El tiempo transcurría, volvemos a decir simplemente. Todos los planetas estaban civilizados. Todos los mundos contenían una cantidad suficiente de personas, pero una cantidad que, aunque apelotonada, no necesitaba el grito ni el atropello. Los individuos eran, por voluntad propia, individuos. Era el período de plata de una era de esplendor y estrellas brillantes. Pronto quedarían solas las estrellas.
Nunca te percataste del comienzo de aquella racha de sucesos que te condujeron a Yinnisfar y a un mundo de sombras.
Nunca supiste el nombre del Gritador. Para ti fue sólo un hombre que gritó y murió cuando ibas a darle alcance, pero antes que eso el Gritador era dueño de una larga y mediocre historia. Su radio de acción estaba muy alejado de lo que la mayoría de los hombres consideraban la civilización, más allá del borde de la galaxia; de modo que, en sus frecuentes viajes de un planeta a otro, raramente veía las estrellas a los costados de su cabina. Allí estarían, toda una galaxia llena de ellas a un lado, reluciendo brillantes y elevadas, mientras que al otro… un precipicio de vacío que se prolongaba hasta la eternidad, con los distantes universos aislados sirviendo sólo para acentuar los abismos.
Por lo general, el Gritador mantenía la vista fija en las estrellas.
Aunque no en este viaje. El Gritador negociaba vendiendo bobinas. Su pequeña nave estaba llena de estantes y más estantes cargados de microbobinas. Las tenía de todas clases: nuevas y de anticuario; filosóficas, sociológicas, matemáticas; si pasabas por entre ellas sistemáticamente, casi podías aprehender la envejecida historia de la galaxia. Sin embargo, el mejor dinero no lo obtenía el Gritador con aquellas bobinas ilustrativas; le servían para pagarse el combustible, pero no los tragos. Las bobinas con las cuales servía propósitos más lucrativos estaban relacionadas con algo más viejo que la historia y con cifras más ineluctables que las pertenecientes al vocabulario matemático; su materia era el Deseo. Unas bobinas pornográficas que describían los ardides de la lujuria formaban el fondo negociable del Gritador; y como que aquellos artículos eran ilegales, el Gritador temía siempre a los oficiales de aduanas de cien mundos.
Ahora se sentía feliz. Acababa de eludir la vigilancia de la autoridad moral y había vendido casi la mitad de sus existencias en sus mismas narices. Bien provisto de bebida, se dirigía a nuevas zonas de comercio.
El hecho de beber en demasía para celebrarlo iba a influir en su vida entera. Una botella vacía de merrit rodó junto a sus pies. Hacía calor en la pequeña cabina de su nave y se quedó dormido sobre los mandos. Uno o dos pequeños interruptores fueron presionados por su dormida cabeza…
El Gritador despertó atontado. Sintió que algo iba mal y su cabeza se aclaró al instante nada más echar una ojeada al panorama que se abría ante él. No había a la vista ningún amontonamiento de estrellas conocidas. Gimió de consternación. Con rapidez, conectó el visor trasero: allí estaba la galaxia como una lluvia de lágrimas brillantes suspendida muy a lo lejos. Blasfemando, comprobó el combustible. Poco había, pero era suficiente para regresar. El combustible era más generoso, sin embargo, que el aire. En la precipitación de la partida no habían sido repuestos los tanques de oxígeno. Con lo que le quedaba no llegaría jamás a la galaxia.
Con una grieta abierta en su estómago, el Gritador se volvió a las portillas delanteras para examinar un objeto que había ignorado hasta entonces. Aparte de los distantes fantasmas de otras galaxias, era el único objeto que revelaba la inane ubicuidad del vacío: su forma era redonda. Lo comprobó con sus instrumentos. Sin duda alguna, era un sol en miniatura.
Aquello desconcertó al Gritador. Sus conocimientos astronómicos no eran muy grandes, pero sabía que, según las leyes, nada había entre las galaxias; que un largo túnel de noche cerrada se extendía de galaxia a galaxia con tanta precisión como que lo vivo estaba abismalmente separado de lo muerto. Tan sólo podía conjeturar que el sol que tenía ante sí era una trampa estelar; cosas así eran conocidas, pero, claro, permanecían en el interior de la gigante lente de la galaxia materna, en conformidad con su empuje gravitacional. El Gritador dejó el problema sin resolver. Todo lo que le importaba era saber si el sol, cualquiera que fuese su origen, tenía uno o más planetas con oxígeno.
Rogó por que así fuera mientras ponía en marcha sus instrumentos.
Era así. El sol era diminuto y blanco con un planeta casi tan grande como él. Una rápida sonda estratosférica que el Gritador lanzó al exterior con órbita amplia le manifestó un equilibrio nitrógeno-oxígeno respirable. Bendiciendo su suerte, el vendedor de bobinas puso rumbo al planeta y aterrizó. Un valle, flanqueado por colinas y bosques se alzaba a su alrededor.
Salió de la cámara de aire en buenas condiciones, dejando en funcionamiento los sistemas de compresión y análisis; de aquel modo llenaría los tanques de oxígeno en media hora.
Afuera hacía calor. El Gritador sintió una inmediata sensación de novedad. Todo parecía fresco, puro. Los ojos le dolían ante tanta vividez. Por el momento no había señales de vida animal. Los árboles eran de especies que no alcanzó a reconocer, aunque, para él, dos árboles distintos se diferenciaban menos que dos botellas de morapio a granel. El silencio azotaba su cabeza hasta que acabó por sentir vértigo.
A unas cuantas yardas se abrían las riberas de un lago. Echó a andar hacia ellas, consciente al mismo tiempo de una vaga dificultad en su respiración. Con esfuerzo premeditado, aspiró más lentamente, pensando que tal vez el aire fuera demasiado rico para él.
A cierta distancia algo emergió a la superficie del lago. Le pareció la cabeza de un hombre, pero no podía jurarlo; una niebla que se extendía sobre las aguas, como si éstas estuvieran hirviendo, oscurecía los detalles. Que un hombre estuviera allí nadando parecía improbable.
El dolor en sus pulmones se volvió más definido. También se daba cuenta de cierta picazón que se extendía por sus miembros, casi como si el aire fuera demasiado áspero. A sus ojos todos los objetos iban adquiriendo un aura espectral. Por sus instrumentos estaba seguro de que todo iba bien; pero, repentinamente, la seguridad fue nada: sentía dolor por todas partes.
Presa del pánico, se volvió para regresar a su nave. Tosió y cayó, y el aturdimiento se apoderó de él. Entonces vio que lo que había en el lago era ciertamente un hombre. Gritó pidiendo ayuda tan sólo una vez.
Lo miraste de lejos y comenzaste a nadar en seguida en su dirección.
Pero el Gritador estaba muriéndose. Con su grito, la sangre le llenó la garganta y resbaló hasta una de sus manos. Se zarandeó, intentando levantarse. Desnudo, saliste del lago y caminaste hacia él. Te vio tras volver la cabeza con cansancio y agitó un brazo señalando la nave que imaginaba su salvación. Cuando llegaste junto a él, murió.
Durante un rato permaneciste arrodillado a su lado, reflexionando. Luego te apartaste y contemplaste la nave espacial por vez primera. Fuiste hacia ella con los ojos ahítos de interrogantes.
El sol salió y se puso veinticinco veces antes de que alcanzaras el dominio de todo lo que contenía la nave del Gritador. Tocaste todos los objetos con esmero, casi con reverencia. Aquellas microbobinas significaron poco para ti al principio; pero, si individualmente descendían de cualquier sentido, juntas fueron como las piezas de un rompecabezas que se completa con todas sus partes y proporciona una imagen total. El proyector del Gritador quedó casi destrozado cuando acabaste. Luego investigaste la nave, sorbiendo su sentido como hombre sediento. Saboreaste el agua de fuego del Gritador. Leíste su diario de vuelo. Probaste sus ropas. Te contemplaste en su espejo.
Tus pensamientos debieron cambiar de forma extraña en aquellos veinticinco días, como compuertas de presa, en tanto devenías tú mismo.
Todo cuanto aprendiste era ya conocimiento fabricado; la forma en que juntaste los pedazos fue pura suerte, pero, pese a todo, era conocimiento sustentado ya por muchos hombres; resultados de investigaciones y experiencias. Sólo más adelante, cuando acabaste por asimilar aquel conocimiento, harías una deducción por tus propios medios. La deducción, que abarcaba todas las miríadas de vidas de la galaxia, fue tan sobrecogedora, tan atemorizante, que intentaste evadirla.
No pudiste; era inevitable. Un hecho positivo era la muerte del Gritador; sabías por qué había muerto. Así, tuviste que actuar obedeciendo tu imperativo moral primario.
Durante un rato estuviste mirando tu mundo brillante. Regresarías a él cuando hubiera finalizado tu misión. Subiste a la nave del Gritador, transmitiste un rumbo al ordenador y te dirigiste hacia la galaxia.
Llegaste desarmado a la ciudad en guerra. Tu nave quedó abandonada en una colina a algunas millas de distancia. Caminaste, como si te hubieran rodeado las proporciones de un sueño, transportando sus propios enseres y pidiendo ver al jefe del ejército rebelde. Aparecieron innumerables dificultades en tu camino, pero al cabo llegaste frente a él porque nada pudo prohibírtelo.
El jefe rebelde era un hombre duro y tuerto de un ojo, y estaba ocupado cuando entraste. Te miró con profunda desconfianza con aquel ojo único; los guardias que estaban tras él aprestaron sus fusores.
—Le concederé tres minutos —dijo el Tuerto.
—No quiero su tiempo —dijiste con desenvoltura—, ya dispongo del mío plenamente. Tengo también un plan que es mucho mejor que cualquiera suyo. ¿Le gustaría que le enseñara cómo subyugar la Región de Yinnisfar?
Entonces, el Tuerto volvió a mirarte. Vio —¿cómo decirlo?— que no eras como los otros hombres, que tenías más lucidez que ellos. Pero la Región de Yinnisfar estaba a muchos años luz de distancia, en el mismo corazón de la galaxia; durante más de veinte millones de años su reino había permanecido indisputado, entre más de veinte millones de planetas.
—¡Está usted loco! —dijo el Tuerto—. ¡Largo de aquí! Nuestro objetivo es conquistar esta ciudad, no una galaxia.
Permaneciste inmóvil. ¿Por qué no actuaron pues los guardias? ¿Por qué el Tuerto no disparó contra ti antes de que te pusieras a hablar?
