El tiempo pasaba. El tiempo se desparramaba como una catarata situada al borde del firmamento. La galaxia, incluso la sempiterna fábrica del espacio, envejecía. Sólo los esquemas del hombre se renovaban; y entonces, a partir del conocimiento adquirido gracias a las células sensitivas, brotó el concepto de mutación aplicada cuyo fin era tejer un boceto de refresco en el polvoriento tapiz de la circunstancia humana.

ELLOS HEREDARÁN

El hombre de Bienestar de la Transfederación estaba sentado en la brillante sala de espera y daba muestras de impaciencia; a su lado descansaba su portavalijas. Había llegado de Koramandel hacía dos días y aún se advertían en su rostro algunas trazas de tostado solar. Era un hombre extravagante, desaliñado, con el cuello mal ajustado y las suelas desclavadas; sus dedos tamborileaban incesantemente sobre sus huesudas rodillas.

La rubia, de discreta máscara, apostada tras la mesa de Información ignoraba sus ocasionales inicios de movimiento, que sugerían que podía ponerse de pie de repente y acercarse. De vez en cuando, el hombre la miraba, pero la mayor parte del tiempo mantuvo la vista apartada. Los yinnisfarianos no les gustaban; los consideraba corrompidos por el poder que ejercían en la galaxia. Llevaba esperando ya veinte minutos y aquello le parecía un insulto sutil. A través de los verdes paneles podía ver el ascensor del HEMA, el Hospital Experimental de Mutación Aplicada, moviéndose arriba y abajo y dejándolo allí solo cada vez que emprendía la marcha.

Por último se levantó, se acercó a la chica y le dijo con voz moderada:

—Mire, esto no está nada bien. Al parecer, el Varón Tedden tenía que verme a las tres en punto. Concerté esta cita hace tres semanas, antes de abandonar Koramandel.

—Lo siento, Varón Djjckett —dijo la chica, usando el modo yinnisfariano de apelación—. Llamaré a su oficina otra vez, si lo desea. Ignoro lo que pueda haberle retrasado; suele ser tan puntual.

Apenas había dejado caer ella su mano irreprochable sobre el vibroducto cuando un hombre corpulento con una negra faja penetró en la sala de espera y se detuvo junto al escritorio con cierta floritura teatral. Era calvo. Sonreía. Se adelantó con la mano extendida y la palma hacia arriba en señal de acogida. Era el Moderador Veterano Ophsr. IV Phi Tedden, Director coordinador del HEMA.

En tanto Tedden conducía a Djjckett hasta la oficina del primero, situada en la planta inmediata, se extendió entre ambos un intercambio de excusas y apaciguamientos. Seguido de cerca por su portavalijas, Djjckett desembocó en una suntuosa habitación decorada con irrumpidores y vertiginosos microácatos de cronosomas fisionantes. Se instaló en un sillón y quedó con los pies levemente alzados.

—Sabe usted que yo sería el último varón en hacer esperar al Bienestar de la Transfederación —protestó Tedden, acomodándose a su vez. Sacó un paquete de afrosalutíferos. Djjckett rehusó; Tedden cerró el paquete sin tomar ninguno. Su rostro era enérgico aunque curiosamente inexpresivo y en él se dibujaban, rodeando la nariz, pequeñas venas rojizas; su máscara era corriente y cubría poco más que las orejas, las mandíbulas y el mentón. Bajo la inexpresividad asumida rondaba el nuncio de una indistinta intranquilidad, dato que Djjckett observó con placer aunque sin comprender. Con petulancia nerviosa, añadió—: No, no lo haría esperar por nada del mundo.

—Espero que de su frase no se infiera que me ha hecho esperar por nada del mundo —dijo Djjckett, sonriendo bajo los bigotes.

Aspaventando la ácida agudeza, dijo Tedden:

—Me ha entretenido un asunto personal. Nuevamente me excuso ante usted.

