CAPÍTULO VII

—Encuentro que Leblanc se dejó convencer muy fácilmente —observó el capitán Montferrand

—No tanto, mi capitán —contestó Langelot—. Póngase en su lugar. Se trata de un hombrecillo que vegeta penosamente con un salario irrisorio. Hace un año un desconocido fue a verle: «De vez en cuando —le dice—, recibirá como propina una moneda de cinco francos, marcada con una T entre los pies de la sembradora. Dejará aparte la moneda. Poco tiempo después, un visitante le pedirá cambio de un billete de cien francos. Ese visitante no será siempre el mismo hombre, pero llevará una corbata roja y Le Fígaro en el bolsillo derecho de la chaqueta. Le dará usted la moneda marcada. Durante la semana siguiente, recibirá un giro de quinientos francos en su casa». El hombre acepta; después de todo, el arreglo es sencillo y provechoso. En un año, ha recibido, y entregado a su vez, diez monedas. Por lo tanto, ha ganado cinco mil francos: es agradable, pero no es una fortuna. Es suficiente para sentir inquietud; y no es suficiente para calmarla. La sospecha que, de una forma u otra, trabaja para unos bandidos o para espías. La angustia le corroe.

»¿Y qué es lo que pasa ayer? Por la mañana le dan una pieza marcada. Por la tarde, un muchacho, de aire adulto y corbata roja, le pide cambio de cien francos. Maquinalmente, el hombre, que es miope, le da la moneda. Luego, se da cuenta de que en el conjunto falta Le Fígaro. Le entra miedo, trata de recuperar la moneda y no lo consigue. ¿Qué le harán sus jefes? Tiembla sólo de pensarlo.

»Un poco más tarde, un señor joven, más bien grueso, con gafas de montura de oro, una corbata roja y Le Fígaro en el sitio convenido, se presenta y pide cambio. El pobre viejo se ve obligado a darle una moneda corriente, sabiendo que su superchería será descubierta. No se hace ilusiones: sus jefes son capaces de matarle.

»Hoy, me presento yo. Alivio primero: la moneda ha sido recuperada. Desesperación después: no es la verdadera. El pobre viejo pierde la cabeza y mete la mía bajo una guillotina: ¿seré, tal vez, un bribón que trata de hacerle “cantar”? En ese caso, con un poco de suerte, podrá intimidarme y recuperar su tesoro. Cuando le digo quién soy, vacila, pero termina por escoger la vía más fácil y más prudente: confesarlo todo. Y sobre eso…

—Sobre eso —interrumpe Montferrand—, me parece que ha tomado usted iniciativas que sobrepasan un poco las correspondientes a su misión. Si he comprendido bien, ha prometido usted la impunidad a ese mal bicho, si acepta trabajar para nosotros.

Langelot pareció confuso.

—Escuche, mi capitán, no ha causado ningún daño grande, y sería muy cómodo para nosotros tener un «buzón» nuestro en una red enemiga.

Montferrand chupaba su pipa.

—Una red de que no sabemos nada —observó—, excepto que utilizaba como mensajes monedas de cinco francos marcadas con una T… Probablemente, se trata de una historia de drogas o quizá de coches robados, que corresponde a la policía y en la que nos mezclamos sin un motivo serio. No me gusta mucho eso. Langelot. Además, no acabo de ver cómo va a proteger a su viejo contra sus amos, a quienes, de una forma u otra, ha engañado, ya que ha perdido la moneda marcada. Le prevengo que no tengo personal de protección para poner a su disposición.

—No se lo he pedido, mi capitán. Tengo una idea que podrá servirme para substituir el personal.

—¿Quiere marcar con una T una moneda cualquiera, y hacer que Leblanc la entregue a sus jefes cuando vayan a pedirle cuentas?

—Nada de eso, mi capitán. Déjeme hacer. No necesito gran cosa: solamente una tarde libre.

Montferrand, con aire escéptico, concedió la tarde libre a Langelot y éste, después de ver en su reloj que eran las doce menos veinte, salió a paso de carga.

Hacía votos por que el viejo Leblanc no recibiera visitas desagradables antes de que se hubieran tomado todas las medidas necesarias para su protección.