—La guerra civil que aquí se lleva a cabo es infructuosa —dijiste—. ¿Para qué estáis luchando? Para obtener una Ciudad. ¡La calle de al lado! ¡Un caballo de fuerza! Ése es botín propio de hienas. ¡Os ofrezco la riqueza de Yinnisfar y maulláis que queréis la entrada de la ciudad!
El Tuerto se puso de pie y dejó ver su dentadura. El abundante vello de su cuello afloró como manojo de púas. Sus correosas mejillas se volvieron malva. Alzó el fusor y apuntó a tu cara. No hiciste nada; nada necesitabas hacer. Confundido, el Tuerto volvió a sentarse. Jamás se había encontrado antes con tan imperturbable indiferencia y estaba impresionado.
—Owlenj es sólo un pobre planeta con opresión por todas partes —murmuró—. Pero es mi mundo y tengo que luchar por él y por la gente que lo habita para proteger sus derechos y libertades. Admito que un hombre con mi habilidad táctica merece mejores cometidos; posiblemente cuando hayamos sometido a la ciudad…
Puesto que el tiempo estaba contigo, mostraste paciencia. Puesto que disponías de paciencia, escuchaste al Tuerto. Su charla fue grandiosa e insignificante; habló ampliamente del triunfo de los derechos humanos y escasamente del poco entrenamiento de los soldados. Quería el Paraíso en la tierra, pero apenas tenía un pelotón a su mando.
Era un hombre al que sus camaradas respetaban o al menos temían. Sin embargo, sus principios habían pasado de moda hacía un millón de milenios atrás, antes de que comenzaran los viajes espaciales. Habían sido resucitados y puestos en uso una y otra vez por incontables generales insignificantes: la necesidad de la fuerza, la abolición de la injusticia, la fe en la victoria del derecho. Lo escuchaste con piedad fría, sabedor de que las complicaciones majestuosas y viejas como el sol de la Guerra de Auto-Perpetuación había convertido en nimiedad el puñado de reyertas que sacudía Owlenj.
Cuando dejó de declamar, explicaste al Tuerto tu plan para la conquista de Yinnisfar. Le dijiste que viviendo en Owlenj, al extremo de la galaxia, podía no saber nada de la riqueza contenida en aquellos mundos centrales; que todas las fábulas infantiles de Owlenj no eran sido bagatelas comparadas con la riqueza del Suzeraino de Yinnisfar; que todo hombre tenía allí su destino y su felicidad preservados impunemente; que los frutos caldeados por los soles del centro galáctico contenían tanto jugo como cincuenta miserables mangos de Owlenj.
—Bien, pero siempre estaremos desamparados fuera de aquí —gruñó el Tuerto—. ¿Qué se puede hacer desde aquí contra el poder de la Región?
Le dijiste, imperturbablemente, que había un aspecto en el cual Yinnisfar era inferior; no podía, con todos sus sistemas, hacer frente a un general que ostentara la sagacidad y valentía de que el Tuerto daba pruebas; sus habitantes habían perdido la arrogancia viril y se habían convertido en meros engendradores de sueños.
—Eso es cierto —admitió el Tuerto con resistencia—, aunque nunca me he preocupado de decirlo en voz alta. ¡Son decadentes!
—¡Decadencia! ¡Ésa es la palabra! —exclamaste—. Son decadentes hasta haber sobrepasado la fe. Cuelgan como gigantescos melocotones de un árbol, esperando caer y reventar —ilustraste tus palabras con un gesto dramático— contra el hierro de tu ataque.
—¿De veras lo crees así?
—¡Sé que es así! Escucha. ¿Cuánto hace que dura la paz en toda la galaxia… salvando la pequeña diferencia de opinión de aquí? Millones de años, ¿no es eso? ¿No está todo tan pacífico que hasta podría oírse un clavo rodar por las avenidas espaciales? ¿Tan pacífico que hasta el comercio interestelar ha decaído hasta convertirse en nada? Te lo digo, amigo mío, las naciones poderosas de las estrellas empiezan a cabecear de sueño. Sus guerreros, sus técnicos, permanecen oxidados desde hace generaciones. Su ciencia se enmohece bajo una pátina de complacencia.
De nuevo hiciste levantar al Tuerto. Pero esta vez lo tenías en el puño, el primero de tu lista de conquistas.
—¡Por Thraldemener, es como tú dices! —exclamó—. ¡No sabrán cómo pelear! ¡Se han echado a perder! Vamos, no se puede perder tiempo. Mañana mismo comenzaremos la liberación de los pueblos de Yinnisfar, amigo mío. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes la idea?
—¡Aguarda! —dijiste. Tocaste su manga mientras daba la vuelta a su escritorio; sin duda sintió un poco de tu vitalidad en aquel contacto y aguardó obedientemente—. Si Owlenj ha de lanzarse a la conquista, debe estar unida. Tus fuerzas no son suficientes para cotejarse con las de la Región. La guerra civil debe acabar.
Entonces el Tuerto frunció el ceño y puso cara de no entender. La guerra civil era una causa que le tocaba muy hondo; lo que más había deseado en el mundo era reducir aquella ciudad a cenizas. La codicia más grande ganó; no obstante, siguió protestando.
—No puedes parar una guerra civil así como así —dijo—. Hace ya cinco años que comenzó. La causa está muy arraigada en el ánimo popular: mueren en nombre de la libertad y de la justicia.
—No lo dudo —asentiste—. Pero da igual; se puede concertar una tregua con las fuerzas de la injusticia a cambio de poder comer con regularidad y dormir confortablemente.
—Suponiendo que acepten —dijo el Tuerto—, ¿de qué medios nos valdremos para concertar la paz, aparte de aplastar al enemigo por completo?
—Tú y yo iremos a ver al comandante enemigo —dijiste.
Y aunque él protestó y blasfemó, aquello es lo que tú y el Tuerto hicisteis.
Del oculto lugar rebelde salisteis a una nave de una catedral en ruinas de la ciudad. Sorteando los escombros, salisteis por lo que en otro tiempo fue la Puerta Oeste y arribasteis a los improvisados parapetos de plomo y arena que señalaban las posiciones de vanguardia del Tuerto. En aquel lugar, el Tuerto se puso otra vez a discutir; le hiciste callar. Llevasteis un hombre para acompañaros y portar la bandera blanca de la tregua; te colocaste un traje contra la radiación, cosa que el Tuerto ya había hecho, y salisteis a la calle.
En otro tiempo había sido una bella avenida. Los árboles estaban ahora pelados como los huesos y la escarcha de muchos edificios chisporroteaba débilmente como sorbetes húmedos. Diversos robot-tanques yacían entrelazados sobre el pavimento cicatrizado. Nada se movía. Pero, cuando te pusiste en camino hacia el frente suburbano, debiste haberte percatado de los invisibles ojos del enemigo que te observaban tras sus miras graduadas. Debió haber parecido, nuevamente, que caminabas dentro de las grotescas proporciones de un sueño.
Al final de la avenida una voz metálica te dio el alto y te preguntó qué querías. Cuando los ecos se perdieron entre las ruinas, el Tuerto declaró su nombre y pidió ver al general enemigo.
Al cabo de dos minutos, un disco transparente que usaba fuerza radial descendió del cielo. Se abrió una puerta en él y la voz metálica dijo:
—Entrad, por favor.
Penetraste junto con los otros dos y en seguida fuisteis elevados justo a un octavo por encima de las cúspides de los edificios. El disco sobrepasó dos manzanas hacia el norte y descendió de nuevo. La puerta se abrió y salisteis.
Os encontrasteis en el patio de un matadero. No había ya animales, aunque un muro con señales de disparos de fusor manifestaba que el lugar no había perdido sus antiguos destinos.
Dos capitanes fueron a vuestro encuentro con una bandera blanca. Saludaron al Tuerto y os condujeron fuera del patio, descendiendo por una rampa. Os bajaron a una parte del anticuado neumático que corría bajo la ciudad y allí os despojasteis de los trajes contra la radiación. Habían construido un conjunto de nuevos pasillos; fuisteis conducidos por uno de ellos hasta alcanzar una puerta pintada de blanco. Los ceñudos capitanes os indicaron que teníais que entrar.
Entrasteis.
—Bien, traidor, ¿cómo se te ha ocurrido llegar vivo hasta aquí? —preguntó el general enemigo del Tuerto. Su uniforme era elegante aunque roto, y sus ojos lanzaban fuego; se paseaba como los verdaderos soldados se han paseado desde tiempos inmemoriales: como si las vértebras de su espinazo estuvieran soldadas en una pieza. Además, el Soldado tenía un pequeño mostacho que se erizaba en señal de triunfo a la vista de su enemigo.
Olvidando temporalmente todo salvo su viejo feudo, el Tuerto avanzó como si fuera a arrancarle al otro el mostacho.
—Estrechaos las manos, venga —dijiste con impaciencia—. Fijad condiciones inmediatamente. Cuanto más pronto empecemos, mejor.
El Soldado te miró por primera vez; pareció entender al instante que era contigo con quien tenía que negociar y no con el Tuerto. El Soldado era un tío inteligente. Su voz fue fría como el hielo.
—No tengo la menor idea de quién eres tú, compadre —dijo—. Pero si tengo la menor sospecha de impertinencia por tu parte, te acribillaré como a un perro. Con tu amigo, aquí presente, he de ser más cortés: su cabeza está destinada a la puerta de la ciudad. Tú eres de segunda mano.
—Sobre eso ya tengo mi propia opinión —dijiste—. No hemos venido a aguantar amenazas sino a hacerte una proposición. Si estás dispuesto a escuchar, escucha.
En la escala de las emociones hay un estadio más allá de la furia en el que ésta bulle y se desborda y desaparece, y un estadio más allá de la ira en el que ésta se convierte gradualmente en miedo. Así llegó el Soldado a este punto y fue, poco a poco, volviéndose más y más tardo como si hubiera recibido un bofetón. Nada podía decir. Entonces comenzaste a hablar de Yinnisfar y le explicaste la situación tal como habías hecho con el Tuerto.
El Soldado era más duro de pelar que su enemigo; más templado, más seguro de sí. Aunque una sonrisa leve y concupiscente curvaba sus labios mientras le hablabas de la riqueza de la Región, no condescendió. Cuando acabaste, tomó la palabra.
—¿Eres nativo de Owlenj, extraño? —preguntó.
—No —dijiste.
