Una expresión muy fácil de reconocer pasó por las facciones del viejo: la expresión del miedo. Su mano se agitó con un temblor incontenible.
»Un punto para Legoff —pensó Langelot.
Y prosiguió.
—Quizás no se fijó en mi, pero yo estaba aquí ayer. Y presencié su discusión con aquel chico. Le alcancé después que hubo salido de aquí Tengo su moneda en el bolsillo. ¿La quiere?
El temblor se acentuó, pero los descoloridos ojos del guía Langelot creyó leer un intenso alivio.
—¿«Ez» verdad? ¿Tiene «uzted» la moneda? —preguntó Leblanc.
Langelot era un excelente muchacho. Al ver las contradictorias emociones del hombrecillo, sentía deseos de devolverle la moneda, darle una palmada de ánimo en el hombro y marcharse a su casa. Pero tenía que cumplir su misión.
—¿Le interesan mucho esos cinco francos? ¿Cuánto me daría por ellos?
Leblanc bajó sus párpados y vaciló. Poco a poco fue recuperando su sangre fría. Su mirada se hizo astuta.
—Venga por aquí —dijo—. «Vamoz» a hablar.
Después de pasar por la caja para decirle a la taquillera que debía ausentarse un momento, el guía se dirigió hacia una de las puertas prohibidas, la abrió con una gran llave y precedió a Langelot por un estrecho corredor que terminaba en una escalera de caracol.
La escalera se hundía en las entrañas de la Conciergerie.
—¡Qué suerte! —pensó Langelot—. Ya estoy en la zona prohibida.
Si esperaba ir a parar a algún húmedo calabozo situado bajo el Sena, quedó decepcionado. La escalera conducía a una gran bodega con suelo de cemento que servía de almacén de los objetos no expuestos en el museo. En un rincón se amontonaban toneladas de cadenas; en otro, quintales de cerraduras oxidadas. Centenares de grabados con sus marcos dorados, haces de picas, manojos de alabardas, cajas de pistolas, brazadas de mosquetes, pilas de registros, montones de vasitos de metal, y de gorros colorados muy deslucidos colgados de las paredes. En medio de la bodega, se alzaban dos altos artefactos de madera, con una gran hoja de corte oblicuo en su parte superior: Langelot reconoció en ellos dos guillotinas. Todo el conjunto recibía una brillante iluminación de unos tubos fluorescentes.
—Aquí «eztaremos tranquiloz» para hablar —dijo Leblanc. dirigiendo a Langelot una mirada inquieta—. «Ze» lo explicaré todo: tengo un nieto que es un «numizmático» y yo «zoy» hepático.
—¡Qué coincidencia!
—No, no: me explico mal. Quería la moneda porque él «ez numizmático» y me enfadé porque «zoy» hepático.
—¡Ah! Muy bien. Repito: ¿cuánto me da usted?
Vendedor y comprador se observaron atentamente. Si el guía ofrecía un precio demasiado alto, la historia del nieto resultaría aún más inverosímil. Si Langelot pedía demasiado dinero, revelaría sus sospechas.
—Como «laz monedaz» de «eze» año «zon» muy «raraz», le ofrezco veinte «francoz» —dijo, por fin, el guía.
—¡Está de broma! Quiero cincuenta.
—Treinta. Ni uno más.
—Cuarenta.
—Vaya por cuarenta.
Langelot sacó la moneda de su bolsillo y se la entregó al guía. La experiencia no resultaba probatoria.
—Los coleccionistas son todos unos locos, ya se sabe.
Leblanc cogió la moneda y le dio vueltas y vueltas, acercándola a sus ojos de miope. Un nuevo temblor le sacudió. Apartó la mirada para que Langelot no pudiera ver su expresión. Sin decir palabra, hundió una mano en las profundidades de su chaqueta, sacó un viejo billetero desgastado, cogió cuatro billetes de diez francos y se los dio a Langelot, quien se prometió devolvérselos si el anciano resultaba inocente.
—Puede aprovechar «uzted» la «ocazión» para ver lo que no ve nadie —dijo Leblanc con voz insegura—. Los «azientos» para «laz matanzaz» de «zeptiembre»…
A pesar suyo las guillotinas atraían la mirada de Langelot
—¿Son auténticas?
—¡«Dezde» luego! «Ezta ze» alzaba en la plaza de Gréve, cerca del Ayuntamiento. ¿Quiere ver cómo funcionaba?
El anciano se quitó la gorra, se agachó cerca de uno de los artefactos, tendió los brazos en cruz y puso el cuello en el hueco semicircular dispuesto al efecto.
—«Dezpuez» —explicó—, «ze» bajaba la parte superior de la lunera, para que la cabeza quedara bien «zujeta» en «zu zitio. Ze» lo voy a «enzeñar. Póngaze:» ahí.
Langelot vaciló un instante. Luego, el temor al ridículo fue superior al que le inspiraba la guillotina. Se arrodilló y él mismo colocó el cuello en el lugar en que estaba el del guía un momento antes. La madera del soporte estaba cubierta de oscuras manchas rojizas: de sangre, probablemente.
Leblanc se había puesto en pie. Con un movimiento seco, bajó una gran pieza de madera, vaciada por el centro, de manera que el cuello de Langelot quedó aprisionado en un círculo constituido por dos huecos en forma de semicírculo: el del soporte y el de la pieza móvil, que se correspondían exactamente.
—Ya ve —dijo el guía con voz profesional— que «laz partez» fija y móvil «zon doblez, laz doz». Por la rendija central «ze dezplaza» la cuchilla que «eztá zujeta» a «ezta» cuerda. Me «baztaria» con maniobrar «ezte dizpozitivo» para que, movido por la fuerza de su «pezo», la cuchilla bajara y le cortara la cabeza, como «zu» nombre indica.
Langelot, con los brazos en cruz y la cabeza inmovilizada, a merced de una vieja cuerda que podía romperse de un momento a otro, se trataba interiormente de imbécil.
De pronto, Leblanc se inclinó, apoyó sus manos en las rodillas y acercó su rostro al de Langelot. En los ojos incoloros del viejo, el joven agente secreto leyó miedo y desesperación.
—Ahora habla, chico, «ez» por tu bien —silbó el guía—. ¿Quién te ha enviado?