Las seis de la mañana.
Llovía. Un muchacho de dieciocho años, de talla media, facciones juveniles pero duras, y la frente partida por un mechón de cabello rubio, bajaba por el Quai de l’Horloge. Llevaba un impermeable de color indeterminado, abierto sobre un «chandal» verde de cuello arrollado y un pantalón gris.
Se detuvo y alzó la cabeza, ante la entrada de la Conciergerie. Hacía años que Langelot no visitaba aquel museo.
Turistas, algunas personas de edad procedentes de provincias, y dos o tres estudiantes pasaban bajo el arco de entrada. Langelot les siguió, atravesó un siniestro patio, con las ventanas protegidas por gruesos barrotes de hierro, bajó unos escalones y entró en una vasta sala en la que reinaba la penumbra. A la izquierda vendían las entradas, postales y libros. A la derecha, unas barreras de madera delimitaban la zona de la que no podían salir los visitantes. Los pasos de Langelot resonaban sordamente en la sala. Fue a comprar una entrada, y la taquillera le dijo:
—Espere al guía.
—¿Cuántos guías hay, señora?
El rostro de Langelot era abierto, simpático; a todo el mundo le gustaba charlar con él.
—Hay dos —respondió la vendedora, de cabello blanco—. Van acompañando un grupo de visitantes cada uno por turno. No tendrá que esperar mucho.
—Me han hablado de un guía que cuenta siempre cosas interesantes. Cómo envenenó Charlotte Corday a Ravaillac y todo eso. Es bajito y tiene acento auvernés.
La señora sonrió a su pesar.
—Debe de tratarse de Leblanc. No es auvernés; es que le faltan dientes y cecea al hablar.
—¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí?
—¡Oh. sí! Hará sus buenos veinte años.
Langelot dio las gracias y fue a sentarse en un banco de madera.
Se abrió una puertecilla. Un personaje alto, con gorra, salió por ella. Tenía el aire enérgico de un suboficial de caballería, retirado.
—¡Vamos, señores y señoras! —gritó en tono jovial—. ¡En marcha hacia la guillotina!
Sus agudos ojos descubrieron a Langelot por encima de las cabezas de los visitantes que se agrupaban alrededor de él.
—Y a usted joven, ¿no le interesa la visita?
—Gracias —contestó Langelot—. Estoy esperando a alguien.
La sala se vació y luego fue llenándose de nuevo. Mirando las puertecillas con el letrero: «Prohibida la entrada», Langelot lamentó no poder visitar todo el inmenso y lúgubre palacio, donde se había desarrollado una buena parte de la historia de Francia.
—Estoy seguro de que no se enseñan al público los lugares más interesantes —se dijo.
La puerta de salida se abrió de nuevo. Esta vez salió por ella un hombre rollizo. Se quitó la gorra y extendió la mano. Un grupo de visitantes salió y desfiló ante él. Algunos le dejaban una propina en la mano; otros pasaban mirando al techo con aire inspirado.
Langelot se puso en pie perezosamente y se unió al nuevo grupo de turistas que iba a conducir Leblanc.
—Vamos, «zeñorez» y «zeñoraz», «apriza, apriza».
Leblanc representaba unos sesenta años. Escasos cabellos grises escapaban bajo su gorra. Bajito y más bien grueso, no parecía tener muy buena salud: su tez tenía un tono amarillento y sus ojos eran huidizos.
Langelot tendió su entrada.
«Michel Montferrand ha asegurado a su padre que Legoff no tiene nada de mitómano —pensaba—, y que debemos tomar su historia por oro de ley. Y, sin embargo, el pobre Leblanc no tiene aspecto de ser James Bond».
La visita empezó por una sala gigantesca, de estilo gótico, cuyo techo estaba sostenido por gruesos pilares.
—Aquí se reunían los hombres de armas del rey de Francia —peroraba Leblanc—. El «zuelo», que ahora «ezta embaldozado, ze» hallaba recubierto de paja…
Boquiabiertos, los visitantes se apretaban en torno al guía, como buenos alumnos. Otros se dispersaban entre las columnas. Langelot, con su aire más ingenuo, escuchaba atentamente las explicaciones que el viejo proporcionaba con una voz inexpresiva, batiendo frecuentemente los párpados y lanzando gotitas de saliva en todas direcciones, al hablar.
—… «loz doz personajez máz importantez» de aquella época «ze» llamaban el conde de los «eztablos», que «ze» ocupaba de «loz eztablos», y el conde de «loz cirioz», que «ze» ocupaba de «loz cirioz como» «zu» nombre indica. De ahí, las palabras condestables y «conzerje.»[2].