—¿Cuál es tu mundo, extraño?
—Un planeta más allá de la galaxia.
—Nada hay entre las galaxias, sólo la tiniebla como catarata de carbonilla. ¿Cuál es el nombre de ese mundo tuyo, extraño?
—No tiene nombre —dijiste.
El Soldado chascó los dedos irritado.
—Tienes una rara forma de pretender ganar mi confianza, extraño —dijo—. ¿Cómo llaman a tu mundo sus habitantes?
—No hay habitantes —dijiste—. Soy el primero y el único. Y no tiene nombre porque todavía no lo he bautizado.
—Entonces yo te daré un nombre —dijo el Soldado—. Lo bautizo Mentira. ¡Todo mentira! ¡Cada palabra una mentira! ¡Eres un espía de la lejana Yinnisfar, un truhán, un asesino! ¡Guardias! ¡Guardias! ¡Llevaos a este loco al patio y convertidlo en una criba!
Y mientras hablaba, sacó un fusor de su pistolera y lo encaró hacia ti. El Tuerto saltó, golpeó la muñeca del Soldado con el tacón de la bota y lanzó el arma al otro extremo de la habitación.
—¡Escucha, lunático! —ladró al Soldado—. ¿Quieres matar a este hombre que tanto nos ofrece? Supongamos que es un espía de Yinnisfar: ¿acaso no lo convierte eso en el hombre ideal para conducirnos hasta allí? No necesitamos confiar en él. Podemos mantenerlo todo el tiempo bajo vigilancia. Aprovechémonos de que lo tenemos en nuestras manos.
Mientras el Tuerto hablaba, el techo se había elevado tres pies; a través de la abertura que se ampliaba, se lanzaron al interior varios hombres armados que os cogieron a ti y al Tuerto y os colocaron en esquinas distintas. Al instante quedasteis inmovilizados por lazos metálicos.
El Soldado contuvo a sus hombres alzando una mano.
—Hay una pizca de verdad en lo que has dicho —admitió con resistencia—. Guardias, dejadnos. Hablaremos de ese asunto.
Dos horas más tarde, cuando trajeron vino para ti y los comandantes, la discusión había acabado y se estaba elaborando el plan. La cuestión de tu origen había sido dejada aparte por tácito acuerdo; los otros dos habían decidido que, cualquiera fuese tu lugar de procedencia, éste no era la Región de Yinnisfar. Ningún hombre del vasto imperio se había preocupado del límite exterior de la galaxia durante milenios.
—Vine hasta vosotros —les dijiste— porque éste es uno de los pocos planetas cerca de mi mundo en que todavía persiste cierta forma de organización militar.
Ante esto se ablandaron los otros. No advirtieron que los considerabas meramente como remanentes de un credo ya pasado. La única ventaja de una organización militar sobre cualquier otra era, desde tu punto de vista, su habilidad para entrar en acción sin exhibiciones gratuitas.
Dos horas más tarde, cuando uno de los ordenanzas del Soldado entró con comida para ellos, el Soldado estaba lanzando la última de sus numerosas llamadas a las guarniciones de Owlenj.
—¿Cuántas naves interplanetarias quedan disponibles para entrar en servicio en seguida? —preguntó ante el micrófono—. Sí, todas las que haya. Entiendo: quince. ¿Cuántas alcanzan la velocidad de la luz?… Sólo cinco… ¿De qué tipo son esas cinco?
Escribía las respuestas, al tiempo que lo hacía y las leía, para que tú y el Tuerto os enteraseis.
—Un carguero… Un crucero transformado para usos militares… Un transporte… Y dos Invasores. Perfecto. Dame ahora los tonelajes.
Escribió los tonelajes, puso mala cara, asintió, y con voz autoritaria dijo a su invisible comandante:
—Excelente. Por la mañana recibirás instrucciones respecto del combustible y equipaje de esas cinco naves. En cuanto a las otras diez… Pon a trabajar en ellas a tu equipo electrónico. Quiero que alcancen la velocidad de la luz y que puedan bombardear en el vacío; todo ello en cuarenta y ocho horas. ¿Entendido?… Y, por favor, que tus hombres queden acuartelados hasta recibir nuevas órdenes. ¿Entendido esto?… Perfecto. ¿Alguna duda? Lo dejo todo a tu ingenio, Comandante —dijo el Soldado y cortó.
Por primera vez miró al ordenanza que le había traído la comida.
—¿Se ha obedecido el alto al fuego general? —preguntó.
—Totalmente —dijo el ordenanza—. La gente baila en las calles.
—Les daremos algo con lo que bailar muy pronto —dijo el Soldado frotándose las manos. Se volvió al Tuerto que estaba jugando con trozos de papel.
—¿Cuáles son nuestras fuerzas? —preguntó.
—Depende de cuántas adaptaciones a la velocidad de la luz puedan hacerse.
—Contando el total de hombres y materiales, digamos el cincuenta por cien —dijo el Soldado.
—Bien… —el Tuerto miró con su único ojo la página llena de cifras.
—Si incluimos mi propia flota, unas ciento diez naves, de las que más o menos dos tercios podrán convertirse en naves militares.
Se miraron con abatimiento. Aunque eran provincianos, el número les sonaba verdaderamente pequeño.
—Es suficiente —dijiste para darles ánimo.
Se enfrascaron entonces en el formidable problema de las provisiones. La flota podía contar con una travesía en el vacío de dos semanas de duración antes de alcanzar los límites de la Región; otras dos semanas y media hasta llegar al centro; y otros tres días hasta llegar al mismo Yinnisfar.
—Y eso sin contar retrasos causados por rodeos estratégicos, batallas, o cosas parecidas —dijo el Soldado.
—¡La leche! No daremos rodeos… nos lanzaremos sobre ellos como cuchillo que penetra en la carne —dijo el Tuerto. Estaba más inflamado por tu confianza que el Soldado.
—Tal vez capitulen antes de que lleguemos a Yinnisfar —dijiste—. En ese caso nos dirigiremos al planeta más cercano para repostar y para que los hombres puedan comer a gusto.
—Debemos tener un margen de seguridad —insistió el Soldado—. Podemos llamarla la jornada de las seis semanas, ¿no? —Sacudió la cabeza—. Podemos enfrentar perfectamente el suministro de aire. El obstáculo consistirá en las calorías. Los hombres tendrán que rascarse el vientre todo el tiempo. No hay suficiente comida en Owlenj. Nuestra única salida es la hibernación. Todo aquel que tenga un grado inferior a comandante y que no sea necesario para el manejo de las naves tendrá que ser hibernado. Ordenanza, ponme con el Centro Médico. Quiero hablar con el General Médico en seguida.
El ordenanza se apresuró a obedecer.
—¿Qué más? —preguntó el Soldado. Comenzaba a congraciarse consigo mismo.
—Armas —dijo el Tuerto—. Primero, material fisionable. Mis fuerzas no valen mucho en ese punto. Nuestras reservas son más deficientes que usualmente.
—Tengo aquí un informe de las mías —dijo el Soldado, echando mano de una lista—. Son muy escasas, me temo.
Miraste la lista por encima del hombro del Tuerto.
—Son suficientes —dijiste para darles ánimos.
Al principio tuvo que parecer que el plan iba a ser un éxito. Nuevamente cuando te sentaste en la nave abanderada junto con los dos generales tuvo que asaltarte aquella sensación de que vivías en un sueño improbable cuyo paisaje podías aplastar con un dedo. No estabas nervioso; no te sentías triste. El Soldado y el Tuerto, a su manera, ya embarcados en la empresa, estaban tensos. El capitán de la nave y Comandante de Flota, el Almidonado, tendría que aguantar muchas importunidades.
Los primeros días transcurrieron sin que sucediera nada digno de mención. Más allá de las escotillas colgaba el espacio como bandera floja: las estrellas eran meros brillos en la distancia, y su viejo esplendor no era más que guía para el navegante. Las otras naves quedaban invisibles para el ojo poco avisado: la nave abanderada podía muy bien estar viajando sola. Cuando zarparon de Owlenj, el número total de naves de la flota de invasión era de ciento diecisiete; al cabo de la primera semana, cinco se habían dado por vencidas y habían puesto rumbo a casa, con sus dispositivos para viajar a la velocidad de la luz quemados. A su máxima velocidad actual les costaría medio año llegar a cualquier puerto; por entonces, la tripulación habría muerto de asfixia o estaría respirando el oxígeno de los hombres asesinados por los supervivientes. El resto de la flota prosiguió, las naves llenas de soldados en animación suspendida, embalados y calzados como botellas.
Tras seis días de viaje en el vacío, y después de haber pasado aquellas estrellas consideradas generalmente como puestos fronterizos del gran imperio de Yinnisfar, recibieron el primer desafío.
—Una estación que dice llamarse Camoens II RST225 —informó el oficial de comunicaciones— nos pregunta por qué hemos atravesado la Tangente Diez de Koramandel sin habernos identificado.
—Que sigan preguntando —dijiste.
Fueron recibidos nuevos avisos y, como el primero, quedaron sin respuesta. La flota permanecía silenciosa, como sobrecogida ante la vida del mundo que la rodeaba. El departamento de comunicaciones comenzó a interceptar mensajes de alarma y advertencia entre estaciones planetarias.
—Galconder Sabre llamando a Rolf 158. Nave sin identificar debe sobrepasarte con rumbo 99GY4281 en Gal.07.1430 aproximadamente…
—Acróstico I a Base de Cutatigni. Observa e informa sobre flota entrando Sector Paraíso 014.
—Astrónomo Peik-pi-Koing a Droxy Pylon. Naves sin identificar número 130 aproximadamente cruzando en este momento Área de Observación, Código Diamante Índice Diamante Oh Nueve.
—Todas las estaciones sobre Eslabón Dos Israel. Procedimiento BAB Nueve Uno operación inmediata…
El Tuerto bufó de contento.
—Los hemos dejado de piedra —dijo.
Mientras pasaban las horas iba perdiendo soltura. El espacio, un segundo atrás silencioso, estaba lleno ahora de murmullos; muy pronto los murmullos se convirtieron en una babel de sonidos. La nota de curiosidad, que al principio señalaba poco más que mediano interés, comenzó pronto in crescendo hasta la irritación y la alarma.
—Tal vez debamos darles alguna respuesta —sugirió el Tuerto—. ¿Y si les soltáramos algún cuento que los calmase? ¿Si les decimos que vamos a rendir algún homenaje o algo por el estilo?
