La luz fluorescente lanzaba un reflejo violeta sobre la cuchilla suspendida a dos metros por encima de la nuca de Langelot. El brillante agente del S.N.I.F. no se había encontrado nunca en una situación tan trágica y tan estúpida a la vez.
Después de un rápido pensamiento para los miles de hombres que habían muerto violentamente bajo aquella cuchilla. Langelot decidió mostrarse audaz.
—¡Muy gracioso! —dijo—. Ahora, ¿quiere liberarme, señor Leblanc? Tengo un corazoncito muy sensible y, además, está posición no es muy cómoda.
—«Zabez» mi nombre. Me «vendez» una moneda que no «ez» la buena. Te envía alguien. ¿Quién? Te doy veinte «zegundoz» para decírmelo todo.
—¿No es la moneda buena? —se asombró Langelot.
—No. ¿Lo «zabe» usted?
—¿Cómo lo… «zabe» usted?
—No tiene la marca entre «loz doz piez» de la sembradora. La mía tenía la marca. ¿Qué «haz» hecho de la mía? Habla o «zuelto ezto».
—Vamos, vamos, no se aturda, señor Leblanc. Quizás aún podamos entendernos.
A toda velocidad, Langelot reflexionaba y calculaba sus posibilidades. El anciano que gesticulaba a su lado tenía miedo y, por lo tanto, podía hacer tonterías: sin duda, no tenía ningún interés en dejar caer la cuchilla deliberadamente, pero un gesto de pánico, una simple torpeza, y la pesada hoja que brillaba allá arriba cortaría la rubia cabeza de Langelot.
—Escuche, abuelo, una de dos: o bien me anuncia «se acabó, corto», me deja caer su trastito sobre el cuello, y tiene que hacer desaparecer el cadáver de un oficial francés hecho pedazos —y eso sin hablar de las cuentas que tenga que dar por la historia esa de las monedas—, o bien me dice la verdad y tratamos de arreglar las cosas por las buenas. Yo estaré mejor dispuesto, cuanto antes me libere usted.
Aquella seguridad, aquella ironía, impresionaron visiblemente a Leblanc.
—¿Quién «ez» usted? —preguntó.
—Saque el billetero de mi bolsillo izquierdo, ábralo y lea el carnet que encontrará en él —contestó Langelot, jugándoselo el todo por el todo.
El carnet plastificado que Leblanc escudriñó con sus ojos de miope indicaba el grado y la calidad del subteniente Langelot, miembro del Servicio Nacional de Información Funcional, y recomendaba a todos los funcionarios franceses —civiles y militares— que facilitaran la ejecución de las misiones encomendadas al interesado.
—¿Qué, abuelo, está convencido?
El viejo guía vacilaba aún. Por fin, se resignó.
—«Eztá» bien —dijo—. Tanto de una forma como de otra, «eztoy» perdido. Valen «maz los trabajoz forzadoz» que la muerte. Voy a «decírzelo» todo, mi teniente.
—Entonces, empiece por dejarme levantar. Me preocupa mi comodidad.
A su pesar, Leblanc soltó a su prisionero, levantando la parte móvil de la luneta. Langelot se puso en pie, sacudiéndose las rodillas.
—De todas formas, señor Leblanc, debería barrer de vez en cuando. Interiormente, se decía:
«Para ser una misión tranquila, como creíamos, empieza bien…».
El sudor perlaba su frente. Pero no quiso enjugarlo.