—Bueno, creo que conoce las razones que han motivado mi venida, Moderador Varón Tedden —dijo Djjckett, mientras su voz adquiría un tono más oficial—. La opinión pública ha obligado a Transfederación a dar algunos pasos para acallar ciertos rumores respecto del HEMA. Como miembro más antiguo de la antigua Fraternidad Koramandel, fui delegado…

—Sí, tengo todos los documentos que me envió su personal —interrumpió Tedden—. Fraterno Varón Djjckett, permítame decirlo de esta manera: nosotros, y no me refiero a usted y a mí personalmente, representamos dos campos opuestos. Bienestar de la Transfederación, por su naturaleza, es cauta, reaccionaria: y tiene que serlo; nosotros, los del HEMA, somos temerarios, progresistas: porque así tiene que ser. Ustedes temen los efectos que sobre el ser humano pueden causar las alteraciones genéticas, terreno en el que hemos estado experimentando con bastante éxito. La opinión profana galáctica, si me permite la expresión, nada importa al respecto; en última instancia va a donde se la encamina y, en el presente caso, el deber de Transfederación es señalar en nuestra dirección, ya que hemos ganado aceptación por nuestros experimentos de alteraciones genéticas en animales. Es algo que he estado manifestando con bastante claridad a través de señales y vibrodocumentos escritos enviados a sus colegas durante los dos últimos años.

—Los seres humanos y los animales son cosas distintas, y a este respecto… —comenzó Djjckett.

—A este respecto… y perdone por quitarle la palabra de la boca, a este respecto lo que parece implicado es el futuro material de Yinnisfar. Estamos en el momento crítico; ¿se da usted cuenta de que nuestra posición económica en la galaxia es inestable y de que ésta tiene que expandirse continuamente para quedar estacionaria?

—Me doy tanta cuenta como usted, Moderador. Pero no he venido para hablar de economía galáctica; antes bien, me gustaría discutir sobre las madres y los niños recién nacidos que están aquí bajo su cuidado.

Tedden colocó sus grandes manos sobre el escritorio, las palmas abajo, y su rostro adquirió una expresión grave.

—Ambas cosas permanecen inseparablemente unidas, señor Djjckett, se lo aseguro. Pero no iremos a ninguna parte con disputas. Venga, quizá sea mejor que eche una ojeada a una de nuestras salas y vea algo de lo que hemos venido logrando.

Se levantó. Djjckett hizo lo mismo con desgana. Tedden lo condujo hacia la puerta; Djjckett lo siguió y, por encima de su hombro, miró su portavalijas. Cuando lo hubo atisbado inmóvil donde estuviera al principio se reunió con Tedden, adoptando el aspecto de un hombre preparado para encarar lo peor.

Caminaron juntos por un pasillo insonorizado, atravesaron dos puertas y penetraron en una cabina de observación que daba a una sala que contenía seis pequeñas cunas. Éstas estaban todas ocupadas.

—Pologlás; nosotros los vemos, pero no ellos a nosotros —explicó Tedden señalando con el dedo.

Djjeckett miró a través de la ventana, dispuesto a ver algo horrible.

La temperatura interior de la sala era evidentemente alta, pues las seis cunas contenían niños sin cubrir. Un mecanfermero se desplazaba eficientemente de cuna a cuna, cambiando pañales con manifiesta destreza. Sólo tres niños estaban despiertos; dos de ellos permanecían incorporados e incapaces de estarse quietos; estaban sujetos a los barrotes y contemplaban al siervo mecánico; otro, recién despierto, también se sentía ansioso por ver lo que ocurría. Con lentos e imprecisos movimientos, se incorporó, separó los pies y se apoyó sobre las rosadas rodillas hasta quedar erguido del todo. Esbozando un grito inarticulado, dio dos pasos hacia delante, se aferró al lateral de la cuna como si la vida le fuera en ello y quedó allí observando con vaguedad al asistente.

—Espléndida exhibición; se diría que hecha especialmente para nosotros —dijo Tedden con agradecimiento y orgullo. Y añadió serenamente—: Los seis niños tienen sólo cuarenta y ocho horas de edad.

—Sin duda entiende usted por qué consideramos este experimento como monstruoso —dijo Djjckett, mientras se estremecía su constitución carnal dentro de su más bien holgada vestimenta. En su cerebro permanecía todavía la imagen de aquel ser diminuto, arrugado y rojizo, desvalido en su cuna; sintió tanta náusea como si hubiera estado viendo la ejecución de un criminal o la flagelación de una mujer.