—No necesitas preocuparte por los mensajes que podemos entender —dijo el Almidonado—. Ahora estamos captando varios emitidos en clave; esos son los que tendrían que llamar nuestra atención.
—¿No podríamos responder cualquier cosa que los aquietara? —repitió el Tuerto, apelando a ti.
Tú miraste las tinieblas de más allá, como si pudieras taladrar el velo que formaban, como si esperases ver pasar los mensajes como cometas por delante de las escotillas.
—Afloraría la verdad —dijiste sin darte la vuelta.
Dos días más tarde, la parasonda registró la primera nave detectada desde que dejaran Owlenj. El visor produjo tal ruido en el Panel de Comunicación que el Almidonado fue a ver qué ocurría. El Tuerto, sin afeitar, corrió tras él.
—¡No puede ser una nave! —decía el Jefe de Comunicaciones, agitando el informe.
—Pero tiene que serlo —casi rogó su subalterno—. Observa su rumbo: tú mismo lo trazaste. Está dando la vuelta, sin lugar a dudas. ¿Qué sino una nave podría maniobrar así?
—¡No puede ser una nave! —repitió el jefe.
—¿Por qué no puede serlo? —preguntó el Almidonado.
—Te pido perdón, señor, pero esa mierda de objeto tiene por lo menos treinta millas de longitud.
Tras un segundo de silencio, el Tuerto preguntó con nerviosismo:
—¿Qué rumbo toma?
El subalterno respondió. Sólo él parecía complacido con el pez atrapado en la pantalla:
—Desde que lo detectamos, ha girado de treinta a treinta y dos grados hacia el norte tras haber seguido un rumbo seguramente nornoroeste según la cuadratura galáctica.
El Tuerto estranguló el respaldo del asiento del subalterno como si se tratase de su cuello.
—Lo que quiero saber —graznó— es si se acerca o se aleja de nosotros.
—Ni una cosa ni otra —dijo el subalterno, mirando nuevamente la pantalla—. Ahora parece haber acabado de virar y se está moviendo en un rumbo… a noventa grados de nosotros. Es el ángulo exacto —añadió con inocencia.
—¿Alguna señal de la nave? —preguntó el Almidonado.
—Ninguna.
—Soltadle un bombazo en la proa —sugirió el Tuerto.
—No estamos ahora en las calles de Owlenj para repartir bombazos a diestra y siniestra; ¡dejadlo ir!
El Tuerto se volvió con furia y se encontró con el Soldado. Éste había llegado al puente casi desde el comienzo. Allí permanecía de pie y se mantuvo contemplando cómo desaparecía la mancha en la pantalla de la parasonda antes de tomar de nuevo la palabra. Luego, llevando al Tuerto aparte, y mirando a su alrededor para estar seguro de que no estabas por allí cerca, le dijo en voz baja:
—Amigo mío, tengo algo que confesarte.
Miró con ansiedad y disgusto la cara sin afeitar del Tuerto antes de reanudar el tema.
—Me han asaltado mis primeros temores —dijo—. Sabes que soy hombre de iniciativa y valiente, pero hasta un héroe considera oportuno tener miedo de vez en cuando. Cada hora que pasa nos adentramos más y más en una trampa; ¿acaso no te has dado cuenta? Vaya, estamos sólo a dos semanas y media de la fabulosa Yinnisfar. Y no puedo dormir pensando que podemos estar precipitando nuestros cuellos en una horca de la que no podremos escapar después.
A pesar de lo duro que le resultaba estar de acuerdo con su enemigo, el Tuerto no pudo evitar esta oportunidad de confiarle sus propios temores.
—¡Tienen naves de treinta millas de longitud! —exclamó—. ¿Qué podemos hacer contra esa bestialidad? Tenemos que proseguir ya que hemos comenzado. ¿Se te ocurre algo?
Asintiendo misteriosamente, el Soldado convenció al otro de que bajaran a la cabina antes de seguir hablando. Allí, se puso a golpear un mamparo.
—A sólo una jornada de aquí —dijo, golpeando otra vez con virulencia—, hay infinidad de planetas ricos. Sin duda son tan ricos como los del centro de la Región… sólo que peor protegidos. ¿Puedes imaginártelos, llenos de mujeres regordetas, medio rubias, con los dedos cargados de anillos, hombres rechonchos y pequeñajos que se pudren entre inmensas cuentas bancarias? ¡Y al alcance de la mano! ¡Sin defensa! ¿Por qué ir a Yinnisfar, donde sin duda nos encontraremos con resistencia? ¿Por qué no detenernos aquí, cargar lo que podamos y volver a Owlenj antes que cambie la suerte?
El Tuerto dudaba haciendo muecas con la boca. Le gustaba la sugerencia en todos sus puntos tanto como su ex enemigo habría esperado. Pero había un obstáculo mayor y lo dijo:
—Él está emperrado en ir a Yinnisfar.
—Sí, creo que ya lo hemos aguantado demasiado —replicó el Soldado.
No necesitaron mencionar tu nombre. Alejados del aura de tu presencia, sus malos presentimientos respecto a ti eran mutuos. El Soldado fue hasta un aparador, tomó una botella pequeña de gollete alargado y se la tendió al Tuerto.
—Esto resolverá el problema —dijo.
—¡Santo Dios! —dijo el Tuerto y apartó la botella de sí. Contenía veneno de grusby, mortal serpiente de los trópicos de Owlenj; oler una gota del veneno a una yarda de distancia provocaría a cualquier hombre dolores de cabeza para una semana.
—Esta noche se lo mezclaremos en el vino —dijo el Soldado.
Cuando, tras la cena, se sirvió el vino en la mesa del Capitán, el Tuerto aceptó un vaso, pero no pudo beber. Se sentía enfermo de emoción y con la indisposición vino el odio hacia el Soldado; no sólo desaprobaba el envenenamiento como método de asesinato, sino que comprendía a las claras que la pequeña botella contenía más que suficiente para proporcionarle una dosis también a él ya que el Soldado podría sentirse muy predispuesto a acabar de una vez por todas con todos sus oponentes.
No tenías tú tales inquietudes. Como siempre, estabas de buen ánimo. Cogiste el vaso una vez estuvo lleno, brindaste, como todas las noches, por el éxito de la expedición, y bebiste el vino.
Hiciste una mueca de insatisfacción.
—Este vino está flojo —dijiste—. Encontraremos mejores licores en Yinnisfar.
Todos los que ocupaban la mesa estallaron en risas, coreándote, salvo el Tuerto; los músculos de su cara estaban tensos. Ni siquiera podía hacer el esfuerzo de mirar al Soldado.
—¿Qué piensas del objeto de treinta millas de largo que avistamos antes? —te preguntó el Almidonado, bebiendo su vino a sorbos moderados.
—Oh, era una nave de Yinnisfar —dijiste con soltura—. No os preocupéis de ella. La evolución la tomará a su cargo, como se hizo cargo de los monstruosos reptiles prehistóricos que en un tiempo poblaron Owlenj y otros planetas.
El capitán abrió los brazos.
—Para un hombre práctico es una observación extrañamente apráctica —dijo—. La evolución es una cosa y las supernaves otra muy distinta.
—Oh, no, de ningún modo… claro, lo es si olvidáis que la evolución es el método científico de la naturaleza, y las naves espaciales, aun y no siendo criaturas orgánicas, forman parte de la evolución del hombre. Y el hombre… es una parte del método científico de la naturaleza.
El Capitán, que desconfiaba de las especulaciones, se contrajo en su caparazón de almidonamiento.
—Espero que no supondrá a estas alturas que el hombre no es el producto final de la evolución —te dijo—. Se nos viene diciendo desde tiempos inmemoriales que la galaxia es demasiado vieja para nada que no sea su propia extinción última.
—Yo no supongo nada —dijiste complacido—. Pero recordad que lo que triunfa al final es algo demasiado inmenso para vuestra comprensión o la mía.
Te levantaste y los otros hicieron lo mismo. El comedor quedó pronto prácticamente vacío. Sólo permanecieron en él los dos conspiradores. El Tuerto se secaba la frente.
—Me tienes en un hilo —dijo—. ¿No pudiste arreglártelas para meterle la porquería en el vino esta noche?
El Soldado se mantenía tan tiesamente militar como siempre; pero temblaba como una cuerda tensa. A duras penas pudo articular las palabras con su seca lengua.
—Esta noche no había vino para él —pudo susurrar—. Su vaso estaba lleno de veneno hasta los topes. A estas alturas deberíamos estar lanzándolo por la escotilla con los pies por delante.
La flota de Owlenj había permanecido en el vacío durante cuatro semanas. Ahora se adentraba en el estrellado corazón de la galaxia, a seis días de vuelo de Yinnisfar. Por todas partes ardían soles que, transportando como una carga incidental cientos de millones de años de historias y mitos humanos, parecían antorchas fúnebres. El aire sepulcral era reforzado por el silencio de las sondas: el clamoroso hormigueo de las alarmas lanzadas por los planetas había desaparecido sin consecuencias.
—¡Están aguardándonos! —exclamaba el Tuerto, y no por primera vez. Vivía sobre el puente de la nave abanderada: dormía sobre un catre instalado allí y comía encima de la cama. De vez en cuando, se ponía a escrutar el universo aparentemente inmóvil mientras dos miedos lo asaltaban: el miedo a Yinnisfar y el miedo a ti que había logrado incluso eclipsar al primero.
Pese a la muda desaprobación del Capitán, el puente se había convertido también en los aposentos del Soldado. Se pasaba casi todo el tiempo echado en la cama con un fusor bajo la almohada y sin mirar para nada las escotillas.
Tú visitabas con frecuencia el puente, pero les hablabas con menor frecuencia. Estabas desinteresado; para ti podía haber sido todo un sueño, un sueño en el que la fisonomía de la ilusión adelgazaba sus trazos… No obstante, pese a ello, a veces se advertía en ti la huella de la impaciencia: unas veces hablando abruptamente, otras tamborileando con los dedos con sorprendida irritación, casi como si desearas despertar del tedio de tu sueño.
Sólo el Capitán Almidonado se mantenía imperturbable. La rutina del mando se imponía en él. Parecía haber absorbido toda la confianza que el Tuerto y el Soldado habían perdido.
—Aterrizaremos en Yinnisfar dentro de seis días —te dijo—. ¿Es posible que no nos presenten ninguna resistencia?
