CAPÍTULO II

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, la moneda de cinco francos formaba un circulo plateado sobre la carpeta de color verde oscuro que cubría el escritorio del capitán Montferrand, en su despacho del S.N.I.F. (Servicio Nacional de Información Funcional).

—¿Qué piensa usted de esto? —preguntó el capitán, empezando a llenar su pipa.

Langelot cogió la moneda y la examinó cuidadosamente.

—«Libertad, igualdad, fraternidad. 5 francos, 1963» —leyó en la primera cara—. Además, hay un amasijo de ramitas: recuerda un anuncio de «Nestlé». Por el otro lado, veo «República francesa» y la sembradora dando un paso de danza sobre el sol naciente. En el canto de la moneda, otra vez «Libertad, igualdad, fraternidad». Esa gente se repite.

Dejó otra vez la moneda sobre el escritorio.

—Supongo —dijo— que la hipótesis de la moneda falsa está excluida. Por una parte, nadie se entretendría en fabricar monedas de cinco francos; resultaría demasiado caro para el beneficio que pudiera reportar. Por otra parte, aunque esta moneda fuera falsa, no se ve qué razón podría tener el guía para interesarse tanto por ella. Al contrario, hubiera debido estar contento de desembarazarse de ella.

—Bien razonado, Langelot —dijo el capitán, encendiendo su pipa.

—En la escuela del S.N.I.F. —continuó el joven agente secreto—, nos han enseñado que existen unas cajitas en forma de moneda, que sirven para el transporte de mensajes. El gran espía soviético Rudolf Abel actuaba así a menudo, si no me equivoco. ¿Quizás esta moneda es una caja así?

—Eso es también lo que yo pensé al oír la historia de Michel, y por eso envié a buscarla.

—¿Y entonces?

—Los de laboratorio han sido concluyentes: «una pieza auténtica, maciza, normal», ésa ha sido su respuesta.

—Siendo así, la actitud del guía es inexplicable.

—Precisamente.

—¿Y se me ha encargado que le encuentre una explicación al asunto?

Los dos oficiales se miraron a los ojos. El capitán Montferrand era uno de los jefes del servicio secreto más moderno de Francia; el subteniente Langelot, de dieciocho años, era uno de los colaboradores más dotados que tenía a sus órdenes. Habían aprendido a conocerse: además del aprecio profesional que sentían el uno por el otro, les unía también un sincero afecto. Se sonrieron.

—Quizás me equivoque al conceder importancia a un incidente mínimo —dijo Montferrand—. Pero como resulta que, precisamente ahora, usted no tiene nada que hacer… Esperemos que, por una vez, tenga un tranquilo pasatiempo.

Y lanzó una nube de humo blanco.