG» zigzagueando un poco, porque la menuda Bertha hacía grandes gestos amistosos sacando el brazo por la ventanilla.
Seguro de que la espía no llegaría muy lejos. Langelot subió de nuevo al «Dos caballos» y circuló hasta el primer desvío, por el que se metió unos metros, haciendo marcha atrás. Luego esperó.
Dos minutos más tarde, un «BMW» grande, de color negro, pasó junto a su capó.