—Ustedes están creando monstruos —añadió indignado cuando vio que Tedden no se tomaba la molestia de replicar. Una característica de Djjckett consistía en su hipersensibilidad y, alcanzado su punto flaco, manifestaba notoria incapacidad (así lo temía al menos) para dar rienda suelta a su irritación. Agitó una mano y agregó—: En cuanto a las infortunadas y engañadas madres que ustedes tienen aquí en su poder, nunca deberían…

Tedden evidenció una ira sin trabas. Por lo general era más bien parco y lento en alcanzar la irritación; hoy sus nervios se encontraban ya al borde de su consistencia. Interrumpiendo, tan repentinamente que Djjckett pegó un salto, dijo:

—Limítese a comprobar y recordar los hechos, ¿quiere? La gente viene al HEMA voluntariamente, hombres y mujeres, con la mirada puesta en el futuro, ávidos de participar en los descubrimientos que hemos realizado y estamos realizando. ¿Le parece a usted que ellos se ponen a hablar de monstruos?

Una película rojiza se extendió por su rostro y la brillante explanada de su cráneo. Sin dejar de hablar, de repente se puso en movimiento y se encaminó nuevamente hacia su despacho. Cerró la puerta tras Djjckett. Deliberadamente ignoró la expresión de malestar de éste.

—Mire, esto nos lleva otra vez a lo que dije antes sobre el futuro de Yinnisfar —dijo Tedden—, en el que naturalmente aparece implicado el futuro de los individuos. Usted es consciente de que Yinnisfar, y en consecuencia la mayor parte de la Federación, se encuentra amenazada por una masiva recesión de contratos. Algunos de esos mundos recién descubiertos en el Eje, planetas con menos de un millón de años de historia tras ellos, nos están pisando los talones. Cutaligni es un caso extremo.

»Sin duda ha oído usted, Varón Djjckett, que los cutaliñianos han construido prácticamente un imperio. Planetas que en un tiempo negociaron con nosotros se encuentran ahora absorbidos por la invasión de sus mercancías, sus ejecutivos, sus ideas. Los cargueros y cruceros espaciales cutaliñianos han ocupado trayectos que fueron nuestros sin disputa durante milenios. Claro, se trata sólo de una gota de agua en un océano, pero para mí es una señal, un agüero. El caso es que vamos derechos a la catástrofe. ¿Y por qué?

—Me atrevería a decir que sabe usted más que yo sobre esto —dijo morosamente Djjckett; su rostro estaba todavía gris y sacudido por la emoción—. La razón admitida generalmente es que los cutaliñianos viven muchos años, con lo que su entrenamiento y educación van mucho más allá, y un hombre con más edad y más experiencia puede prestar mejores y mayores servicios…

—Es suficiente. Es una razón aceptable. Para entendernos, la educación de un hombre ordinario, de un yinnisfariano, dura desde los veinte hasta los noventa y cinco; es decir, sólo setenta y cinco años. Pero esa misma cantidad se extiende en un cutaliñiano hasta los ciento veinte años. Imagínese a cualquiera en la Tierra con una experiencia de cuarenta y cinco años a la edad de cuarenta. Ventajoso, ¿no? Vamos, fúmese un afrosalutífero, Varón Djjckett; siento haberme irritado antes. Mis nervios están hoy a cien.

Le alargó su caja de plata casi con gesto de súplica, reprendiéndose interiormente por haber malinterpretado la afrentada expresión de la cara de Djjckett (aunque, ¿por qué no podían estos extraespaciales ponerse máscaras civiles como el resto de la gente civilizada?).

Discretamente, Djjckett volvió a rehusar la caja. Drogarse durante el día, muy de moda en Yinnisfar, era considerado decadente en Koramandel, al igual que el hábito de la máscara.

—En seguida me encontraré mejor, Moderador —dijo—. Fue el impacto de haber visto a aquellos niños en estado tan mísero… Perdóneme, mejor tomaré un trago.