—Es posible imaginar excelentes razones para determinar su no resistencia —dijiste—. Owlenj se ha mantenido aislada de la Federación durante generaciones y no tiene conocimiento sobre las corrientes actitudes intelectuales que dominan en la Región. Pueden ser todos pacifistas, ávidos de demostrar su fe. O, al otro extremo de la escala, su casta militar, exenta de guerras que la mantengan en forma, puede derrumbarse bajo nuestra inesperada presión. Es todo especulación…
—Supongamos —aventuró desde su sillón el subalterno de comunicaciones—, supongamos que todo el mundo, todos los que habitan esos planetas, se han muerto hace tiempo y que nadie más allá de la Región se ha enterado… Es decir, el silencio mortal…
Fueron sus últimas palabras. En aquel instante, la parasonda explotó y aplastó la cabeza del subalterno como un coco. Un estruendo infernal se desató en el lugar mientras metal y vidrios rotos saltaban del panel y un espeso humo se esparcía por el puente. Un tropel de voces asustadas llenó el aire.
—Arrancad de su cama al Jefe de Comunicaciones —ladraba el Almidonado, pero el de Continuidad estaba ya en su puesto, llamando por el intercomunicador a los camilleros y al personal de electrónica.
El Soldado inspeccionaba los daños mientras aventaba el humo que aún brotaba del cráter al rojo abierto en los paneles. Su espinazo se arqueó tan tirantemente como una ballena de corsé doblada.
—¿Qué ha originado esto? —preguntó—. ¿Un cortocircuito? ¿Un transistor reventado?
—Imposible —dijo el Almidonado, feliz de contradecir por una vez a su superior—. ¿No puede tranquilizarse? El personal de reparación lo aclarará todo en seguida.
—¡Mirad! —gritó el Tuerto. El filo histérico de su voz fue tan imponente que, incluso en momento de crisis tan notoria, todos los ojos se volvieron hacia el lugar apuntado por su dedo. Señalaba afuera, más allá de las escotillas que daban al espectáculo de la noche. Los ojos tuvieron que parpadear y acomodarse a la distancia antes de poder ver nada.
Moscas. Moscas elevándose como una nube, destacándose de una oscura estela sobre cuya superficie brillaba la luz del sol; el contraste era tal que, entre la oscuridad y la luz, los insectos casi se perdían de vista. Pero la estela era el mismo espacio y el brillo un cúmulo de soles, y las moscas esparcieron entre ellas una nube de naves. Las viejas fuerzas de Yinnisfar se habían lanzado al ataque.
—¡No se pueden contar! —exclamó el Tuerto observando la ola de naves—. Debe de haber millares. ¿Qué vamos a hacer? Destrozaron el panel de instrumentos: fue una especie de aviso, ¿no lo entendéis? ¡Por Pla y Ton, nos destrozarán en cualquier momento!
Tosió las palabras como arena trabada en su garganta. Luego pareció sentir la necesidad de hacer algo a cualquier precio para ocultar su desvalimiento. Girando sobre sus talones, cruzó el salón y se encaró contigo.
—¡Tú nos has metido en esto! —gritó—. ¿Qué vas a hacer para sacarnos? ¿Cómo vas a salvarnos?
—Deja eso para el Capitán y cállate —dijiste. Te alejaste antes de que te tocara y te acercaste al Capitán. El Almidonado estaba más almidonado que nunca y repartía órdenes con la férrea eficiencia de un chusquero. La situación era imposible de empeorar, por tanto habló con rapidez a los jefes de escuadra de su flota. Mediante un esquema animado situado sobre su cabeza, los resultados de tales órdenes quedaron traducidos inmediatamente en cambios visibles. La flota owlenjiana se desplegaba en escuadrones individuales y se esparcía abarcando una anchura de varios parsecs. Se movían hacia la cortina de moscas como una mano abierta. Y lo hacían a la máxima velocidad, derechos contra las naves enemigas.
—Están demasiado preparados para nosotros —te dijo el Almidonado por la comisura de la boca—. Esto no les hará mella. ¡Nunca lograremos pasar! No somos bastantes para resultar efectivos. No es sino un suicidio.
—¿Qué más se te ocurre? —le preguntaste.
—Si cada nave buscase un planeta, lo rodease y lo amenazase con la demolición no, nos… cazarían uno por uno… —Sacudió la cabeza—. Ésta es la única forma posible —dijo, prestando nueva atención a la maniobra.
Hablar más era inútil. Las naves de reserva y el puñado de naves lanzadas a la carga se deslizaban juntas. El golfo abierto entre ambos grupos quedó cubierto por una reja de llama azul, eléctrica, cegadora. Cuadrados eslabones de fuerza se abrieron y golpearon como bocas mordedoras. Cualquiera que fuese el origen de su poder, el drenaje tuvo que ser colosal, capaz de consumir las energías básicas del mismo espacio.
Las naves owlenjianas se encontraron en medio de una extraña defensa antes de que la fuga fuera otra cosa que una idea pánica. Aquel enrejado cortante llameaba delante de sus escotillas, golpeaba, retrocedía, llameaba y golpeaba de nuevo, bañando todos los puentes en su luminiscencia excéntrica, deslumbrándolos, consumiéndolos. Fue aquella la última luz que vieron miles de ojos. Las naves sobre las que se cerraban aquellas mandíbulas azules ardían con brillo magnésico; ardían y se combaban como plátanos maduros, despojados de vida.
Pero los invasores desgarraban el espacio a velocidad formidable. Las aterrorizadoras rejas no estaban en fase apropiada; quienquiera que las controlase no podía controlar sus ajustes precisos; su acción de tijera era demasiado lenta: muchas naves se colaban por entre los intersticios y arribaban frente a las filas de la flota de Yinnisfar.
La nave abanderada pudo pasar. La reja golpeó inútilmente tras ella. Una rápida mirada al esquema mostró al Almidonado que sólo le habían quedado unas cuarenta naves, desparramadas y sin formación.
—¡Superfusores… fuego! —gruñó.
Nadie en aquella inmensa confusión de blindajes había estado nunca en una batalla espacial. La galaxia, desde que envainara sus espadas, había envejecido. De todos los astutos cerebros que seguían el rápido juego estratégico, el del Almidonado fue el que tomó más prestamente la delantera. Las poderosas filas de Yinnisfar habían puesto demasiada confianza en el ingenio de la reja; con el paso de las horas quedaron desconcertados por la presencia de supervivientes junto a ellos. Owlenj les sacudió para que se despejaran.
Ardientes soles de superfusores cayeron en cascada entre ellas y alcanzaron nave tras nave achicharrándolas con energía cósmica en tanto los atacantes se batían en retirada de manera desordenada. Las naves de Yinnisfar también eran rápidas. En menos que se cuenta se habían dispersado ya, a salvo del centro de fusión donde veinte de sus hermanas habían sido alcanzadas.
—¡Pasamos! —dijiste—. Sobre Yinnisfar ahora. ¡Allí recuperaremos nuestra seguridad!
La flota enemiga no estaba tan distanciada, sin embargo. Varias unidades los sobrevolaban ya a velocidad endiablada. Entre ellas se encontraba el navío de treinta millas de longitud que habían avistado días atrás.
—¡Y allí hay tres iguales! —gritó el Soldado desde su puesto en las escotillas—. ¡Mirad! ¿Cómo puede moverse a tanta velocidad?
El Almidonado viró la nave abanderada hacia abajo. Alteraron el rumbo justo a tiempo: los avanzaron y lanzaron una negra masa, semejante al humo, directamente contra donde antes se encontraran; el humo se molecularizó, capaz de acribillar a la nave abanderada como polilla sobre una alfombra y convertirla en cascajos. En la maniobra salvadora perdieron de vista a los cuatro navíos gigantescos. Luego volvieron a recuperarlos y con rápidas vueltas formaron entre los cuatro un colosal cuadrángulo que abarcaba el frente de la nave abanderada.
—Ningún humano podría hacer eso. Son controladas por robots —dijiste, absorbido por la fascinación de la batalla.
—¡Y están extendiendo la barrera enrejada! —dijo el Almidonado. Fue un relámpago de inspiración, demasiado rápido para ser comprobado del todo. Se giró y ladró órdenes al Equipo de Bombardeo; rugió que había que alcanzar a toda costa a los gigantes. Por entonces la nave abanderada estaba sola; el resto de sus compañeras habían sido desintegradas o esparcidas.
Los cuatro gigantes estaban en posición. Nuevamente, la infernal reja azul tijereteó cortando el rumbo de la nave abanderada. El Almidonado no tuvo tiempo de virar… iban lanzados contra la deslumbrante reja. En el último segundo, un miembro de Bombardeo hizo fuego con un superfusor.
Superfusor y reja se encontraron.
Las dos insensatas energías se trabaron la una a la otra como bestias de presa. En vez de arrojar el usual tipo de explosión, la fusión escaló los retorcidos cuadriláteros de la reja y fue desarticulándola mientras trepaba. Dejó en el centro un amplio círculo de nada a través del cual pasó indemne la nave abanderada. Un punzante fuego que devoraba el fuego ascendió a las esquinas de la reja. Y alcanzó las cuatro naves gigantescas.
Durante un segundo quedaron intactas, irradiando todas ellas un arco iris tridimensional que abarcaba todas las direcciones visibles con una extensión de cientos de años luz. Después, aquella cegadora belleza se fundió: los cuatro arco iris se fusionaron y se convirtieron en antiluz. Absorbieron, arrollaron y desaparecieron: y donde habían estado apareció y se expandió un gran boquete en la nada del universo. La ineluctable fábrica del universo estaba siendo devorada.
Varias naves de Yinnisfar fueron atrapadas en aquel cataclismo. La nave abanderada no perdió tiempo en regodearse. El momento de su triunfo más grande fue también el momento de su destrucción. Un globo translúcido procedente de un destructor enemigo alcanzó su aspa dorsal.
Como un pulpo que aborda un bote de remos, el globo dispersó tentáculos de luz y atrapó la nave abanderada.
El Almidonado juró con furia.
—Ya nada responde —dijo, dejando caer los brazos a sus costados.
Era improbable que alguien le oyera. Un silbido continuo les llenaba los oídos a todos mientras sus cuerpos saltaban electrificados en protesta por lo que estaba ocurriendo. La escena se derretía en inolvidables matices naranja y negro mientras la luz penetraba en todas partes. Rostros, ropas, suelo, instrumentos: todo era destruido.