Aquí hizo una breve pausa Se oyeron algunas risas. Una señora gritó:
—¡Qué interesante!
—Ahora —dijo Leblanc—, vamos a «vizitar laz cocinaz».
La cocina, grande como una catedral —o casi como una catedral—, no dejó de producir el acostumbrado efecto en las amas de casa.
—¡Fíjate, Josefina, si tuvieras esto en lugar de tu cocinita!
Unas chimeneas, en las que se hubiera podido asar un buey entero, ocupaban las cuatro esquinas de la impresionante cocina. Una escalera de caracol llevaba al piso superior.
—Perdón, señor ¿adonde conduce esta escalera? —preguntó cortesmente.
—«Ezta ezcalera» lleva arriba —contesto gravemente el guía— y, como pueden ver, «eztá» prohibido «zubir». Ahora, «zeñorez» y «zeñoraz, vamoz» a «dirigirnoz» a «la zalaz máz ricaz» en «recuerdoz» de la Revolución «franceza».
Un agradable escalofrío recorrió la columna vertebral de algunos visitantes. No resulta difícil, en aquellas habitaciones oscuras, de gruesas paredes, rotas apenas por algunas troneras enrejadas, imaginar los días más sombríos del Terror.
En lugar del inofensivo Leblanc rodeado de sus ovejas, el propio Langelot veía pasar los sans-culotte, con sus gorros frigios, armados con picas, escoltando al sanguinario Fouquier-Tinville en persona. No había nada de extraño en que a un muchacho amante de la historia, como el joven Legoff, le gustara visitar un Museo de la Conciergerie, donde cada piedra, cada cerradura, cada barrote, habla del pasado.
—Aquí «eztaban loz prizioneroz» que podían pagar «zu penzion», a «quienez ze» llamaba «piztoleroz», porque pagaban en «monedaz llamadaz piztolaz»…
»Aquí “ze” preparaban a “loz condenadoz” a muerte. “Lez” cortaban el cabello y el cuello de la “camiza”, para que no se “interpuziera” nada en el camino de la cuchilla…
—«Ezto ze» llama el patio de «laz mujerez». Estaba «rezervado» a «laz mujerez», como «zu» nombre indica. En «ezta» fuente venían a lavar «zu» ropa. Aquí «eztá» la campana que anunciaba la salida de cada cargamento de «condenadoz»…
—¡Ah, qué época! —exclamó un anciano sentimental—. Esa gente eran bárbaros. Desde luego, hemos progresado.
Langelot sonrió interiormente. Su profesión consistía en luchar contra personas tan crueles como los revolucionarios y, con frecuencia, más poderosos y mejor organizados. Consideraba el progreso como una oportunidad perpetuamente ofrecida a la humanidad, no como una realidad adquirida. Pero permaneció silencioso. La primera regla de conducta de los agentes secretos es la de saber callar, en todo momento y en todas las circunstancias.
Al salir del patio de las mujeres, Leblanc condujo de nuevo a su gente al interior de la prisión.
—Sobre «uztedez», «zeñorez» y «zeñoraz, ezta ezpecie» de balcón conducía a la celda donde «eztaba» encerrado el gran poeta «francez». André Chénier…
»Y finalmente “hemoz” llegado al calabozo de la reina Maria-Antonieta. Aquí “eztá” la ventanilla por la que “doz guardianez” la vigilaban día y noche…
»Ahora, “eztán uztedez” en la capilla donde fueron “azezinadoz loz zuizos” que habían permanecido “fielez” al rey. En “laz paredez”, pueden “uztedez” ver toda “claze” de “recuerdoz” de la Revolución.
Cadenas, candados y rejas y cuchillos de guillotina colgaban de las paredes. El anciano señor sentimental pasó repetidas veces el pulgar por una cuchilla y quiso saber si, verdaderamente, había servido para cortar cabezas.
Después de estas emociones fuertes, emprendieron el camino hacia la salida. Langelot miraba disimuladamente todos los pasos prohibidos, lamentando no poder dejarse encerrar en la Conciergerie como había hecho en una ocasión en la Torre de Londres[3].
Se encontraron, no sin cierto alivio, en la primera sala, que parecía siniestra a la entrada y casi alegre a la salida.
—Y ahora, «zeñorez» y «zeñoraz», la «vizita» ha terminado.
El guía se situó a un lado, se quitó la gorra y tendió la mano.
Langelot fue el último en salir. En lugar de dejar una propina en la mano tendida, la estrechó.
—Señor Leblanc —dijo—, ¿puedo decirle dos palabras?