Chascó los dedos. Obedientemente, el portavalijas se levantó de donde había permanecido inmóvil. Era pequeño, cubierto de piel, bastante parecido a una maleta con cuatro patas; tenía en el centro una joroba que a una palabra se abriría para ofrecer a Djjckett libros y documentos.

Pero en vez de pronunciar esa palabra, el hombre de Transfederación chascó la lengua.

El portavalijas se elevó. De debajo de su barriga brotó un tallo rosado y retráctil que se situó frente al rostro de Djjckett. Introduciendo el extremo del tallo en la boca, Djjckett se puso a chupar.

Medio alzado de su sillón, dijo Tedden con tono de disgusto:

—¿Es animal o máquina?

—En otro tiempo animal, pero hoy ni animal ni maquina —dijo Djjckett, apartando por un momento la boquilla con que chupaba—. Pertenece a uno de los grupos conocidos como mamiferinjertos que se explotan hoy en Koramandel; no le quepa la menor duda de que será exportado en breve a su planeta.

—¡Jamás! —exclamó Tedden—. ¡Es repugnante! Le pido disculpas, pero le pido que deje de chupar… Porque… ¿he entendido mal o ese ser bestializado está vivo?

—No del todo. No tiene cerebro, sólo un sistema nervioso. Este mamiferinjerto es una mutación llevada a cabo a partir de la familia del camello. Podrá ver que es más eficiente y rápido que cualquier robot. Y debo decirle que me sorprende verlo alterado por un experimento que es en muchos aspectos similar al que ustedes realizan.

—¡Similar! ¡Similar! ¡Voto a él! Esa terrible mutación animales…

—Oh, ¿y no le parece la mitad de monstruoso que la terrible mutilación de criaturas humanas que llevan a cabo ustedes?

Por primera vez se sintió Djjckett satisfecho de sí mismo; mientras despedía al portavalijas dio una chupada más. Tedden estaba cogido a su escritorio con furia.

—Los cambios genéticos realizados en los niños del HEMA tienen lugar antes de la concepción.

—Tres cuartos de lo mismo ocurre con nuestros mamiferinjertos, claro.

El Moderador quedó un largo minuto en completo silencio. Cuando se sentó por fin, hasta sonreía.

—Toda cuestión tiene dos puntos de vista —dijo.

Mientras el sillón se acomodaba a sus condiciones, se pasó la mano por encima de la cara para evidenciar que todo lo anterior había desaparecido ya.

—Lo lamento mucho —dijo—. Perdone si me dio una vibración hace un instante.

Marcó un número en el dial de la pantalla del escritorio y la cabeza y hombros de una mujer uniformada y elaboradamente enmascarada apareció al momento.

—¿Tunnice? —preguntó Tedden—. ¿Cómo esta, por favor?

—Justamente iba a llamarlo. Moderador —dijo la cara enmascarada—. Todo parece estar completamente bajo control. Ella está bastante tranquila, y no esperamos nada nuevo por ahora. Le vibraremos tan pronto ocurra cualquier cosa.

La mujer sonrió con una oficial y más bien contenida curvatura de labios que resultaba enfatizada por la máscara.

—Gracias, Hembra Mingra —dijo Tedden, cortando la comunicación.

Se volvió a Djjckett un tanto desconcertado, como si la razón de su entrevista se hubiera alejado de su cabeza.

—Sí… vea, Varón Djjckett, la laguna entre nuestras capacidades y las de los cutaliñianos tiene que desaparecer. Y puede desaparecer. Eso es lo que aquí hacemos, o al menos intentamos, a despecho de cualquier interferencia de fuera; quizá sea eso lo que también ustedes tratan hacer con esos mamiferinjertos bestializados… No tengo idea de la extensión de sus experimentos… Todo el mundo vive hoy bajo presiones; usted sabe qué ha llegado a ser la civilización. Es una raza postiza. Todo es competición por aniquilar al otro. Pero supongamos que uno madura a los cinco años en lugar de hacerlo a los veinte.

Djjckett asintió con entendimiento.