Luego, todo acabó en aquel momento cercano a la locura. Quedaron sumergidos en las tinieblas y sólo el pálido resplandor de las estrellas iluminaba levemente sus pálidos rostros. El Almidonado tanteó en busca de los mandos. Pasó la mano por encima de bancos de instrumentos. Todo estaba paralizado y muerto.
—¡Estamos acabados! —anunció—. Ni un susurro de vida en ningún lugar. Hasta el aire purificado se ha terminado.
Se dejó caer y se cubrió la cara con las manos. Durante un rato nadie habló palabra; todos estaban emocionalmente vacíos a causa del rigor apocalíptico de la batalla y el fracaso.
—Tal vez sean caballerosos en Yinnisfar —dijiste por fin—. Seguramente dispondrán de algún código militar. Vendrán y nos sacarán de aquí. Seremos tratados con honor.
El Soldado dijo ásperamente desde un rincón:
—¡Todavía con fanfarronadas! Deberíamos darte el pasaporte ya.
—Atrapémoslo —dijo el Tuerto, pero nadie se movió, Estaban todos atosigados de tanta luz estelar, hartos de tanta cháchara sin importancia.
—Yo sólo me siento relajado —dijiste—. La batalla ha terminado. Hemos perdido con honor. Mirad a vuestro capitán, medio muerto de cansancio. Luchó bien, con energía. No hay que culparle por haber perdido. Ahora puede descansar sin remordimiento… y nosotros podemos hacer lo mismo… sabiendo que el futuro no está en nuestras manos. Seguramente vendrán en cualquier momento y nos harán un proceso honorable en Yinnisfar.
Los otros no te respondieron.
En el puente de la nave abanderada el aire estaba volviéndose fétido cuando llegaron los emisarios de Yinnisfar, tal como habías predicho. Penetraron rápidamente abriendo un boquete en el casco, se hicieron cargo de los hombres inconscientes y los trasladaron a su nave. Ésta partió a toda velocidad hacia Yinnisfar. La nave abanderada fue abandonada a su propia ruina.
Se te había dado una habitación aislada que compartías con el Almidonado, el Tuerto y el Soldado. Los dos últimos se encontraban hastiados ya debido a la magnitud de los recientes acontecimientos. Estaban sentados juntos como dos maniquíes, sin hablar palabra. El Almidonado estaba en mejor forma, pero no había reaccionado todavía y yacía temblando sobre un canapé. Así, sólo tú te mantenías de pie junto a la puerta y contemplabas el espectáculo mientras disminuía la distancia a Yinnisfar.
El planeta que tan destacado papel había jugado en la galaxia constituía un espectáculo curioso en los últimos años de su historia. En torno a su ecuador giraban dos anillos espléndidos, el uno encerrado en el otro. Uno de estos anillos era natural y consistía en despojos de la Luna, desintegrada cuando una antigua nave se empotró en Iri y explotó repentinamente. El otro anillo no era ni más ni menos que material de deshecho apelotonado. La demolición de naves espaciales había sido prohibida muchos años atrás en la superficie de Yinnisfar, donde la acumulación de metal inservible era considerado repugnante; para solucionar el dilema entre la prohibición y la necesidad, todos los fragmentos de deshecho fueron puestos en órbita en el anillo. Al cabo de cierto tiempo, el anillo creció hasta alcanzar cincuenta millas de profundidad y varios cientos de millas de anchura. Lejos de ser un espectáculo feo, alcanzaba considerable belleza y constituía una de las diecisiete maravillas de la galaxia. Aunque compuesto enteramente de objetos que iban desde motores hasta cucharas, desde lingotes de hierro hasta esquirlas de metal inidentificable, resplandecía como un adorno de joyas, gracias a la eterna pulimentación que sobre cada pulgada metálica ejercía la incesante lluvia de polvo meteórico.
Cuando la nave que te transportaba aterrizó en la cara diurna del planeta, los anillos eran todavía visibles, torcidos como arcos rectos que han de rodear el firmamento.
Y allí estaba Yinnisfar, la Yinnisfar de los llantos y los placeres, ataviada con una memoria que se perdía en el olvido y una perspectiva de tiempo que se prolongaba hasta lo ignorado.
Tras algunas pequeñas demoras, tú y los demás fuisteis desembarcados y conducidos hasta una pequeña nave de superficie para ser llevados a la Corte del Más Alto Soberano de la Ciudad de Nunión. La tripulación de la nave abanderada fue enviada misericordiosamente en una dirección, y las tropas en animación suspendida en otra; mientras, tú y los otros fuisteis metidos en una habitación poco mayor que una madriguera. En este lugar se sucedieron nuevas demoras. Se os trajo comida, pero sólo tú te sentiste capaz de tomarla aunque acompañándola con las provisiones que llevabas contigo.
Os visitaron varios dignatarios, y la mayoría salió, al cabo, sin abrir la boca. Miraste por una estrecha ventana y viste que daba a un patio. Grupos de hombres y mujeres permanecían allí sin propósito definido y en ninguna cara faltaba el sello de la tristeza. Los consultores caminaban como si subieran por una escalera a oscuras. Estaba claro que algo grave estaba por ocurrir; su presencia pendía casi tangible sobre el patio.
Por último, inesperadamente, llegó una orden hasta vuestros guardianes. Con excitación, tú y los otros tres fuisteis conducidos a un marmóreo vestíbulo de audiencia y luego ante el Más Alto, Soberano Legítimo de Yinnisfar y de la Región de Yinnisfar.
Era un hombre pálido, vestido austeramente de satén oscuro. Estaba reclinado en un canapé. Sus facciones eran insípidas, por más que sus ojos traslucieran inteligencia y su voz fuera firme. Aunque su posición a primera vista sugería el letargo, su cabeza era presa de un estado de atención que no escapó a tu mirada.
Os miró sin prisa, reposadamente, sopesándoos con la mirada uno tras otro, hasta que por último se dirigió a ti como dirigente indiscutible. Habló sin preámbulos.
—Bárbaros, que os habéis conducido con locura, que habéis causado estragos en el orden natural de las cosas; vuestra codicia ha de tener como consecuencia las más terribles repercusiones.
Te inclinaste y dijiste con ironía:
—Lamentamos haber perturbado el gran imperio de Yinnisfar.
—No me refiero al imperio. —Agitó la mano como si el imperio fuera una mera chuchería que no despertara su interés—. Me refiero al cosmos en sí, por cuya merced existimos todos nosotros. Las fuerzas de la naturaleza se han convertido en algo interdependiente.
Lo miraste interrogativamente sin decir nada.
—Te explicaré en qué consiste la fatalidad que nos amenaza ahora —dijo el Más Alto—, y espero que comprendas al menos un retazo de mis palabras. Porque preferiría que murierais sabiendo un poco de lo que habéis desatado. Pues bien; esta galaxia nuestra tiene una edad que escapa a cualquier imaginación; los filósofos, los teólogos y los científicos nos dicen que su duración, vasta pero no infinita, se aproxima a su fin. Es más, no creo equivocarme si presumo que tú, procedente del margen exterior, sabes algo de esto.
—Circulaba ese rumor —murmuraste.
—Me complace oír que persiste cierta sabiduría en tu nocturna oscuridad. Hemos llegado a concebir razones para suponer, en estas últimas horas, que la galaxia, como una vieja cortina vencida por su propio peso, puede disolverse; que esto, de hecho, es el fin de todas las cosas: del pasado y del futuro, y de todos los hombres.
En vano se detuvo para comprobar si alguna sombra de alarma había cruzado tu rostro; entonces continuó compuestamente, haciendo caso omiso de las asustadas respuestas de tus compañeros de cautiverio.
—La disolución tuvo su comienzo en vuestra locura. En la Región ha reinado la paz durante más generaciones que cabellos hay en tu cabeza. Pero, cuando supimos que vuestra flota se estaba acercando con intentos hostiles obvios, nos vimos obligados a desempolvar las espantosas armas de nuestros antepasados. En todos los planetas fueron resucitados ingenios de ataque y naves anticuadas, en desuso desde el final de la Guerra de Auto-Perpetuación. Sistemas de producción, esquemas bélicos, organizaciones de combatientes… todo tuvo que ser resucitado del pasado fenecido. Ello requirió apresuramientos no conocidos antes y formas organizativas detestables. Todos nuestros tendones fueron puestos en tensión, como un hombre que se tensa con riesgo de torcerse un músculo al pretender golpear a un mosquito. Aun cuando el peligro no era verdaderamente grande, el esfuerzo de rearme fue tan poderoso que ha dejado alterada nuestra estabilidad… lo que, ciertamente, puede hasta causar el derrumbe de toda la estructura económica del imperio.
—Siempre alegra saberlo —dijo el Tuerto, haciendo ademán de envalentonarse.
El Más Alto lo miró desdeñosamente durante un prolongado momento antes de proseguir su discurso sin deslizar comentarios.
—En la precipitada búsqueda de armas que utilizar contra vosotros, encontramos una, que había sido inventada evos atrás y que nunca fue usada. Fue considerada devastadoramente peligrosa, ya que abarcaba las fuerzas electrogravitatorias del complejo espacial. Cuatro máquinas gigantescas, llamadas turbuladores, activaron esta fuerza; eran las cuatro naves que destruisteis.
—Vimos a una de ellas hace días en los márgenes de la Región —dijo el Almidonado. Había estado siguiendo las palabras del Más Alto con excitación, obviamente hipnotizado por la descripción de una gigantesca organización militar disponiéndose para entrar en acción.
—Los cuatro turbuladores tuvieron que ser traídos desde los confines de la Región, donde nuestros antepasados los habían abandonado —explicó el Más Alto—. Fueron reunidos y situados en mitad del rumbo que seguía vuestra flota, con los resultados que ya conocéis. El modelo de aquella reja es el modelo básico de toda la creación. Por desgracia, la destruisteis, o tal vez disteis ocasión a que se consumiera a sí misma. Nuestros científicos sugieren que es tal la antigüedad de nuestra galaxia que es imposible mantener su vieja estabilidad. Aunque el proceso es invisible, la desintegración a que disteis comienzo está actuando todavía, se extiende con rapidez y, de hecho, nada puede contenerla.
El Almidonado se echó atrás como si hubiera sido golpeado. Se acercó al Soldado y al Tuerto y los tres quedaron allí juntos y sin decir palabra.
El Más Alto te miraba, aguardando una respuesta. Como si te sintieras desconcertado por vez primera, miraste inquisitivamente al Tuerto y a los otros; miraban inexpresivamente al frente, también absortos con el panorama de catástrofes recién explicado.
