El señor T es gordo. ¿Qué digo gordo? Es enorme. Unos mofletes grasientos enmarcan su rostro y tiemblan como masas de gelatina. Sus labios aplastados, incoloros, están eternamente húmedos, y aún le gusta humedecérselos más con la lengua, gruesa como una morcilla. Sus ojos glaucos parecen ostras; su ancha barbilla una popa de barco.
El señor T no tiene cuello. La cabeza le reposa directamente sobre los hombros caídos; los brazos son como jamones; el vientre —que se ha comido el pecho—, es una montaña de grasa. Las piernas… el señor T no tiene piernas: es un lisiado.
El señor T está sentado, en un asiento fabricado a su medida, en una estrecha sala de paredes cubiertas de contadores, cuadrantes, cámaras, micrófonos y aparatos diversos. Todos los mandos estaban al alcance de sus manos los cuales manejaba con gran soltura.
En una pantalla de televisión colocada ante el señor T, aparece el rostro de un hombre rubio, rollizo, con unas gafas de montura de oro.
—Gerhard Smeit, a sus órdenes —dice el hombre rubio.
Entonces una vocecita, una voz aflautada, escapa del tonel humano.
—Aquí, T. Déme cuenta de la ejecución del plan Mann.
Smeit traga saliva con dificultad.
—El buzón no ha funcionado, señor T.
—¿Cómo? —pía el hombre lisiado—. ¿No ha funcionado?
—Quizá la misión no ha sido ejecutada. Pero yo me inclinaría más bien a creer…
—Yo no le pido que crea ni que se incline a nada, sino que actúe. Conoce usted la importancia de los circuitos Mann: ¡los necesito! Gerhard Smeit, es usted un imbécil.
—Sí, señor T.
—Por el momento es usted un imbécil vivo; pero me basta con levantar el dedo meñique para que se convierta en un imbécil muerto —pía el señor T, levantando un meñique que parece pesar sus buenos cien gramos.
—Sí, señor T. ¿Puedo recordarle, señor T, que yo era contrario a la utilización de ese viejo chalado como buzón?
El lisiado se moja abundantemente los labios con una lengua que uno no puede menos que preguntarse si viene de Franckfurt o de Estrasburgo. Un brillo de malvada inteligencia pasa por el fondo de sus ojos.
—Si se utilizan los mejores agentes para convertirlos en buzones, ¿quién queda para echar las cartas en los buzones? —pía—. Está bien, no replique. Le doy tiempo hasta mañana a la misma hora, para que arregle el asunto. Si el hombre me ha traicionado, liquídele, y ordene el repliegue inmediato. De lo contrario, acelere el movimiento. Quiero los circuitos Mann, ¿está claro? Y no tengo intención de pagarle para que esté mano sobre mano.
El señor T corta la comunicación con un índice salchichón que oprime un interruptor.
Ante su emisora, Gerhard Smeit se enjuga el sudor que le resbala por la frente.