—Sé lo que quiere decir —dijo—. Para cualquiera que acepta competir en la vida moderna, la competición se presenta violenta y despiadada. Pero ninguna provocación será nunca lo bastante grande para justificar los manejos que ustedes llevan a cabo aquí con la vida humana. La vida animal es diferente, existe para beneficio del hombre. Sus experimentos no son permisibles según los fundamentos éticos; ni siquiera resultan tolerables bajo conceptos biológicos. Nuestros cuerpos han conseguido un equilibrio nosotros, nosotros estamos blasfemando al pretender alterarlo. Después de todo ya hubo experimentos en el pasado; recordará sin duda los hombres insomnes de Krokazoa.

—Ese experimento, en particular, fracasó. Otros han tenido mejor fortuna. Y yo prefiero no oír el tono moralista aplicado a HEMA so pretexto de ennoblecer la vida humana, principalmente si es proferido por un grupo capaz de degradar la vida animal. Permítame decirle que usted y yo nos enfrentamos al sacrificio de la existencia animal con puntos de vista opuestos. Vaya por Dios… nosotros siempre «hacemos manejos con la vida humana», por usar su expresión. En cualquier operación quirúrgica, en cualquier anestesia, en cualquier jarabe para la tos tiene usted representado un experimento semejante.

—¿Qué tiene que ver todo esto con los niños que me enseñó arriba. Varón Tedden? La alteración genética del ser humano es asunto bastante más serio que cualquier dosis de jarabe antitusígeno.

Tedden se levantó e introdujo las manos en su faja. Se puso a caminar arriba y abajo, evitando la proximidad del portavalijas. Los ojos de Djjckett no se apartaban de él.

—Lo que les ha ocurrido a esos niños es lo siguiente —dijo el genetista con parsimonia—. Hemos operado los «troqueles genéticos», moldes celulares primarios a cuyo tenor se modelan todas las células subsiguientes en el desarrollo de un individuo. Como ya sabrá, todo lo que cualquier individuo hereda está contenido en esos troqueles. Les fue separado un gen de sus cromosomas antes del nacimiento, antes de la concepción. De resultas, los niños son capaces de ponerse de pie casi al nacer.

—No es natural —dijo Djjckett.

—Lo es para una cría animal.

—Moderador, usted habla de seres humanos.

Haciendo caso omiso de la observación, Tedden se dirigió a un mueble que había bajo las amplias ventanas y rebuscó en un cajón. Extrajo una foto, la observó y se la pasó luego a Djjckett para que la mirase.

Dando vueltas a la transparencia fotográfica, vio algo que parecía rafia, anudada a intervalos en diferentes clases de nudos; formaba una espiral excéntrica, cuyo centro era diferencialmente más oscuro que los bordes. Rodeando la parte exterior de los nudos, se congregaba una bruma azarcillada. Djjckett observó en silencio, girando la foto en un sentido y luego en el otro.

—¿Es un cromosoma? —preguntó.

—Es una reproducción de un cromosoma humano tomado por nuestra microcámara infraelectrónica. Esos puntos anudados son las grandes moléculas que llamamos genes, portadores de la herencia y de diversas características que pasan de una generación a otra. Hay mil doscientos cinco. Los que quedan fuera son los que llamamos genes negativos o «más húmedos».

»Lo que hacemos es separar algunos de los genes más húmedos de los cromosomas del nonato antes de salir del seno paterno. Es un proceso extraordinariamente sencillo, ni siquiera doloroso para el padre. La operación ha de ser hecha con menor urgencia que las que producen el aborto.

—No sé, no sé —dijo Djjckett poniéndose de pie y sacudiendo la cabeza con perplejidad—. Debería usted entender que, desde mi punto de vista, cuanto más me habla de esto peor pone las cosas. ¿Qué hombre razonable cooperaría con ustedes para que su hijo resultara anormal?

Con lentitud, Tedden se tocó la nariz como si de aquella forma pudiera sofocar algún brote de ira.

—Cualquier hombre razonable —replicó, haciendo hincapié en cada palabra.

Llevó al mueble la foto que había enseñado.