—Hay que felicitar a vuestros científicos —dijiste—. Tardaron en descubrir la inestabilidad, pero al menos la descubrieron por ellos mismos. Es una catástrofe que no comenzamos mis amigos y yo; comenzó hace mucho tiempo y por esa razón vine a Yinnisfar para hablar con ellos… y contigo.
Por vez primera, el Más Alto manifestó cierta emoción.
—Perro bárbaro e impertinente, viniste para saquear, robar y dedicarte al pillaje. ¿Qué sabes tú de esas cuestiones?
—Vine aquí para anunciar el fin de las cosas —le dijiste—. Cómo llegué, si como cautivo o triunfante, es algo que no me preocupa, ya que las gentes de todos los mundos han conocido mi llegada. Por esa razón planeé esta invasión bélica; una cosa así se lleva a cabo con facilidad, puesto que basta con despertar las pocas pasiones básicas del ser humano. De haber llegado aquí solo, ¿quién lo habría sabido? ¿A quién le habría importado? De este modo, en cambio, la galaxia entera ha abierto los ojos y los tiene posados sobre Yinnisfar. Pueden morir sabiendo la verdad.
—¿De veras? —el Más Alto alzó una ceja imperial—. ¿Puedes contarme algo de esa verdad que te ha obligado a causar tanto estrago, antes de que te haga desintegrar?
—Por supuesto —replicaste—. ¿Te interesa tal vez una demostración práctica primero?
Pero el Más Alto no estaba para demostraciones y chascó los dedos.
—¡Eres un fanfarrón! —dijo con energía—. Estás derrochando mi tiempo y ya me estoy cansando. Caballeros de la guardia, ejecutad a este hombre y mantened su cuerpo aparte. Los otros tres lo seguirán sin dilación.
La guardia avanzó en semicírculo, ávidos ante una oportunidad sin precedentes de probar sus artes en un cuerpo vivo.
—Ésta es la clase de demostración que yo deseaba —dijiste, saliendo al encuentro de la guardia.
Ésta estaba compuesta por catorce hombres. Sus uniformes no eran ciertamente militares, con encajes, charreteras y cintas; pero sus largas y anticuadas espadas parecían funcionales en todos sus milímetros, y en aquel momento las espadas habían surgido de las vainas y te rodeaban.
Sin dudarlo, avanzaste contra el primer soldado que se te acercó. Él, con decisión equiparable, se lanzó también contra ti, asestando un pesado golpe de espada contra tu cabeza. Tú alzaste el brazo y la hoja lo alcanzó de lleno.
La espada se rompió y se deshizo en pedazos, como convertida en polvo. El soldado retrocedió alarmado.
Los otros guardias se abalanzaron rápidamente. Sus espadas golpearon tu cuerpo: ni una sola se salvó de la destrucción. Entonces, los soldados pelearon con las manos desnudas. Se lanzaron contra ti. Los apartaste con las manos y sus huesos crujieron, sus brazos se desarticularon, inservibles como sus espadas. A ti debió parecerte como una pelea sostenida en medio de un sueño, en el que el adversario es tan frágil como el papel. Los gritos que emitieron no serían sino crujidos de papel rasgándose.
Cuando se percataron de que poseías —¿cómo lo habrían descrito ellos?— un poder secreto, retrocedieron jadeando y gruñendo. Viste entonces que sobre un mirador recién abierto en el blanco muro que estaba frente a ti te estaba apuntando el morro de una máquina de aspecto poco tranquilizador.
A pesar de la agitada escena de que había sido testigo, el Más Alto mantenía su autocontrol. El Soldado, el Almidonado y el Tuerto se habían refugiado tras la guardia buscando protección.
—Antes de que seas aniquilado —dijo el Más Alto, mirando la abertura— explícame cuáles son tus trucos.
—Enséñame antes el que quieres aplicar sobre mí —sugeriste. Para precipitar los acontecimientos, te aproximaste al Más Alto. Tal vez habías dado ya dos pasos cuando la máquina entró en acción. Una lluvia de proyectiles beta fueron lanzados contra ti, pero sólo para caer inofensivos a tus pies.
El Más Alto estaba ya asustado. Se incorporó en su canapé y se alejó, dejando de jugar al gobernante lánguido.
—¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? —jadeó.
—Eso es lo que quiero decirte —dijiste—. Veo que tengo ya alguna posibilidad de que me creáis. Lo que tengo que decir he de hacerlo dirigiéndome a ti y a tu pueblo; cuando termina una gran historia, es conveniente que todo el mundo sepa por qué; un hombre que perece sin conocer las razones es un payaso.
»Procedo de un nuevo mundo, exterior a esta galaxia: nuevo porque todavía prosigue allí el proceso de la creación. Nuevas galaxias están formándose allí a partir de la noche insondable, naciendo de las márgenes de la nada. Mi planeta es nuevo y yo soy el primer hombre que he nacido en él: todavía no tiene nombre.
Dijo el Soldado:
—¿De modo que el galimatías que me contaste en Owlenj era cierto?
—Muy cierto —dijiste. No te molestaste en contarles cómo habíais aprendido a pilotar la nave del finado Gritador. En vez de ello, te dirigiste al Almidonado—: ¿Recuerdas una conversación que cierta vez sostuvimos sobre la evolución? Tú afirmabas que el hombre era su último producto.
El Almidonado asintió.
—El hombre es el fruto más apropiado de la evolución… en esta galaxia —dijiste. Miraste al Más Alto, al Soldado, al Tuerto. Dijiste sin la menor sonrisa—: Constituís el mayor florecimiento de la evolución en este lugar. Pensad en la multitud de experimentos que la naturaleza ha emprendido antes de llegar a vosotros. Ella comenzó con los aminoácidos, luego con la ameba, célula simple… Era como un niño de escuela en ese entonces, pero durante todo el tiempo transcurrido estuvo aprendiendo. Uso analogías sin dejarme llevar, entendedme, por la falacia patética. Muchos de sus experimentos, incluso los tardíos, como el de las vagabundas células sensitivas, constituyen fracasos; el hombre, plenamente hablando, es su último y mejor logro.
»En la nueva galaxia de que procedo, la evolución comienza con el hombre. Yo soy la más temprana y más primitiva forma de vida de mi galaxia: ¡la nueva ameba!
Proseguiste diciéndoles como incluso en ti habían tenido lugar cambios radicales, algunos de los cuales podrían haber sido detectados bajo examen médico; eras, a decir verdad, una especie diferente a ellos. Tu sistema anabólico estaba fundamentalmente alterado, se habían eliminado el canal urinario y las glándulas sudoríparas. Tu tráquea era doble, la inhalación y expulsión de aire eran practicadas por canales diferentes y el conjunto quedaba mejor protegido que mediante fuertes cartílagos en el hombre. También estaba alterado tu proceso digestivo; frondosos vegetales, que consistían principalmente en celulosa, no eran ya tratados como inútiles: lejos de ello, su celulosa era absorbida e hidrolizada en glucosa necesaria. De esta forma, tu especie dejaba de depender de la masa ejecutable de herbívoros (cuya carne rezuma glucosa) tal como le había ocurrido penosamente al hombre. Modificaciones radicales se habían introducido en la facultad reproductora; no sólo eran transferibles de una generación a otra las viejas características, como el color del pelo: genes lingüísticos y de automoción aseguraban que tan sencillas habilidades fueran también hereditarias. También habían sido afectadas las bases psicológicas de tu ánima, eliminando por completo gran parte del rancio emocionalismo gratuito; no obstante, poseías una altura de altruismo e identidad con los objetos que sobrepasaba la capacidad del hombre.
El Más Alto te escuchó en silencio y cuando acabaste dijo en tono que no ocultaba un temor reverencial:
—Si eres el primero de tu… especie, ¿cómo puedes saber tanto de ti mismo?
Sonreíste. Parecía una pregunta sencilla.
—Porque todos nuestros demás mejoramientos son meramente, de alguna manera, una modificación del modelo utilizado en el diseño del hombre, salvo en que contamos con un don con el que vosotros jamás pudisteis soñar: somos conscientes no sólo de nuestros actos psicológicos, de nuestros pensamientos, si así lo queréis, sino también de nuestros actos fisiológicos. Podemos ver dentro de nuestra última célula sanguínea. En otras palabras, no poseemos procesos inconscientes, inaccesibles a nosotros. Puedo controlar el funcionamiento de cada una de mis enzimas. Estoy integrado como jamás lo estuvisteis vosotros; por ejemplo, la enfermedad del tipo cancerígeno, que durante un tiempo asoló a la humanidad, no puede alcanzarme; lo reconocería e investigaría desde su comienzo mismo. Ni caemos en crisis momentáneas que son sobrellevadas por movimientos reflejos; sabiendo todo de nosotros mismos, somos nuestros propios dueños. Aunque vosotros hayáis dominado vuestro entorno, jamás llegaréis a dominaros a vosotros mismos.
El Más Alto descendió de su estrado. Hundió sus manos en los bolsillos y dio un puntapié a los proyectiles beta que yacían en el suelo.
—Ya teníamos bastante con qué preocuparnos antes de que tú llegaras —dijo. Por un momento, su rostro pareció infantilmente petulante. Sabedor de la atenta mirada que volcabas sobre él, se volvió y exclamó con risa forzada—: ¡Para ser honrado, me has provocado cierto sentimiento de inferioridad! Aunque mi vida se ha prolongado durante cinco siglos, vuelvo a ser un niño. Caramba, sin duda debiste sentirte un auténtico superhombre en nuestro pobre Yinnisfar.
La burla de su tono te puso rígido: poseíais muchos puntos en común para llegar a eso.
—Si así te parece, tienes que sentirte muy diferente de mí —le dijiste—. ¿No comprendiste lo que te expliqué? En mi galaxia, no soy sino una ameba. ¿Tengo que sentirme orgulloso de eso? Pues lo que venga a reemplazarme…
—¡Silencio! ¡Me estremezco al pensarlo! —dijo el Más Alto, agitando una cuidada mano—. Te lo admito: eres más bien humilde considerando el poder que tienes.
—¿Qué sacamos en claro de todo esto? —dijo el Tuerto. Como inválido, se había mantenido junto al Soldado y al Almidonado, y había estado cargando su cerebro con infructuosos planes de fuga. Gran parte de lo que habías dicho no lo había escuchado o le había resultado indiferente; pero en lo concerniente a las últimas observaciones, había captado una idea: que eras una especie de superhombre. Y así se te acercaba ahora, con una mezcla de provocación y lisonja.