—Cualquier hombre razonable —repitió— daría a su hijo la oportunidad de descollar por encima de sus contemporáneos. ¡Benditos los primeros, porque ellos serán los beneficiados! Los niños no se sostienen de pie, por lo general, hasta que no tienen un año, Varón Djjckett; los nuestros lo consiguen cuando tienen un día de edad. Eso es progresar, diga usted lo que diga.

»Extirpe otro de los genes más húmedos y obtendrá más avances. —Sonrió brevemente—. Por supuesto, admito que tuvimos nuestros pequeños fracasos al principio, niños que nacían cubiertos de vello, otros en pleno desarrollo… bueno, no importa; la cuestión es que a causa de unos cuantos percances el HEMA puede haber cobrado mala fama entre los mal informados. Desgraciadamente, mire por dónde, no podemos experimentar por anticipado estas cosas con animales. Los animales no poseen genes más húmedos; de las pocas cosas elementales qué ustedes han producido con respecto a su… trabajo, me quedo con lo relativo al estimulador de genes mamíferos, lo que es asunto muy diferente. Extraño. Sospecho que los humanos desarrollan su sistema más húmedo como una salvaguarda contra la precocidad… y por consiguiente, comparado con los animales, del largo período requerido para madurar. Ahora que el mundo ha sobrepasado la adolescencia, lo que necesitamos es precocidad. En un tiempo era más sabio no aprender con excesiva rapidez; hoy en día las circunstancias exigen que aprendamos lo más rápido posible. Ya le dije que el mundo es una raza postiza. Ah, es una carga…

Volvió a sentarse ante el escritorio. De nuevo se pasó una mano por la cara. Sus ojos mientras se ajustaba la máscara quedaron en blanco, como si estuvieran enfocando algo que se encontrara más allá de lo que tenía delante.

—Usted afirma tener un interés sincero por el mundo —dijo Djjckett, no sin simpatía, pues descubrió que le gustaba aquel tipo tan excéntrico— y sin embargo lo tiene en muy poco.

Por vez primera miró Tedden al fondo de los ojos de Djjckett. Vio, no el espantapájaros con quien creía estar hablando, sino un hombre inquieto cuyas torpes maneras no ocultaban del todo la firmeza de propósitos. Tedden apartó la mirada, golpeando el escritorio con los dedos.

—¿De qué se trata sino del mundo? —exclamó casi con un gruñido.

—Soy hombre religioso, doctor Tedden, un Teórico; tengo una respuesta positiva a esa pregunta.

—Ah, ¿se refiere usted a Él? Lo siento, Djjckett, pero no me incluya. Nunca lo he visto en mis microcátodos —dijo Tedden con tristeza.

De nuevo sus miradas se cruzaron, y ciertamente no era agradable lo que veían: era uno de esos momentos muertos en la vida de los hombres en que hasta la esperanza parecía desesperanza.

—Obviamente, usted se siente inclinado a no creer en un creador ya que está interpretando por sí mismo el papel de creador —dijo Djjckett con tono de excusa—. ¿He de considerar que sus intenciones futuras son extirpar más genes hiperhúmedos a medida que vayan apareciendo más padres voluntarios?

—Si.

—Pero ¿puede usted predecir resultados? Quiero decir, ¿sabe con certeza qué cambio se efectuará antes que el niño nazca?

Tedden estaba sudando; de pronto, pareció un hombre empequeñecido. Advirtiendo la mirada de Djjckett fija en su frente, con gesto abstraído cogió un pañuelo de papel y se la secó.

—No —dijo—. No con certeza plena. En la vida no hay certezas.

—¡No con certeza plena! Es usted un loco irresponsable, Moderador, pues todo lo que dice sobre…

Djjckett se había puesto de pie, las manos cerradas, desordenado el cuello. El portavalijas se había alzado con él y había estirado sus patas. Sus palabras fueron cortadas por el zumbido del vibroducto. Tedden lo conectó con avidez terrible, casi rompiendo el aparato. El rostro de la mujer que antes apareciera se conformó en la pantalla; tenía una mano en la boca y parecía presa de una gran excitación nerviosa.