—Nos trajiste aquí y de aquí tienes que sacarnos —dijo—. Y no para conducirnos a cualquier lugar de los alrededores. Ya oíste lo que Su Alteza dijo sobre la desintegración de esta zona. Si eres un superhombre, llévanos a Owlenj.
Sacudiste la cabeza.
—No estarías mejor en Owlenj, eso te lo puedo asegurar —le dijiste—. Siento haberte envuelto en esto, pero no ha sido peor que andar escondiéndote en las ruinas de una ciudad. Y, por cierto, no soy ningún superhombre…
—¡Que no lo eres! —exclamó con rabia el Tuerto. Se volvió al Más alto y dijo—: Dice que no es un superhombre. Sin embargo, se zampó veneno suficiente para despachar a todo un ejército, destrozó esas espadas… ¡todos lo visteis!… y soportó todo un bombardeo cuando…
—¡Basta ya! —interrumpiste—. Aquellas cosas pertenecían a una premisa diferente. ¡Contemplad esto!
Fuiste hasta un muro. Estaba construido con sólidos bloques de mármol, pulido y seleccionado para su delicado fin. Colocaste sobre él la mano abierta y empujaste; cuando retiraste la mano, cinco túneles, correspondientes a los dedos habían sido abiertos en el mármol.
Fue una demostración sencilla. Todos estaban profundamente impresionados.
Te limpiaste la mano y te volviste a los otros, pero todos se estaban batiendo en retirada, pálidos sus labios.
—No obstante, no soy más fuerte que vosotros —les dijiste—. Debéis creer lo que os digo, pues es la verdad. La única diferencia es ésta: que yo procedo de un mundo recién creado, recién acuñado por el proceso inexorable de la creación continua. Y vosotros… vosotros procedéis de un mundo anciano.
—Sabemos eso… —comenzó el Más Alto.
—Sí, lo sabéis todo: ¡pero hay que comprender! Pensad en vuestra galaxia. ¿Qué edad tiene? No lo sabéis con exactitud, pero sabéis que su edad es increíblemente grande. Lo cierto es que se está consumiendo, como todas las cosas se consumen llegado su momento. Preguntaos: ¿de qué están hechas todas las cosas? Una especie de energía que chisporrotea y se convierte en materia en forma de protones y neutrones. Esa clase de energía, desde el comienzo del tiempo, ha estado en funcionamiento, en continuo autoconsumo: y, por supuesto, toda materia compuesta por esa energía se autoconsume. Las inmensas baterías mágicas de esta galaxia están perdiendo su ritmo: de modo que todos los protones y neutrones han de perder su polaridad. Esos ladrillos básicos de que todo está construido están ya casi literalmente carcomidos: el peso soportado ha sido tan grande y tan prolongado que difícilmente podrán seguir aguantando mucho tiempo. El acero ya no posee la dureza que en un tiempo tuvo el papel, la madera es como agua.
El Almidonado interrumpió.
—¡Intentas engañarnos! —te dijo con voz temblorosa—. Sólo tú puedes taladrar el mármol con el dedo, asimilar venenos, y salir indemne frente a espada y los bombardeos. ¡Que tenemos que morir! ¿Nos tomas por locos?
—No —replicaste—. Tenéis que morir, tal como has dicho. Estáis compuestos de núcleos tan agotados como los núcleos de todos los objetos; por esa razón no habéis detectado el proceso de vuestra propia debilitación. Mi resistencia a todo cuanto podáis presentarme radica sólo en el hecho de que la materia de la que estoy forjado es nueva. Soy el único factor de refresco en el interior de una galaxia agotada.
Te detuviste y te dirigiste al Más Alto. Éste se había puesto muy pálido y se balanceaba sobre los talones. Pero pudo recuperarse virilmente y dijo:
—Quisiera llamar a mis ministros; habrán estado escuchando a través de micrófonos… —dudó, y luego prosiguió en son de chanza—… la entrevista que hemos sostenido. Pero, si lo que has dicho es cierto, nada eficiente podremos hacer. Nosotros… estamos desapareciendo totalmente… convirtiéndonos gradualmente en sombra…
Se reanimó y dijo:
—Ese monstruo que liberamos al espacio, ¿he de suponer que sólo ha servido para acelerar el proceso de extinción?
—Sí. La fábrica está desgarrada; el boquete se ensancha hasta abarcar la galaxia entera.
El Más Alto cerró los ojos, como si en las tinieblas pudiera atrapar mejor la situación. Permaneciendo de aquel modo, parecía casi gracioso, pero, cuando de nuevo alzó los párpados, su mirada permanecía fija sobre ti con la atención de un pájaro.
—Muy bien. Nuestros venenos no pueden afectarte —dijo—. Sin embargo, te las arreglas para vivir entre nosotros. ¿Cómo es que te alimenta nuestra comida?
—Posees una inteligencia lo bastante aguda como para responder esa pregunta —le dijiste—. Me traje conmigo mi propio suministro de calorías cuando abandoné mi mundo. No era un novato. Hasta tuve que traerme oxígeno concentrado.
Explicaste entonces al Más Alto los efectos que tu atmósfera sin viciar habían provocado en el Gritador, el vendedor de bobinas, que había quedado fulminado como por radiaciones invisibles. Y contaste lo provechosa que había resultado la biblioteca de microbobinas del Gritador.
—Eres bastante oportunista —dijo el Más Alto—. Mis felicitaciones.
Se pellizcó un labio y por un momento pareció confuso.
—¿Puedes dedicarme todavía un momento? ¿Puedes acompañarme? Los caballeros nos perdonarán; que les sea entregada una nave y que regresen a Owlenj o a donde quieran, si es que lo consideran más conveniente. Lo dejo enteramente en sus manos, señores. Ya no gozáis de ninguna importancia. Mis guardias no os molestarán.
En sus maneras había cambiado algo sutil. Te hizo una seña delicada y se dirigió a una puerta trasera. ¿Qué hiciste? Lanzaste una postrera mirada por encima del hombro al desolado grupo cuya función en la vida se había desvanecido abruptamente, dirigiste al Tuerto un saludo cómico y seguiste al Más Alto más allá de la puerta, cerrándola tras de ti.
El Más Alto echó a andar con rapidez por un pasillo. Abrió otra puerta y salisteis a una galería que daba panorámicamente a la orgullosa ciudad de Nunión. Soplaba un frío viento crepuscular, las nubes ocultaban el sol poniente. El inmenso panorama de avenidas y ríos estaba extrañamente desierto desde las distantes espirales de Ap-Cleema hasta el asfalto de la Gran Vía del Bósforo.
—¿Cuánto habría durado el agotamiento si no lo hubiésemos acelerado por nuestra cuenta? —preguntó el Más Alto como por casualidad, inclinándose sobre la barandilla y mirando hacia abajo.
—Tal vez habría ido empeorando durante siglos —dijiste—. Pero pudo haber proseguido por algunos siglos más…
Te detuviste, temeroso de causar más daño. Casi sentías cierta ternura por él, y también por todos los hombres, por todas las miríadas de criaturas, ya hicieran trampas o jugaran limpio, amaran u odiasen. Todas sus locuras y limitaciones estaban perdonadas: eran mecanismos primitivos surgiendo de la oscuridad que les prestaba sabor.
El Más Alto aspiró una profunda bocanada de aire del ocaso.
—¡Me gustaría que acabase ahora! Es el bien, el fin…
De nuevo llenó sus pulmones de viento nocturno.
—Y por vez primera… ¡no me siento hastiado! He vivido demasiado para la corte.
Lanzó una risa temblorosa.
—Y tú gozas de un puesto destacado, amigo mío. Será una hermosa visión para ti el vernos disolvernos como azúcar en un líquido fuerte. Tienes que volver, no obstante, antes de que nuestras naves se desintegren. No podrán llevarte muy lejos. Trata esas baratijas con cuidado o las romperás.
—Me las arreglaré —dijiste—. ¿Oíste hablar alguna vez de las tres naves indescriptibles descubiertas en las primicias de la Época de Longevidad: las Reliquias Kakakakaxo-Popraca-Luna, como las llamaban las microbobinas? Al final, sus orígenes han demostrado un misterio. Ahora siento que debo regresar mi chispa vital a mi galaxia, quizá de la misma manera que aquellas naves os trajeron la chispa vital de los orígenes.
El Más Alto, por un momento sin habla, negó con la cabeza.
Asentiste con amabilidad.
—No olvides que todos deben enterarse de lo que esta ocurriendo. Desde mi punto de vista es necesario.
—No lo olvidaré.
Se volvió y te dio la cara.
—Aún no estoy seguro del impulso que te trajo. ¿Una especie de nostalgia? ¿Mera curiosidad? ¿Quizás un deseo de divertirte? ¿O de sentir piedad? ¿Cuál es tu sentimiento respecto a… nosotros, pobres sombras?
¿Y qué inesperada fragilidad agitaron sus palabras en tu garganta? ¿Por qué apartaste el rostro para que el otro no pudiera ver tus ojos?
—Quería que el hombre fuera consciente de lo que iba a sucederle —dijiste al cabo—. Al menos era algo que le correspondía saber. Yo… nosotros se lo debíamos al hombre. Vosotros sois… nuestros padres. Nosotros somos vuestros herederos…
Te rozó cariñosamente y preguntó con voz firme:
—¿Qué quieres que diga exactamente a la población de la galaxia?
Te volviste para mirar una ciudad todavía sembrada de luces y luego alzaste los ojos para contemplar el cielo del anochecer. Ni siquiera en tu interior encontraste sosiego.
—Diles solamente lo que es la galaxia —dijiste—. No suavices la imagen. Son valientes y sabrán afrontar los hechos. Explícales que la galaxia no es más que un gigantesco laboratorio para los experimentos ciegos de la naturaleza. Explícales lo que las pequeñas vidas individuales significan en los laboratorios. Diles que el laboratorio instalado aquí está clausurando sus funciones. Uno más nuevo y con equipo más moderno está abriendo sus puertas justo al otro lado de la calle.
—Así lo diré —dijo el Más Alto. Su rostro era ya una sombra confundida entre las sombras. La noche caía sobre la ciudad anciana.
Nosotros, que os hemos reemplazado, recordamos ahora estas escenas en vuestro honor, pues en otro tiempo fuisteis hombres honrados. Requiescat in pace.