—Oh, Moderador Veterano Tedden —exclamó—. Se trata de Tunnice… su pareja, quiero decir. Está… el dolor ha vuelto a comenzar. Creo que lo mejor es que suba. Y rápido, por favor.

—En seguida, Mingram, voy en seguida.

Cortó la comunicación. Se había levantado ya del sillón, y, camino de la puerta, se disculpó y se despidió de Djjckett.

—Tendrá que disculparme, Djjckett. Hay complicaciones desafortunadas. Me temo que es un caso torpe, prematuro… Dispénseme.

Instintivamente, Djjckett lo siguió: salió de la habitación, recorrió el pasillo y marchó al paso con Tedden mientras formulaba sinceras frases de pesar. Tras ellos correteaba el portavalijas.

—Algo que lamento terriblemente… No lo habría entretenido de haberlo sabido… Debería habérmelo dicho… Ha sido usted tan paciente… Realmente me avergüenza pensar que yo…

Tedden no pudo quitárselo de encima. Djjckett se abalanzó al ascensor con él. Tedden cerró las puertas, apretó el botón y subieron. El portavalijas se había quedado atrás.

—¿Qué ha provocado el nacimiento prematuro, Moderador, si me permite la pregunta?

—Mi mujer sufrió una caída la noche pasada —dijo Tedden abstraído, mordisqueándose el pulgar.

—Lo siento tanto… Sé cómo ocurren esas cosas. Debe suponer una gran tranquilidad para ella saber que su marido es un…

Djjckett se detuvo a media frase con la garganta agarrotada.

—No habrá peligro, ¿no? —preguntó con la voz empañada.

—¿Peligro? ¿Qué quiere decir con eso?

—Varón Tedden… ¡Usted ha llevado a cabo un experimento genético en su propia pareja!

La cara de Tedden, ahora pálida sobre la máscara parcial, le informó que había conjeturado correctamente. Se miraron mientras el ascensor se iba aproximando al centro del edificio, dos hombres de planetas diferentes que jamás entenderían la perspectiva del otro. Tedden fue el primero en apartar la mirada.

—Usa usted la palabra «experimento» como si fuera sinónimo de tortura —dijo—. En esta cuestión particular, Djjckett, no es usted sino un patán supersticioso. Mi pareja se ha ofrecido a compartir conmigo esta aventura, sincera y cooperativamente. Nada más natural que deseemos que nuestro niño comparta los frutos de nuestras investigaciones.

¡Natural! —repitió Djjckett al detenerse el ascensor—. ¡Qué menos natural, hombre! ¿A qué se va a parecer ese niño?

Las puertas se abrieron y caminaron por otro pasillo a prueba de ruidos. Djjckett descubrió que estaba sacudido por una agitación hórrida.

—¿A qué se va a parecer? —repitió tirando de la manga de Tedden, casi corriendo tras él—. ¿Lo sabe usted? No, no lo sabe.

Al extremo del pasillo, junto a una puerta abierta, había una enfermera con el rostro casi cubierto por una máscara, la máscara exenta de expresión. Hizo señas ansiosamente. Tedden corría con la boca abierta y el rostro potente completamente pálido. Djjckett corrió a su lado, envuelto en el estado de tensión general. El rostro de Tedden lo aterrorizaba; el de la enfermera no le producía menos impacto; ¿qué había visto ella?

—Estoy en medio de una raza postiza —pensó—. No debería estar corriendo. ¿Por qué tengo que correr? ¡No debería correr!

—No quisimos decírselo por el vibraducto —dijo la enfermera con voz muy nerviosa—. El… el niño acaba de nacer en este momento. Su esposa se pondrá bien. El niño…

Por un segundo, Tedden quedó vacilando en el umbral de la sala. Por fin se decidió a entrar.

Lanzado tras él, el asustado Djjckett captó de soslayo media docena de figuras uniformadas rodeando un lecho. Las espaldas estaban vueltas hacia él. Lo sofocó el olor a desinfectante.

Entonces llegó hasta él el grito del niño recién nacido, un fino y maullante grito lleno de miedo y rabia que decía:

—¡Dejadme regresar! ¡Oh, dejadme regresar!